Félix
Schlayer. Cónsul y Encargado de Negocios de Noruega en España (1936 - 1937)
Un
Diplomático en el Madrid rojo
Este
libro fue publicado el año 1938, en alemán por la editorial HERBIG,
VERLAGSBUCHHANDLUNG. (Berlín).
Traducción
de Carmen Wirth Lenaerts
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Félix Schlayer
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Carmen Wirth Lenaerts
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Plataforma 2003
Cementerio
de los Mártires de Paracuellos
2
ÍNDICE
Introducción..................................................................................................................
4
1.
CAUSA Y TELÓN DE FONDO DE LA GUERRA CIVIL
-
Hablemos del temperamento
español.......................................................................
5
-
La Guerra mundial y la
posguerra............................................................................
5
-
En la encrucijada
......................................................................................................
6
-
El Frente
Popular......................................................................................................
8
-
Crueldad, ¿española o bolchevique?
........................................................................ 9
2.
EL ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL
-
Hacia el
caos...........................................................................................................
10
-
Rendición del general
Fanjul..................................................................................
11
-
Se arma al populacho
.............................................................................................
12
-
La “soberanía” del pueblo
......................................................................................
13
-
Terror en la carretera
..............................................................................................
13
-
Se inventa el “paseo”..............................................................................................
14
-
Tribunales populares sin
jueces..............................................................................
16
-
Así murió el descendiente de Colón.......................................................................
17
-
Mi pueblo serrano se
contamina.............................................................................
18
-
Labradores desarraigados.......................................................................................
19
-
Guerra Civil o bandolerismo
..................................................................................
20
3.
EL AUXILIO PRESTADO POR LAS REPRESENTACIONES DIPLOMÁTICAS
-
El deber del corazón...............................................................................................
21
-
Víctimas de la
persecución.....................................................................................
22
-
“Controlo” una casa muy grande ...........................................................................
24
-
¿Cómo viven novecientas personas en una casa?
.................................................. 24
-
El hambre de la población
civil..............................................................................
28
-
Vacas españolas y leche noruega
........................................................................... 29
4.
LOS PRESOS, LAS CÁRCELES Y SUS GUARDIANES
-
Afluencia incesante
................................................................................................
30
-
Inglaterra interviene
...............................................................................................
32
-
La famosa “checa de Fomento 9”
.......................................................................... 33
-
Los calabozos de la Dirección General de
Seguridad............................................ 35
-
¡Socorran a los presos!
...........................................................................................
36
-
Un salvamento........................................................................................................
36
-
Siete mujeres desaparecen sin dejar
rastro............................................................. 38
-
Ametralladoras contra la extraterritorialidad
......................................................... 40
-
Relato de un
preso..................................................................................................
43
-
Crimen monstruoso ................................................................................................
46
-
La cárcel de mujeres instalada en un viejo
convento............................................. 56
-
Anarquista o
apóstol...............................................................................................
58
5.
EL CUERPO DIPLOMÁTICO Y EL GOBIERNO ROJO
-
La nueva misión
.....................................................................................................
60
-
El frente diplomático..............................................................................................
62
-
El caso de Ricardo de La Cierva
............................................................................ 63
-
Observadores e informadores incómodos
.............................................................. 71
6.
INFORMACIÓN DEL FRENTE
-
Toledo.....................................................................................................................
72
-
Visitas a hospitales militares
..................................................................................
76
-
En el Madrid sitiado
...............................................................................................
78
-
Entre Madrid y Valencia
........................................................................................
78
-
Bombardeos de
Valencia........................................................................................
79
-
El ataque aéreo al
“Deutschland”...........................................................................
80
7.
EL GOBIERNO ROJO VISTO ENTRE BASTIDORES
-
En la estepa de
Rusia..............................................................................................
81
-
Miaja, el
héroe........................................................................................................
82
-
El “Derecho”
rojo...................................................................................................
84
8.
LA LIBERACIÓN DE LOS REFUGIADOS
-
Los refugiados en la Embajada de Alemania .........................................................
85
-
Difícil situación del Cuerpo Diplomático
.............................................................. 88
-
¡Urge el intercambio!
............................................................................................
89
-
La “Pasionaria”
......................................................................................................
90
-
Triunfa el sano entendimiento entre los hombres
.................................................. 92
-
Del Vayo torpedea por tercera
vez......................................................................... 93
-
El viaje de salida y sus obstáculos
......................................................................... 94
Introducción:
Este
libro carece de toda intención política, solamente pretende describir los
acontecimientos que se produjeron en Madrid, coincidiendo con mi actividad
diplomática, desde julio de 1936 hasta julio de 1937.
Por
ello, quiero dejar constancia de que los tristísimos hechos que se relatan fueron
vividos por mí , como consecuencia, me produjeron el estado anímico que es de
imaginar, en lo subjetivo. No basante, tengo especial interés en manifestar que
mi narración de los acontecimientos refleja fielmente la verdad, sin ninguna
concesión, y tal como los presencié y comprobé personalmente.
Las
circunstancias especiales que en mí concurren, me autorizan a considerarme con
la suficiente capacidad para hablar de la España de nuestro tiempo, en general,
y de las circunstancias propias de la Guerra Civil, en particular. Por
consiguiente, y como refrendo, sobre todo por lo que respecta a su
credibilidad, relaciono a modo de presentación, mi historial profesional en
España.
Resido
en España desde 1895. Nací en Rentlingen (Württemberg) en 1873. Mis actividades
me han mantenido en contacto, preferentemente, con la población campesina,
mayoritaria en España, y mis innumerables viajes en toda clase de vehículos,
desde el carro de mulas, hasta el avión, me llevaron a muchos pueblecitos,
aldeas y rincones a los que, de no ser así, rara vez llega un extranjero. En el
verano de 1936, yo era en mi calidad de Cónsul de Noruega, el único
representante oficial de dicho país en Madrid. Al poco tiempo me nombraron
Encargado de Negocios y en Madrid me quedé, en activo, hasta julio de 1937, en
que gracias a mi condición de diplomático, pude salir de España, lo que me
libró de ser asesinado por orden del gobierno rojo.
Gracias
a mi puesto de carácter diplomático disfrutaba, naturalmente, de gran libertad
de movimiento, lo que me permitió vivir y observar, en infinidad de
situaciones, el acontecer revolucionario de ese primer año en Madrid.
Por
razón de mi cargo, tuve muchas ocasiones de conocer antecedentes y sucesos,
privativos de personas, que se producían en un limitado ámbito familiar y cuyas
noticias no trascendían, fuera de ese círculo.
Pero
de lo que sí me di cuenta, fue de que mis descripciones verbales despertaban en
todas partes gran interés, por lo que llegué a tener el convencimiento de que
el hecho de publicarlas podría llenar un vacío, tanto más cuando el relato
verídico de muchos episodios y situaciones reflejan elementos sintomáticos del
acontecer español y podrían contribuir a su testimonio histórico.
Renuncio
explícitamente a cuanto suponga una intención proselitista. Cada cual podrá
sacar su consecuencia de acuerdo con los hechos relatados y su opinión personal
en cuanto a los resultados.
¡Quizás
contribuya mi relato a que más de uno acierte a vislumbrar la luz y le facilite
a encontrar el valor de un orden establecido!
Me
impuse la obligación de referir los hechos, sin exageraciones de ningún tipo,
sin adornos literarios, manteniéndome estrictamente fiel a la verdad. La verdad
lisa y llana es más que suficiente para confirmar mi opinión de que la elección
entre lo “rojo” y lo “blanco”, en España, es mucho menos un asunto de política
que una cuestión de moral.
Como
introducción, hago una breve exposición de conjunto, a grandes rasgos, de los acontecimientos
que precedieron a la Guerra Civil y que fueron la causa final que contribuyó al
desencadenamiento del conflicto español, y entre cuyos partidos políticos
integrantes, los del Frente Popular fueron los máximos responsables del
movimiento revolucionario rojo.
