Una
cuestión de ideología
El
Estado no puede actuar con arreglo a consideraciones religiosas
Gustavo
Suárez Pertierra 19 DIC 2012 - 00:01 CET El Pais
El
problema de la religión en la escuela aparece y se esconde periódicamente y
tiende a complicarse. El asunto se hace más difícil porque comprende en sí
mismo varios debates, que quizá convenga aclarar.
El
primer debate es acerca del papel de la religión en el espacio público. Aquí
conviene tener muy claro que la religión pertenece al campo de lo privado. Sin
embargo, cuando se habla de dejar la religión en el plano privado no quiere
decirse que quede relegada al ámbito personal. Las creencias religiosas se
sitúan en el ámbito propio de los individuos, que es privado por contraposición
a lo público, que es donde actúan los poderes públicos. Es un ámbito privado,
pero también social y, por consiguiente, externo y no sólo íntimo. Las
creencias religiosas tienen también una dimensión externa y colectiva, como han
dicho Habermas, Rawls o Taylor, hasta el extremo de que sus organizaciones
pueden intervenir en la vida social e, incluso, como pasa en España, pactar con
el Estado.
Pero
una cosa es esto y otra bien distinta que el Estado pueda actuar con arreglo a
parámetros confesionales. El Estado no puede guiarse por consideraciones
religiosas y estas mismas doctrinas no pueden ser la medida de la legitimidad
de las normas jurídicas. ¿Significa esto que sus criterios de actuación no se rigen
por un conjunto de valores? Para nada debe entenderse así. La neutralidad del
Estado no implica vacío axiológico, antes bien, el Estado se identifica con un
conjunto de valores que constituyen su propia ética. Son los valores superiores
de justicia, libertad, igualdad, pluralismo que define la Constitución en su
artículo primero y los fundamentos del sistema de convivencia que se deducen de
las normas que regulan las relaciones sociales. Este es el mínimo ético
imprescindible para la convivencia que, por serlo, es susceptible de aplicación
general. Vengamos a la escuela para centrar el segundo debate. A la pregunta de
si hay que enseñar esos valores cívicos en el espacio educativo hay que
contestar afirmativamente. Enseñar y practicar, pues el centro educativo es en
todo un espacio de ejercicio de los valores ciudadanos. Hay varias
posibilidades y en España se optó por la Educación para la Ciudadanía. Ahora
bien, lo importante es que cualquier fórmula que se utilice no puede ser para
una parte del alumnado. Si se trata de valores generalmente compartidos porque
están en la base de la convivencia y se identifican con la moral pública, son
valores de aplicación igualmente universal en el sistema educativo.
Los
valores superiores de justicia, libertad, igualdad y pluralismo deben enseñarse
en la escuela
En
los centros públicos también se enseña religión. Es un problema, porque no
resulta fácil justificar que el Estado laico y, por tanto, neutral cargue con
la obligación de proporcionar enseñanza religiosa. La cuestión viene, como es
archisabido, del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede de 1979. En
él, el Estado asume el compromiso, que muchos tildan de inconstitucional, de
impartir enseñanza religiosa en todos los centros públicos en condiciones equiparables
a las demás asignaturas fundamentales. Aunque nada dice sobre esto el Acuerdo,
la interpretación que desde siempre mantiene la Iglesia es que para garantizar
la equiparabilidad la religión debe ser evaluable y puesto que la asignatura
religión debe ser, obviamente, voluntaria, habría de ir acompañada por una
asignatura alternativa para quienes no desearen cursar religión, porque en otro
caso se produciría una carga suplementaria, es decir, una asignatura más para
quienes optaran por la asignatura confesional. Apareció entonces en ciertos
niveles educativos una asignatura de ética alternativa a la religión, con un
doble efecto pernicioso: de un lado, la “ética civil”, por así decirlo, solo
era cursada por un número de alumnos, no por todos, pues otros podían
sustituirla por la doctrina religiosa, y, de otro, se provocaba el fenómeno de
que unos alumnos se veían obligados a cursar una asignatura en virtud del
derecho de otros a elegir.