1.
CAUSAS Y TELÓN DE FONDO DE LA GUERRA CIVIL
Hablemos
del temperamento español
Este
libro, en su primera edición, ha sido escrito en alemán, [Diplomat in roten
Madrid, Berlín, Herbig Verlagsbuchhandlung, 1938] para ser leído fuera de
España. Por consiguiente, sólo los pocos lectores que hayan visitado España
tendrán de ella una idea aproximada, por lo que, posiblemente, habrán sacado la
misma consecuencia que, a mi juicio yo saqué tomando como parámetro nuestras
propias medidas, de que los españoles, –considerándolos en términos generales–,
son unos ciudadanos un tanto atrasados, pero bondadosos, corteses y un tanto
ingenuos. Es evidente, que a todo el que conserve esta imagen del español le
habrá resultado incomprensible que se haya producido el estallido de una guerra
civil, tan llena de odio, tan sanguinaria; y que, incluso, se hayan sentido
inclinados a creer que se trata de exageraciones de los periodistas. Ante esta disyuntiva,
me considero obligado a describir, brevemente, el desarrollo de los
acontecimientos y las motivaciones que, en el carácter y temperamento español,
condujeron a tal estado de cosas.
Para
empezar, narraré un corto episodio que, a modo de “flash”, revela algo de la
tradicional sabiduría vital de la mayor parte de pueblo español. Hace de esto
treinta y cinco años. En un día caluroso llegaba yo a Sevilla, capital de
Andalucía, en tren (“tren botijo”) a primeras horas de la tarde. Esta era,
entonces, una ciudad de escasa circulación. La estación estaba fuera de la
ciudad, como a un kilómetro de distancia. No se veía un vehículo, ni tampoco
aparecía ningún mozo de cuerda. Me di una vuelta, buscando por los alrededores
de la estación; tumbado a la sombra de un árbol, descubrí, tendido todo lo
largo que era, en la acera, a un pacífico durmiente. La gorra que llevaba
delataba su condición de mozo de equipajes, ahora le servía para protegerle la
cara del sol.
Le
toqué con el pie; entonces, cargado de sueño, movió la “gorra de servicio” lo
suficiente como para mirarme, con un ojo, por debajo de la misma. Impresionado
por la falta manifiesta de impulso activo
de aquel hombre, me decidí a tentar su ambición: “te doy tres pesetas si me
llevas la maleta a la ciudad”. Venía a ser esto el cuádruplo de la tarifa
corriente. Respuesta: “esta semana ya me he ganado dos pesetas; hoy no hago
nada más”. Una vez dicho esto, se volvió a tapar los ojos con la gorra y siguió
durmiendo.
¿Cómo
hacerse con un pueblo así, al que “no hacer nada” le parece más tentador, que
el bienestar adquirido mediante el trabajo? Presentándole, como señuelo, el
“vivir bien” emparejado con el “no hacer nada”. Tal era la consigna tentadora
con la que, con habilidad, el comunismo seducía a la masa inculta, carente
hasta el presente de ambiciones y hecha ya a la mezquindad de su vida, empujándola
a actuaciones fanáticas con un seguimiento ciego: “quitadles todo a los que lo
tienen y así podréis ser tan gandules y vivir tan bien como ellos ahora”.
La
guerra mundial y la posguerra Hasta la primera guerra mundial, las relaciones
entre patronos y trabajadores eran patriarcales. La industria era escasa y
quedaba reducida a los alrededores de Barcelona y de Bilbao. Existía una organización
socialista, de poca envergadura y características más bien bondadosas, bajo la dirección
de Pablo Iglesias. Los trabajadores del campo carecían de cualquier clase de
organización.
Vivían
en un estado tal de pobreza que, con arreglo a nuestro criterio, calificaríamos
de penosa; sus jornales oscilaban entre la peseta y media y las cinco pesetas,
según el periodo agrario; trabajando de sol a sol, sin que se pueda decir que
se hicieran los remolones. Cumplían su tarea con lentitud, pero con constancia
y con resistencia a la fatiga.
El
trabajador agrícola, no era sin embargo, muy consciente de su situación de
miseria por cuanto carecía, a diferencia de otros pueblos, de pretensiones más
ambiciosas en materia de vivienda, comida y ropa; a lo que habría que añadir,
sus relaciones patriarcales con los terratenientes de los pueblos. Existía una
ley, no escrita, que imponía a los grandes terratenientes la obligación de alimentar
a los jornaleros del pueblo durante los tiempos de inactividad, inevitables en
la agricultura española, debido al sistema de barbecho en el cultivo de los
cereales.
En
los tiempos anteriores a la guerra mundial, el pueblo español en su conjunto había
tenido poco contacto con el resto de Europa. Tres de los lados de España son
costas que dan al mar y el cuarto, con los Pirineos como frontera, le cortaba
el “aire” con Europa. Pero la guerra mundial lo trastornó todo. España a pesar
de permanecer “neutral”, estableció estrechas relaciones –de índole industrial,
concretamente- con los demás pueblos, especialmente con los aliados. Entonces,
ya con ese aliciente, cualquiera hacía negocios, ganaba dinero con facilidad, y
con la misma facilidad lo gastaba.
Los
precios, especialmente los de los productos agrícolas, subían ante la demanda
de los países en guerra. Los jornaleros reclamaban y obtenían mejores ingresos,
descubriendo, por primera vez, que también podían exigir algo más que una
cebolla y un pedazo de pan al día. Al mismo tiempo, irrumpía, cruzando las
fronteras, una propaganda socialista reforzada, y cundía por todas partes la fiebre
de la industrialización.
Los
negocios fáciles y de oportunidad, que se habían presentado durante la guerra
mundial, se evaporaron con la misma rapidez con que se habían producido; pero
ya en todos los sectores de la sociedad habían quedado abiertos unos incentivos
vitales, hasta entonces desconocidos en España.
Al
mismo tiempo, profetizaba Lenin que España sería el siguiente país en caer en
el bolchevismo.
Con
arreglo a tal programa, ayudado con la propaganda y el dinero ruso, nacía el
partido comunista, y su organización fue tan eficaz que, -a pesar de no
arraigar y mantenerse numéricamente reducido debido al carácter español más
inclinado a la anarquía que al comunismo-, la células existentes fueron el
núcleo principal que marcaron las pautas tan pronto como estalló la lucha.
La
pasión por lo nuevo, la inexperiencia política y la pereza intelectual,
arrastraron al experimento republicano, con una clase burguesa que, dada la
caótica situación de España, lo acogió
esperanzada y, en parte, incluso con entusiasmo. Pero no habiendo donde
escoger, se adueñaron del poder los políticos de siempre que, -entre
intelectuales y teorizantes, como Alcalá Zamora, Maura, Azaña,
Casares
Quiroga; todos ellos sin un programa político realista, vacilantes y fracasados
dentro de la opinión de una clase media empobrecida y decepcionada-,
claudicaron y se pusieron a disposición de los socialistas, como instrumento
para instaurar la democracia burguesa prevista en un principio y que, luego,
generó en comedia.
Los
anarquistas, partido mucho más poderoso y numeroso, sobre todo en Aragón,
Cataluña y costa mediterránea , que los socialistas organizados, se abstuvieron
de cualquier participación en el gobierno. Su programa político lo ejercían,
salvo su sindicato C.N.T., al margen de toda legalidad con “acciones directas”
sembrando la inquietud y la angustia, con sus bandas de asesinos y ladrones, primero
en Barcelona y luego también en Madrid. Entonces los comunistas, como ya hemos
comentado, en colaboración con las “Juventudes Socialistas”, comenzaron a
actuar de forma similar, a través de sus células, apoyadas con la ayuda
económica de Rusia.
En
la encrucijada
Pero
a los dos años, la opinión pública en general y, en especial, todos los
ambientes de orientación conservadora llegaron a un estado de tal repulsa e
indignación, y a estar tan hartos, que se produjo un rechazo en la inmensa
mayoría del pueblo. El tiempo de vigencia legislativo había cumplido el plazo
reglamentario, de acuerdo con la auto-elaborada Constitución, y se hacía
necesaria la convocatoria de elecciones para la formación de una nueva Cámara
de Diputados. Las elecciones se celebraron contraviniendo en muchos colegios
electorales el más elemental orden y respeto a la libertad de expresión, y tan
pronto comprobaron que, a pesar de esa violenta oposición, los partidos de
derechas habían obtenido la mayoría, las izquierdas se lanzaron con la mayor
agresividad a rebelarse violentamente contra el poder constituido. Los
diputados socialistas quedaron diezmados.
La
frase de cuño democrático relativa a los derechos de la mayoría perdió su
validez en el punto y hora que dejó de favorecerles. Ahora se trataba lisa y
llanamente de implantar la dictadura del proletariado.
Cuando
la mayoría conservadora quiso hacer uso de su derecho democrático de acceder al
poder, se le respondió con el levantamiento de Asturias, revelador de los
auténticos propósitos, realmente antidemocráticos, de los socialistas españoles
que aspiraban al dominio del Poder con los sindicatos. Aún se pudo evitar este
incendio que ya, entonces, tuvo posibilidades de extenderse por toda España y
que, debido únicamente a fallos de dirección, no prendió con la rapidez
suficiente.
Pero
el hecho de que se extinguiera, no significa que no se aprovechara para desatar
una propaganda sin límites, como acicate y desahogo de los más salvajes
sentimientos de odio, que la débil voluntad del gobierno burgués no alcanzó a
reprimir con lo que el rescoldo siguió vivo bajo la ceniza. Ese gobierno no
supo sacar partido ni del tiempo ni de la oportunidad de que disponía; su grave
insensatez atrajo su caída y, por supuesto, lo arrastró directamente a tal
suicido el ambicioso charlatán, Alcalá Zamora, que aspiraba al poder personal.
En las siguientes elecciones, febrero de 1936, intentó fundar un partido a su
propia medida, de acuerdo con su “instrumento” Portela, al que colocó de
Presidente del Consejo de Ministros.
Al
revelarse, ya en el primer escrutinio, el fracaso de este nuevo invento y
resultar por otra parte posible una mayoría renovada de la derecha tradicional,
Portela dio por perdida la partida, se retiró y entregó el poder en favor del
“Frente Popular” que amenazaba con la huelga general y el levantamiento del
pueblo, sin estar en absoluto justificado para ello, pues todo era consecuencia
del despecho que sentían, al haber resultado minoritarios, precisamente en esas
mismas elecciones. El nuevo escrutinio al que se procedió, a los pocos días, se
hizo ya bajo el signo del desconsiderado abuso de poder de los partidos de
izquierda, que no contentos con monopolizar para sí los escaños discutidos,
aprovecharon la mayoría así alcanzada para anular, en varias provincias, los
resultados electorales favorables a la derecha y adjudicárselos, totalmente, a
sus propios candidatos. Hubo provincias en las que se había votado a las
derechas en un ochenta por ciento y eso bajo un gobierno Portela, del que lo
menos que se puede decir es que no tenía interés alguno en que así fuera y en
las que, un mes después, bajo la presión del Frente Popular, resultó que se
había votado a la izquierda en un noventa por ciento; ¡pocas veces se habrá
montado parodia mayor de la tan cacareada libertad de voto! Y, sobre tal base,
se asienta ahora la “legitimidad” del Gobierno de la República Española, tan
ofuscadamente puesta en primer término por franceses, ingleses y americanos.
El
primer paso dado por dicho gobierno del Frente Popular fue derrocar –de modo,
por cierto, nada suave- de su sillón presidencial al promotor de tan inesperado
triunfo, Alcalá Zamora, y sentar en él a Azaña, que resultaba más cómodo para
los socialistas. A partir de entonces se procedió, temperamentalmente, a
trastocar a fondo el orden conservador implantando la dictadura del proletariado
bajo la máscara de la democracia. El tono empleado en el Parlamento era tal,
que los partidos no integrados en el Frente Popular no tenían mas opción que
retirarse.
A
Calvo Sotelo, diputado sobresaliente que encabezaba esos partidos de derechas,
le anunció la muerte que le esperaba el propio Casares Quiroga, Presidente del
Consejo de Ministros, en plena sesión parlamentaria y tras un exaltado discurso
de despedida. El asesinato se perpetró pocos días después, durante la noche, a
manos de la policía estatal. A continuación había de entrar en escena la revolución
socialista. La parte del pueblo español de orientación derechista, mayoría
numérica indiscutible, se veía abocada a la elección entre dejarse aniquilar
por las turbas incontroladas o lanzarse a la lucha. Tal fue el origen de la
sublevación de los generales, como ejecutores de la voluntad de la mayoría de
la población que no se quería dejar exterminar conscientemente.
El
Frente Popular
Con
el fin de facilitar una mejor comprensión de la situación política en el seno
del Frente Popular, así como de las abreviaturas o siglas ocasionalmente
utilizadas de aquí en adelante y correspondientes a las denominaciones de los
partidos, me permito hacer unas breves aclaraciones.
El
Frente Popular estaba compuesto por los partidos burgueses radicales de
Martínez Barrio y Azaña, denominados respectivamente “Unión Republicana” el
primero, e “Izquierda Republicana” el segundo, así como por los partidos
Socialista, Comunista, Sindicalista y la F.A.I., (Federación Anarquista
Ibérica). El Partido Socialista es la organización política de los sindicatos
socialistas (U.G.T. = Unión General de Trabajadores). La F.A.I. es, asimismo,
el exponente político de los sindicatos anarquistas (a saber: C.N.T.=
Confederación Nacional del Trabajo).
La
situación de poder, en la medida en que ésta dependa de la adhesión del pueblo
a cada una de dichos partidos, era la siguiente.
Los
dos partidos de derechas contaban con un número de afiliados reducido. Su
influencia se basaba
en
la mayor antigüedad de su experiencia política, así como en la mayor formación
y más elevado nivel intelectual de sus dirigentes y afiliados.
El
partido socialista se apoyaba en los sindicatos de la U.G.T. que contaban con
el mayor número de adeptos en Madrid y Bilbao. En Barcelona y Valencia estaban
en minoría. Mas tarde se produjo una brecha profunda entre el partido y los
sindicatos como consecuencia de la enemistad personal entre Indalecio Prieto,
jefe de la mayoría de los diputados socialistas, y Largo Caballero, el “mandamás”,
sin límites, de los sindicatos. U.G.T. podría ser, numéricamente, la segúnda organización
entre las más fuertes de España.
El
partido comunista antes de la guerra civil no era numéricamente muy importante.
El español es exageradamente individualista y, por lo tanto, anarquista nato;
de modo que la teoría comunista no le agrada en absoluto. Bajo la presión de la
influencia rusa cobró, sin embargo, mucho auge el partido, habiendo intentado,
a pesar de la fuerte oposición de los partidos proletarios, fusionarse con los
socialistas, lo que llegaron a conseguir en las organizaciones juveniles; pero
no en cuanto a los sindicatos, pues siempre hubo una fuerte resistencia en
Largo Caballero que, especialmente durante su presidencia en el Consejo de
Ministros, llegó a oponerse fuertemente a los comunistas.
El
partido sindicalista, que no era fuerte numéricamente hablando, adquirió
influencia por la personalidad de quien lo acaudillaba, Pestaña, fallecido
recientemente, el cual había trabajado durante muchos años de modo decisivo en
organizaciones anarquistas.