Por
tales razones, la LOGSE rompió con este esquema. Mantuvo el compromiso asumido
en 1979 (cuya cancelación hubiera exigido una opción política de gran
envergadura), aunque declarando sin efecto la evaluación para el caso de
concurrencia de calificaciones. Pero lo más importante es que consideró que la
alternativa no podía constituir una asignatura formal ni mucho menos una ética
ciudadana contrapuesta a una ética religiosa. Se diseñó una actividad
alternativa consistente en el “estudio asistido por un profesor sobre las
enseñanzas mínimas”, que deberían seguir aquellos que no optasen por la
religión. La Iglesia consideró el sistema lesivo por insuficiente y se
plantearon varios recursos contra los decretos que regulaban la cuestión. El
Tribunal Supremo falló el tema en 1994. Anuló los decretos, aunque, para
sorpresa de todos, incluidos los recurrentes, por la razón contraria a la
suscitada: resulta que la alternativa era demasiado potente, porque permitía a
los alumnos que la eligieran preparase mejor para el estudio de las demás
asignaturas fundamentales.
Así
las cosas, el Gobierno propuso elaborar un nuevo modelo, cuyos elementos
fundamentales eran una alternativa consistente en un conjunto de actividades
escolares sobre determinados aspectos de la vida social y cultural, por
supuesto no evaluables, y una asignatura con carácter general en algunos cursos
de la enseñanza obligatoria sobre los alcances culturales del hecho religioso.
Las conversaciones con la Conferencia Episcopal estuvieron abiertas durante un
buen tiempo y, ante la falta de acuerdo, el gobierno optó por poner en marcha
el sistema. Este es el régimen de 1994 que, con adaptaciones, idas y vueltas,
se ha venido manteniendo en su esencia hasta hoy.
El
Estado ha de legislar de acuerdo con la neutralidad que manda la Constitución
Ahora
se acaba de presentar un nuevo proyecto educativo que, al parecer, recupera la
alternativa evaluable bajo la forma de una asignatura sobre valores éticos, al
tiempo que hace desaparecer la Educación para la Ciudadanía. Es una opción
política. No se puede amparar en la obligatoriedad del Acuerdo de 1979, que
nada dice de una alternativa a la asignatura de religión. Tampoco en que el
modelo concreto deba ser acordado con la Iglesia; bienvenido sea el pacto, pero
si no es posible el Estado no puede hacer dejación de sus responsabilidades y
ha de legislar de acuerdo con la neutralidad que manda la Constitución, como
sucedió en 1994. Por otra parte, no hay acomodo en el currículo para una
asignatura sobre valores cívicos. En mi criterio, nada justifica un modelo que
obliga a los alumnos a cursar una asignatura formal derivada del ejercicio por
otros de su derecho a elegir y que, además, permita la instalación en nuestro
sistema de una doble moral pública, una religiosa y otra ciudadana. Se trata de
una pura decisión ideológica que seguramente pretende salir al paso, como
muchas veces se ha oído, de la progresiva secularización de la sociedad
española supuestamente promovida desde ciertos sectores sociales y políticos de
izquierda.
El
problema de fondo, la presencia de la asignatura de religión en el currículo
escolar con arreglo al pacto de 1979 tiene su tratamiento político. Mientras no
se solucione de acuerdo con pautas plenamente constitucionales, especialmente
la regulación del profesorado de religión, que es el asunto que más dudas
plantea, hay que tratar el problema de la equiparación, la alternativa y su
evaluación del modo más conforme con la legítima y obligada laicidad del
Estado. Se puede avanzar en este camino, pero la reforma supone un paso atrás y
recupera la polémica sobre un asunto delicado. No conviene alejar del consenso
político y social el tratamiento de estas cuestiones. Muchas veces se ha dicho
que en el tratamiento de los grandes temas lo más valioso es garantizar la
estabilidad. Pero si de imponer una opción ideológica se trata, ¿cómo podría
pretenderse la asepsia cuando se produzca una nueva mayoría política?
Gustavo
Suárez Pertierra es catedrático de Derecho eclesiástico del Estado. Fue el
primer Director General de Asuntos Religiosos de los Gobiernos socialistas y
Ministro de Educación entre 1993 y 1995.
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