De
la F.A.I., cuya infraestructura está constituida por los sindicatos de la
C.N.T., puede decirse que es la organización más fuerte, y domina,
principalmente, en Cataluña. Allí cuenta aproximadamente con la afiliación del
setenta y cinco por ciento del proletariado. En Valencia, Murcia, Alicante; es decir,
a lo largo del resto de la costa mediterránea, dispone asimismo de una mayoría,
si bien no tan dominante como en Cataluña. En el centro de España, en Madrid,
tiene menos fuerza que la U.G.T.; pero, durante la guerra, creció mucho el
número de sus afiliados ya que sus condiciones de filiación, al ser más
tolerantes, fueron aprovechadas por muchas personas indiferentes, que no tenían
más remedio que acreditar la posesión de un carnet sindical. Un ciudadano sin
semejante carnet no podía en España justificar su existencia y no gozaba de
libertad para vivir con alguna seguridad. En la F.A.I. caben todos, desde el
idealista, en el mejor sentido primitivo cristiano de amor al prójimo y de
fraternidad, hasta el delincuente común. La teoría política de los anarquistas consiste
en una organización sin normas preestablecidas de autoridad. Son ácratas. Sin
forma alguna de gobierno. No son marxistas, sino antimarxistas. Su ideal es el
individualismo ilimitado.
¿Crueldad,
española o bolchevique?
A
grandes rasgos, hemos expuesto los contrastes sociales que condujeron a un
enfrentamiento, lleno de odio, como fue la revolución española. Ahora bien, ¿de
dónde procede esa crueldad salvaje, esos tremendos horrores cometidos? ¿Hay que
inculpárselos al carácter del pueblo español o al bolchevismo?
El
español, individualmente considerado, es, salvo pocas excepciones, noble,
persona digna, incluso de corazón bondadoso, si se le sabe llevar. Los
españoles y ahora hablo del pueblo, y no de la gente culta son elementales, no
se guían por la razón debidamente adiestrada, sino por el instinto.
Por
ello, no pueden actuar con arreglo a principios, sino que, más bien, se dejan
dominar por la inspiración o corazonada del momento. Como los niños pequeños,
son compasivos y crueles, según el caso. Lo que les pierde es su sensibilidad
ante lo que pueda parecer ridículo. De ahí que en cuanto se reúnen varios, cada
cual en la conversación se reserva para conocer la opinión de los demás, y
entonces, aunque tenga que reprimir sus buenos sentimientos y por miedo a que
se rían de él, se manifiesta con un egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente
para aparentar ser superior a los demás, sin discriminar si ello es bueno o
malo.
Si
les domina tal psicosis, son capaces de cualquier atrocidad. Así es como al
principio se cometieron, por desgracia, graves delitos contra el prójimo,
también en la zona nacional.
Pero,
en la zona nacional, se reprimían tales brotes de bestial salvajismo y, una vez
pasado el desorden inicial, no sólo se restableció la disciplina legal, sino
que se ajustaban las cuentas a los transgresores aunque fueran miembros de las
organizaciones "blancas". Yo mismo asistí a un juicio, en un Tribunal
de Guerra, en Salamanca en el que condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo,
por crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros
habitantes del lugar. Los sacaron encadenados. En cambio, en la parte dominada
por los rojos, estos crímenes, producto de la ferocidad de las masas, iban en
aumento, de semana en semana hasta convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en Madrid,
sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí, se trataba del
asesinato organizado, ya no era sólo el odio del pueblo sino algo que respondía
a una metodología rusa: era el producto de una "animalización"
consciente del hombre por el bolchevismo. Se trataba de adueñarse de lo que
fuera, a cambio de nada, y si era menester matar, se mataba.
En
la amplia masa del pueblo español dominaba, desde siempre, en materia política,
exclusivamente el sentimiento y nunca la razón. Pero en conflictos anteriores
su fanatismo se apoyaba sobre bases idealistas. El indomable apasionamiento del
pueblo español, que a Napoleón le tocó experimentar, se nutría del odio al
extranjero y del orgullo nacional; en las guerras carlistas, el fanatismo religioso
tronaba contra el liberalismo. Esta vez, sin embargo, debido a la influencia de
la progresiva materialización de las masas populares, como consecuencia de las
teorías socialista y comunista, los motivos de fondo son principalmente de orden económico y la meta
con la que se especula es el disfrutar de la vida con el mínimo esfuerzo.
2.-
EL ESTALLIDO DE LA GUERRA CIVIL
Hacia
el caos
En
el curso de una consulta con un abogado de izquierdas, en Madrid, en la mañana
del 17 de julio de 1936, me enteré de que las tropas del Marruecos español se
habían declarado independientes del Gobierno y no se sabía exactamente lo que
estaba ocurriendo en algunas ciudades de provincias. En cuanto a la normalidad
en las calles de Madrid, no se notaba nada especial. Yo vivía en mi casa de campo
a 35 km. al norte de Madrid, al pie de la sierra de Guadarrama. Cuando al
atardecer de ese día, iba subiendo hacia allá, conduciendo mi coche, la
carretera estaba animada como de costumbre, con familias que se daban un paseo
en sus coches y para las que el buen tiempo reinante resultaba, a ojos vista,
más importante que la tormenta política que se temía ¡Era su último día de
tranquilidad!
Precisamente
en ese mismo día, había yo comunicado, a los obreros de mis talleres que el trabajo
se suspendería durante algunos meses y, por primera vez, los encontré reacios a
aceptar esa medida, de carácter anual, impuesta por las características de la
estación estival. En esta ocasión, se negaron a firmar. Se trataba de
trabajadores organizados, socialistas y con algún comunista que otro.
Por
primera vez había caído entre ellos un anarquista de la C. N. T. y de ahí que
mostraran esa actitud de resistencia a suspender el trabajo. A pesar de
mantener una disciplina estricta, siempre me había entendido muy bien con
ellos, y, en esta ocasión, confié también en su sensatez.
De
repente, durante la noche, la situación se puso más seria. El domingo no cruzó
por allí ningún tren procedente del norte de España. Desde Madrid subieron
solamente dos trenes vacíos, sin uno sólo siquiera de los cientos de
excursionistas que normalmente los utilizaban. Se rumoreaba que Madrid podría
estar ardiendo o ser blanco de tiroteos, etc. no había forma de confirmar nada,
el teléfono estaba cortado.
El
lunes, temprano, estaba decidido a salir para Madrid con el fin de orientarme.
El aspecto de la carretera había cambiado totalmente. Ya en el primer pueblo,
estaba cortada por una gran multitud de trabajadores del campo con escopetas de
caza, que me desaconsejaron la continuación de mi viaje a Madrid, dado que
todos los que, hasta entonces, habían pasado para allá se habían tenido que volver
porque no les dejaban continuar. Al insistir, exponiendo la necesidad que tenía
de llegar a mi Consulado, me acompañaron, con gran cortesía, -porque me
conocían personalmente-, al Ayuntamiento, donde me facilitaron un salvoconducto
para trasladarme libremente a Madrid, en viaje de ida y regreso. En el pueblo
siguiente, vuelta a lo mismo, estaba cortada la carretera por trabajadores
armados, detrás de los cuales se habían juntado cantidad de automóviles, a los
que se había impedido continuar su camino. Estos trabajadores eran mucho más
"rojos" que mis campesinos y me declararon que el salvoconducto les
tenía sin cuidado, puesto que los de allá arriba nada tenían que mandarles a
ellos. Estaba claro que les proporcionaba mucha satisfacción hacer valer sus
viejas escopetas de caza.
Yo
les expliqué, entonces, que ellos tampoco tenían por qué darme órdenes a mí, ya
que yo era cónsul de Noruega y tenía, por tanto, libertad para trasladarme de
un lado a otro, y estaba decidido a seguir hasta Madrid.
Éste
era el primer choque que tenían con una potencia extranjera. No estaban aún muy
seguros de sus nuevos poderes, se quedaron pensativos y prefirieron pactar con
lo desconocido. Con miradas severas para los compañeros que no estaban
conformes de que continuara mi camino, dijeron que podía seguir viaje a Madrid
bajo mi propio riesgo, pero que pronto tendría que volver porque, seguramente,
más abajo no me dejarían pasar.
En
los pueblos siguientes se repitió la historia otras tres veces, pues el celo
revolucionario había impulsado a la gente a montar semejante barrera armada,
cada cincuenta metros. Blandían, en cada ocasión, sus escopetas, con las mismas
pretensiones, dándose importancia y procurando imponer su voluntad. Pero, a
pesar de todo, no lo consiguieron; yo continuaba conduciendo y aconsejándoles que
no hicieran el ridículo con su exagerado montaje de seguridad.
Una
vez más, tuve que habérmelas con el excesivo celo de tales hordas campesinas,
especialmente al aparecer algunas jovencitas que ponían sus pistolas, con el
seguro quitado, delante de mis narices, por lo que me ví obligado a
recomendarles drásticamente un lugar más apropiado para guardarlas.
Finalmente,
salvando todos los obstáculos, llegué a la “Puerta de Hierro”, plaza de la que
arranca una hermosa avenida que conduce a Madrid. Allí me encontré, por primera
vez, con la autoridad oficial del Estado, representada por unos cincuenta
policías uniformados. Estaban sentados tranquilamente en los bancos de un café;
a la orilla de la plaza y, en contra de lo que me habían vaticinado en todas
partes, no parecieron excitarse lo más mínimo al acercarme yo. Nadie hacía gestos
aparatosos para que me detuviera, de modo que lo hice voluntariamente y, al
policía sentado más próximo, le pregunté si se podía llegar en coche al centro.
Dijo que eso sólo lo podría hacer bajo mi propio riesgo porque las
circunstancias no eran precisamente de paz, pero que me fuera por la izquierda,
en dirección a la Castellana, ya que si continuaba derecho, iba a dar con el
Cuartel de la Montaña al que estaría ya disparando la Artillería. Todos los
demás coches que habían llegado se habían vuelto atrás.
Me
dirigí, pues, hacia la izquierda y, al poco tiempo, me ví en las calles de
Madrid. ¡Allí si que se armó! Los guardianes voluntarios de la seguridad, que
se habían pertrechado con toda clase de "armamento" metálico,
incluidas las llaves de la casa, me consideraban presa apetitosa, al ser mi coche
el único que rodaba por Madrid. Cada uno de ellos intentaba probar fortuna,
dándome el alto, con su ademán autoritario, pero ante mi enérgico "¡Cónsul
de Noruega!" les desilusionada muchísimo, no sabían cómo encajar esa
contraseña tan mágica que debía de ser muy importante a juzgar por la soberana
naturalidad con que yo se la lanzaba vociferando. En cuanto a lo que era "Noruega",
por supuesto que no lo sabían y, al ver que yo seguía, sin más, mi camino, no
dejaban de mirarme con cierto asombro.
Finalmente,
llegué a mi oficina, donde comprobé que todo estaba cerrado y que allí no
trabajaba nadie. Las calles estaban completamente vacías de gente, si se
exceptúa la presencia de esos vigilantes tan celosos que en algunos casos, sin
embargo se mostraban francamente amenazadores; en una ocasión fue necesaria la
enérgica oposición de unos de ellos, más razonable que los demás, para impedir
que disparan contra mi coche.
Rendición
del general Fanjul
Entretanto,
el tono había subido hasta ponerse al rojo vivo con la toma del, antes
mencionado, Cuartel de la Montaña. En él se había encerrado el General Fanjul,
con el propósito de dirigir la sublevación en Madrid, con un regimiento de
Infantería, y unos cuantos miembros de Falange Española. El ataque, por parte
de algunas compañías de la Guardia Civil, junto a una masa popular apenas
armada, y unos pocos disparos de Artillería de Campaña, le movieron a rendirse.
¿Fue falta de decisión o miedo a sus propios soldados que, al parecer, no eran
de fiar, lo que le impidió apoderarse de Madrid mediante un ataque enérgico?.
Semejante
éxito se le subió a la cabeza al Gobierno y también a la población obrera. Las importantes
existencias de armas que guardaban éste y otros dos cuarteles, en los que
asimismo se habían encerrado tropas que luego se rindieron, pasaron, sin apenas
resistencia, a manos de pueblo.
Ésa
misma mañana, en la escalera de la casa de un amigo, me encontré con un joven
de dieciséis años que traía un fusil koppel, completamente nuevo, con la
cartuchera llena, así como dos pistolas nuevas de carga automática y, al
preguntarle dónde había sacado todo eso, me contó que después de la rendición
del Cuartel de la Montaña había ido allí y las había cogido. Cualquiera podía
llevarse lo que quería y cuánto quería. A partir ese momento es cuando el
populacho de Madrid adquirió conciencia de la clase de poder que le había caído
en suerte.
Allí,
en el Cuartel de la Montaña fue donde por vez primera comenzaron los
asesinatos, en los que participaron personas que hasta entonces nunca hubieran
pensado en ello. Allí se reveló ya la falta total de autoridad estatal. El
populacho que entró tras la rendición, dominaba la situación, y disparaba o
perdonaba la vida, a su albedrío.
El
imperio de la casualidad como destino, que después habría de generalizarse
tanto, fue allí donde se instauró primero. El que caía en manos de un
principiante de buenos sentimientos, aún sin malear, se le veía saludar y
abrazar como a un “hermano liberado”. Pero al que tenía la mala suerte de dar
con trabajadores envenenados de fanatismo, se le ponía en fila contra la pared
en el patio del cuartel. Un testigo presencial me contó que unos doscientos de
los que se rindieron, yacían muertos, alineados, y mezclados los civiles con
los militares; lo que no puedo asegurar es, si los oficiales que yacían en el
cuarto de banderas, perdieron la vida asesinados o suicidándose.
En
aquella mañana y, con este episodio del Cuartel de la Montaña, quedó decidido
el destino de España: la guerra civil, en toda su aterradora extensión, ya que,
si quien estaba comprometido en el mando del sector militar de Madrid, en lugar
de encerrarse en los cuarteles, se hubiera atrevido a dar un audaz golpe de
mano y apoderarse de la ciudad, tal como lo estaba haciendo el General Queipo
de Llano en Sevilla, se hubiera sofocado en embrión la resistencia roja, puesto
que sin Madrid, y por tanto sin la
España central y, sobre todo, sin el oro atesorado en el Banco de España, quedaba
excluido cualquier tipo de organización roja capaz de englobarlo todo.
Se
arma al populacho
El
nuevo gobierno, con notable falta de sensatez, entregó las armas y, con ellas,
la autoridad. Al contrario que Martínez Barrio, que no se atrevía a armar al
pueblo, El nuevo presidente del Consejo de ministros, Giral, farmacéutico de
Madrid, dejó libre el campo al pueblo para que sin más control, lanzando un
llamamiento en el que exhortaba a todos a empuñar las armas, hicieran uso de
ellas sin escrúpulos. Además de los cuarteles, se saquearon todas las armerías
y, también, el mismo día, se abrieron las puertas de las cárceles a los presos
comunes, a los que se les liberó como a “hermanos”, porque en ese momento se
necesitaban los locales para los disidentes políticos. Se empezaron a quemar
iglesias y conventos y a echar de allí a sus moradores. A algunos se les
asesinó, con el pretexto de que, desde esos edificios se había disparado contra
el pueblo.
Empezó
el terror, pero los hombres, adultos y jóvenes, que se paseaban por las calles
con sus armas recién “adquiridas”, se consideraban a sí mismos como guardianes
de un determinado "orden", al estilo de una especie de "policía
política". Toda la gente decente permanecía escondida en sus casas.
Todavía no les pasaba nada; la primera "furia" descargaba en
conventos e iglesias. Las calles, aún vacías por las mañanas, las llenaba el
populacho a mediodía. Los tranvías no funcionaban, sólo circulaban algunos
coches aislados, a toda marcha, con gente armada a bordo, que sintiéndose
importantes y con marcado desprecio de las normas de trafico, transitaba a gran
velocidad por las calles. Mi regreso, sin embargo, lo hice sin incidentes,
porque mi chófer, que había aparecido entretanto, llevaba, sin más, su carnet
socialista en la mano enseñándolo por la ventanilla, con lo que llegamos, libres
ya de todo acoso, al límite de la ciudad. Desde allí, conduje, sólo, hasta mi
casa, con la ventaja de que la desconfiada guarnición que custodiaba la
carretera conservaba el recuerdo de mi aparición de la mañana. Mi regreso les
convenció de que yo no era un fugitivo que iba a reunirme con los "militares",
y me dejaron pasar.
La
"soberanía" del pueblo Por entonces empezó la era de la
"soberanía del pueblo". Y con ello fue descubriendo lentamente los
fabulosos derechos que se le habían adjudicado. Sus maestros, fueron sobre
todo, los delincuentes comunes a los que se les había regalado la libertad.
Éstos no se sentían, en absoluto, intimidados por las
"especulaciones" burguesas acerca de "lo mío" y "lo
tuyo" y su concepto de la libertad pronto encontró multitudes de adeptos.
“¡U.H.P. (Uníos hermanos proletarios!)” se convirtió en una especie de
contraseña sustitutoria del pago. Cualquier "san culotte" que llevara
uno de los abundantes revólveres repartidos o robados, apaciguaba a sus
acreedores con esa contraseña encantada y, cuando la misma resultaba
insuficiente, le ponía la boca del revólver delante de la suya.
A
un restaurante alemán, en el que yo comía a mediodía, le tocó de repente, en
lugar de su clientela habitual, perteneciente a la buena burguesía, la
afluencia de docenas de ésos héroes del revólver.
Estos
solían ser muy estrepitosos, porque no les parecía suficientemente bueno el
plato del día y exigían otras opulencias, para acabar pagando con un ¡U.H.P!
pronunciado con aire triunfalista.
Esto
ocurría así, hasta el punto de que, más de una vez, estando el comedor lleno,
era yo el único que pagaba. Ante el afligido patrón, cuando ese se atrevía a
protestar, se hacían pasar por mandos de las "formaciones" más
increíbles y, si ello resultaba infructuoso, le amenazaban en última instancia,
con el revólver. El hombre tuvo la suerte a los pocos días, de poder clavar en
su local el texto de una resolución adoptada por la Embajada alemana, en virtud
de la cual se le ordenaba que lo cerrara, con el fin de evitar su ruina o su
asesinato. Los patrones de la hostelería española tuvieron que aguantarse y
mantener durante muchas semanas ese tipo de "explotación" de su negocio,
bajo amenazas de muerte. Entre ellos,
algunos cayeron a tiros, delante de sus locales, por haber provocado, de alguna
manera el disgusto de su "noble clientela".
Terror
en la carretera
En
mi diario ir y venir entre la sierra y la ciudad, iban disminuyendo poco a poco
los obstáculos, ya que los hombres me iban conociendo y, desde lejos, me hacían
señas con sus fusiles para indicarme que no necesitaba pararme. Pronto me
acostumbré tanto, que ya no me preocupaban. Por eso, un día, me quedé muy
asombrado al ver que uno, con ademanes descompuestos, salía de detrás de su parapeto,
apuntaba con su arma a mi coche, que ya pasaba de largo, y me echaba el ¡alto!,
vociferando furibundo. Me detuve, asomé la cabeza y le pregunte a gritos lo que
quería. Entonces, bajó el fusil y gritó en tono amistoso, sonriendo:
"¡anda, perdone Ud., no le había visto el bigote!”.
Pronto,
sin embargo, iba a cambiar el aspecto, hasta entonces inofensivo, de mi
carretera y adquirir ésta características nuevas y crueles. Una mañana yacía
muerto a tiros, al borde de la misma, cerca de Madrid, un joven bien vestido.
Este primer contacto con la violencia arbitraria, me irritó tanto, que acudí a
la autoridad más próxima para denunciar el hecho. Se me respondió, fríamente,
que ya había salido una ambulancia para recogerlo. Lo único que, en ese
momento, parecía importante era su desaparición. Del autor del homicidio nadie
se preocupaba. Todavía no sabía yo, que ya desde los primeros días, en todo el extrarradio de Madrid, lo más
natural era la búsqueda y recogida de los asesinados en la madrugada. Pero
ahora, le tocaba a mi carretera, -que cruzaba la Casa de Campo, extenso parque
que antes pertenecía a la familia real-, ser el escenario de asesinatos a gran
escala.
Allí
se habían abierto zanjas en las que todas las noches, los así llamados
"milicianos", gente del pueblo armada o delincuentes, arrastraban a
personas, arbitrariamente sacadas de sus hogares; los juzgaba un
"Tribunal", compuesto por media docena de malhechores, entre los que
también había mujeres, e inmediatamente se les fusilaba. Se aprovechaban estas
ocasiones para registrar a fondo los hogares y sacar de ellos "para el
pueblo" cuanto encontraban, si tenían algún valor. Semejante robo
organizado, agravado por el asesinato, alcanzó, a las pocas semanas, tal nivel
de escándalo que, una noche, se juntaron unos cuantos guardias veteranos y
mataron, también a tiros, al propio "Tribunal". A continuación, el
Gobierno mandó cerrar la Casa de Campo, pero, aparte de esto, no emprendió
acción alguna para poner coto a los demás crímenes. En mi carretera, yacían
ahora toda las mañanas, en posturas terroríficas y con los rostros
horriblemente desfigurados, dos, cuatro, seis personas, juntas o desperdigadas
muertas por armas de fuego, cadáveres reveladores de todo el horror de tales
escenas nocturnas.
A
unos diez kilómetros de Madrid, a un lado de mi carretera y a unos trescientos
metros de distancia de la misma, estaba al cementerio, relativamente nuevo y
poco utilizado todavía, del pueblo de Aravaca; formaba un cuadrilátero
enmarcado por una tapia de ladrillo, de cierta altura.
Durante
algún tiempo fue éste lugar de cita preferido por esos verdugos. Allí fueron
aniquilados y enterrados en pocas semanas, de trescientos a cuatrocientos seres
humanos, hasta que se llenó aquello y ya no quedaba sitio. Cerca, en la
carretera general, se había instalado uno de los puestos de guardia; una
mañana, mientras pasábamos por allí en el coche, alguien me contó que ocho monjas
habían subido a pie desde Madrid, naturalmente sin documentación. Las habían
echado de su convento y no tenían dónde alojarse, ni tampoco comida. Así, iban
andando hacia la sierra, donde la lucha seguía su curso. Al pasar por el puesto
de guardia, les dieron el alto y ellas manifestaron que querían ir a pie hasta
Villalba para poder ser de alguna utilidad, como enfermeras o cuidadoras o de
alguna otra manera y ganarse así el sustento. Pero no las creyeron, les
atribuyeron intenciones de espionaje y el Comité del pueblo las condenó
"in situ" a muerte. El argumento decisivo para ello fue precisamente
su condición de monjas. Y se llevaron a las ocho monjas al referido cementerio
para ejecutarlas, disparando contra ellas junto a una fosa. La mayor de ellas gritó:
"¡Supongo que serán mujeres las que disparen contra nosotras, porque sería
una vergüenza que los hombres se pusieran a matar mujeres!". Lo dicho
avergonzó incluso a aquellas bestias ya dispuestas a disparar. Mandaron a
buscar, en el pueblo, mujeres que quisieran hacer de verdugos, pero todas las
mujeres, adultas y jóvenes, se negaron a ello. El Comité tuvo que llamar por
teléfono a Madrid, desde donde, sin más rodeos, les mandaron media docena de
las criminales más endurecidas que cumplieron el "encargo", pocos
minutos antes de que yo pasara por allí, sin el menor sentimiento de humanidad,
ante las grandeza de esas mujeres que fueron a la muerte sin una queja y
consolándose mutuamente con la esperanza del "más allá".
Pocos
días antes, les había tocado a dos sacerdotes, que, asimismo, vagaban a pie por
allí, morir, sin más, a tiros, por el crimen de ser curas y no en virtud de sentencia,
sino como liebres en campo abierto, donde quedaron sus cuerpos.
Se
inventa el "paseo"
Ya,
desde los primeros días, habían quedado incautados en Madrid todos los
automóviles que podían circular; y ello, en parte por el Gobierno, pero en su
gran mayoría, por las llamadas "organizaciones" que surgían por todas
partes, como las setas del suelo. ¡Cómo se profanaba el nombre clásico de
Atenas, en todo los barrios de la ciudad, al asociarlo con los "ateneos
libertarios", cuya única finalidad consistía en el robo y asesinato
colectivo! Era de buen tono, que cada una de esas pandillas de unos cuantos
"piojosillos" tuviera, como cosa propia, uno o más de dichos autos, a
ser posible, grandes. Concretamente, los anarquistas se distinguían por
"controlar" (es decir "incautarse"), solamente los coches
de más potencia desdeñando los pequeños. Atracar las viviendas y llevarse a sus moradores eran cosas que se
hacían siempre utilizando automóviles, ya que el "punto final" de las
“relaciones”, de este modo iniciadas, se ponía fuera de la ciudad; así es como
en España surgió la expresión "dar el paseo" que equivalía a
asesinar.
Una
mañana, en el transcurso de mi ida en coche a Madrid tuve que ser testigo de
vista, involuntario, de la realización de tan trágico "paseo". El
momento en que yo transitaba por la carretera, frente al cementerio (situado a
un lado de la misma, pero algo apartado de la calzada) ví que se había
adelantado, subiendo hasta allí, por una carretera paralela, un auto procedente
de Madrid. Me detuve y me vi obligado a presenciar cómo, al principio con
vacilaciones, se bajaban del mismo dos hombres, que desde lejos me parecieron
jóvenes y detrás de ellos, otros cuatro, vestidos de milicianos, que prepararon
inmediatamente sus fusiles. Intranquilos, a todas luces, por la presencia de un
coche en la carretera principal, se apresuraron a dar la vuelta a la esquina de
la tapia del cementerio, con sus víctimas, por lo que yo ya dejé de verlos.
Inmediatamente después, sonaron los disparos, al principio aislados, luego más
seguidos. Invitaban a las víctimas a que se escaparan para salvarse, a
continuación les herían con disparos sueltos, y al caer, les mataban, disparando
a bocajarro. ¡Contra estos dos desdichados hicieron más de veinte disparos!
La
excitación en que me puso este suceso fue indescriptible. ¡Qué no hubiese yo
dado por intervenir, en el sentido de impedir o de vengar lo ocurrido y
desahogar mi indignación!, pero la distancia del lugar de los hechos y la
presencia en mi coche de una familia española, a la que hubiera puesto en grave
peligro un altercado con semejantes seres, imposibilitaron mi intervención.
Todavía
vi, después, más de una mañana, gente parada a la puerta del cementerio,
mirando hacia adentro, señal inequívoca de que había allí nuevos cadáveres
listos para su enterramiento. Tales escenas se repetían, mañana tras mañana, en
los cementerios de otras localidades, situadas en torno a Madrid como Vallecas,
Vicálvaro, etc.. que se iba llenando del mismo modo.
Hombres,
mujeres y niños peregrinaban cada mañana, sobre todo en el propio Madrid, a los
lugares, concretos y conocidos, donde se perpetraban los asesinatos nocturnos y
contemplaban, con interés y con toda clase de comentarios, el "botín"
de la cacería. Se había convertido aquello en un horrendo espectáculo popular,
en el que así se destruía todo sentimiento de respeto hacia el carácter sagrado
de la muerte, en un país en el que, antes, no había hombre, ni maduro ni joven,
que pasara cerca de un coche mortuorio sin descubrirse. ¡Terrible es destruir
ya en los niños, el respeto a la vida de los demás y crear en ellos un
sentimiento que dará frutos aún más amargos!
Cada
mañana podía uno encontrarse en Madrid con vehículos mortuorios cerrados, cuyos
guardabarros, casi en contacto con las ruedas, acusaban de lejos la sobrecarga
que llevaban. Tenían que conducir al depósito, lo más temprano posible, los
cadáveres que yacían dispersos por el término municipal para sustraerlos a la
mirada de los "incautos" o "no adictos".
Sin
embargo, esto no era sino una parte de la matanza global de la noche recién
transcurrida, ya que la mayor parte de los "paseos" terminaban en los
pueblos de los alrededores de Madrid y en las cunetas. Por ello, los datos
numéricos de Madrid propiamente dichos, son por sí inexactos, ya que se basan,
únicamente, en el número de muertos registrados en la capital.
En
el espacio de tiempo comprendido entre finales de julio y mediados de diciembre
de 1936 se practicaron, solamente en Madrid, noche por noche, de cien a
trescientos "paseos". De cuando en cuando, recibía yo de los
Tribunales unas estadísticas al respecto, de carácter diario. Por eso, estimo,
y con mucha cautela, que el número de asesinatos practicados en Madrid sin
procedimiento judicial oficial alguno, se sitúa entre los treinta y cinco mil y
los cuarenta mil y me quedo con seguridad por debajo de la cifra real, si
estimo que el número de hombres, mujeres y niños asesinados en toda la zona
roja, durante dicho tiempo fue de trescientos mil.
Prefiero
no describir en qué circunstancias tan horrendas, con qué bestialidad y en
medio de qué tormentos físicos y psíquicos se practicaron muchos de dichos
asesinatos. Hay que tener en consideración que se trataba, en su gran mayoría,
de personas que no habían participado, en absoluto, en el levantamiento contra
el Gobierno, llamado legítimo, y que tampoco se habían manifestado, en forma
activa alguna, en contra de los trabajadores.
Tribunales
populares sin jueces
Los
defensores de la "libertad del pueblo" tuvieron que buscar, una vez
cerrada la Casa de Campo, otros escenarios para sus ejecuciones. Se perfeccionó
el procedimiento, se establecieron “Tribunales Populares” constituidos por los
representantes de las organizaciones y comités revolucionarios que juzgaban y
sentenciaban arbitrariamente, a personas que les traían, por denuncias, o
delatados por cualquier afiliado, sin intervención del gobierno de jurisdicción
estatal alguna.
Aparte
de los dos o tres tribunales populares semioficiales había, también, toda una
serie de escondrijos más o menos desconocidos, parte de ellos, instalados en
casas de mucha categoría, en las que toda clase de organizaciones de
"trabajadores" habían montado sus tribunales privados y sus cárceles
propias y, que con arreglo a su antojo y a su buen parecer, juzgaban y
asesinaban a quienes les venía en gana. En cualquier lugar, se juntaban una
docena de jóvenes desaprensivos e Iban a sacar de sus casas, de noche o,
incluso de día, a hombres y mujeres a quienes luego sentenciaban a muerte.
Naturalmente, no dejaban de registrar la vivienda, en busca de objetos de
valor. La falta de fiabilidad política parecía quedar inmediatamente probada,
tan pronto como encontraban algo de plata o, cantidades importantes de dinero
en billetes que se llevaban, por supuesto, sin recibo.
Incluso
podía leerse en los periódicos que tal o cuál había sido detenido por la
policía y se le había encontrado una cantidad más o menos importante de dinero
en papel moneda. Aunque no existía ley alguna que prohibiera la propiedad
privada, bastaba un registro efectuado por estos desalmados para quedar
desvalijado, asesinado o en la cárcel como mal menor. Tal era el concepto del
derecho que tenía el Gobierno de Giral que, aunque era burgués y radical, no tenía
escrúpulos en tolerar toda aquella anarquía. Dicho Gobierno no hizo nunca el
menor esfuerzo para poner coto a la actividad criminal, que queda descrita, de
los presuntos comités políticos y demás organizaciones de todo los matices.
Impasible, no sólo no tomó en consideración dichos hechos, sino que tampoco lo
hizo con respecto a otros actos, aún mucho peores, que perpetraban individuos
sueltos, del populacho de las ciudades y del campo. Junto a estas
"fábricas de asesinatos" de carácter semipolítico, se desarrollaban,
sin freno alguno, los más bajos instintos del populacho.
No
sólo eran obreros despedidos, muchachas de servicio, porteros descontentos o
competidores envidiosos, los que, en compañía de algunos amigos, sacaban de sus
casas a la persona objeto de su rencor y la mataban a tiros, según les viniera
en gana, sino que había trabajadores del campo, de la peor especie, que se
venían a Madrid, iban a buscar a los hacendados de sus pueblos en sus viviendas
de la ciudad, los sacaban de sus casas y los asesinaban, sin más, por bien que
se hubieran portado muchos de ellos con sus trabajadores, ya que la motivación,
en estos casos, no era el odio, la mayoría de las veces, sino la codicia: ¡los
comunistas, sus nuevos señores, les habían enseñado que la tierra les
pertenecería en cuanto hicieran desaparecer de este mundo a su legítimo dueño!
Conozco
a una familia que tenía sus propiedades en un pueblo importante de Albacete y
allí vivían y allí estaban todos, permanentemente activos, dedicados a su
trabajo. Y a su influencia ha de atribuirse el progreso agrícola de ese pueblo,
enriquecido en las últimas décadas. De esta familia, aniquilaron a todos los
varones: ¡veinticuatro hombres! Sólo quedaron un señor mayor y algunos niños,
que pudieron salvarse; por lo que respecta al primero se libró porque estaba
ingresado en una cárcel de Madrid. Fue un caso más, de los muchos que
ocurrieron, que sobrevivió por el azar de la casualidad.
Un
juez, amigo mío, tuvo que ir, una mañana temprano a las praderas del Manzanares
para levantar acta con respecto a un muerto que yacía allí: un hombre joven con
un cartelito al pecho: "éste hace el número ciento cincuenta y seis de los
míos". Presenciaba aquello un habitante de alguna de las chabolas
circundantes. El juez dijo para sonsacarle: "A este hombre lo han traído
aquí ya muerto", a pesar de haber visto que el hecho era reciente. A lo
que el ciudadano de marras replicó con sonrisa burlona: "Pues ahí se
equivoca usted. ¡Es al revés: saltaba como una liebre, antes de que lo abatieran!"
Detuvo al hombre como cómplice. Desgraciadamente, sólo en algunos casos excepcionales
se daba cuenta al juzgado porque jueces tan valientes como éste que se
atrevieran a efectuar detenciones, había pocos.
Por
ello, eran también muy pocos los que salían con vida, una vez que caían en una
de esas semioficiales "checas" como en Madrid las llamaba la gente.
Añádase
a esto, que, los órganos de la Policía estatal, cuando les parecía bien, colaboraban con dichas "checas".
Un
bandido de 28 años, García Atadell, estaba al frente de una brigada de la Policía
estatal, por medio de la cual no solamente cometía los más inauditos
desvalijamientos, sino
que,
en cientos de casos, entregaba a las víctimas de los mismos, no a la Policía
sino a las "checas" sanguinarias. Finalmente, huyó a Francia para
proteger su botín de las apetencias de sus secuaces.
Pero
el destino quiso que cuando se trasladaba en un barco camino de América, con
toda su expoliación fuera capturado en aguas de Canarias por los
"nacionales" en el buque que viajaba. El hombre pagó, sus crímenes
con la muerte, en Sevilla, por el procedimiento más infamante de ejecución que
existe en España, el "garrote vil" (dispositivo estrangulador
consistente en una cuerda movida por una palanca giratoria).
Así
murió el descendiente de Colón
Es
bien sabido que, entre los asesinados, también figura el último descendiente
directo de Cristóbal Colón. Posiblemente se conozcan menos las circunstancias
pormenorizadas que arrojan una luz significativa sobre la situación del
momento, especialmente por lo que respecta a la actitud del Gobierno. Este
hombre, que se llamaba como su antepasado, Cristóbal Colón, Duque de Veragua, era
de natural modesto y bondadoso y vivía muy sencillamente, en el antiguo palacio
de sus antepasados. Tenía, además, una finca cerca de Toledo, en la que se
ocupaba asiduamente de la explotación de una ganadería modelo. Trabajaba en
inmejorable armonía con su personal y con los vecinos del pueblo de al lado; de
todos era querido y respetado, por lo que las primeras semanas le dejaron
tranquilo. Pero, por supuesto, una organización de trabajadores, requisó y
ocupó una parte del viejo palacio. En la
otra, vivía él, retirado, sin que le molestaran, hasta que, de repente, desapareció
de su casa. Una Embajada sudamericana que permanecía en constante contacto con
él, se lo comunicó inmediatamente al Gobierno. Éste prometió poner en
movimiento todo lo necesario para informarse de su paradero. Pero no sacó nada
en limpio.
En
cambio, la citada Embajada que, por su parte, recogía información, pudo establecer, a los pocos días, que le habían
llevado a una "checa" comunista y que había quedado preso allí.
Comunicó inmediatamente al Gobierno la dirección exacta de la misma y le
exhortó a que ordenara su liberación.
En
los días que siguieron, aún recibió el Gobierno telegramas de una docena de
repúblicas hispanoamericanas que asimismo reclamaban su liberación y se
ofrecían para llevarlo a América.
Diez
días después de haberse comunicado al Gobierno la dirección del lugar donde lo
mantenían preso, el Ministro representante diplomático de una República
americana se enteró de que, la noche anterior, lo habían sacado y lo habían
matado a tiros. Las investigaciones, que él mismo llevó a cabo inmediatamente,
revelaron que lo habían encontrado, efectivamente muerto por arma de fuego, en
la cuneta de la carretera, cerca del pueblo de Fuencarral y que lo habían
arrojado a una fosa común del cementerio de dicho pueblo, con unos veinte
cadáveres más, que asimismo habían hallado y recogido. El ministro asumió la
terrible tarea de disponer que, en su presencia, se registrara dicha fosa común
y se enterrara el cadáver de Duque en una sepultura especial, desde la cual,
más adelante, se le trasladaría a la
mencionada República, primera tierra americana que pisó su antepasado. Esto
ocurría ya bajo el "Gobierno Popular", compuesto por socialistas y
comunistas, de Largo Caballero, cuyo poder o buena voluntad ni siquiera le
había llevado a atender, en el espacio de diez días que tuvo, la demanda de las
repúblicas hispanoamericanas en favor de la vida del Duque de Veragua,
provocando un baldón más para España con la protesta de la totalidad del mundo
americano.
Mi
pueblo serrano se contamina
El
furor sanguinario llegó a prender, entonces, hasta en nuestro, por lo demás tan
pacífico, nido montañero. Junto a la casita solitaria de un peón caminero,
situada en la pendiente de enfrente, al otro lado del río Guadarrama, en la
carretera directa de Madrid a el Escorial, yacían cada mañana, cadáveres de
hombres y mujeres, traídos de Madrid y muertos a tiros ¡Y el trayecto recorrido
era ya de más de treinta kilómetros! El peón caminero no pudo aguantar más y se
fue, con su familia, a otro pueblo. En cuanto a la inhumación de dichas
personas se practicaba, en cualquier parte del monte bajo, cuando el olor a
muerto se hacía molesto.
Una
mañana yacían allí dos señoras bien vestidas, pertenecientes, por su aspecto,
seguramente a la aristocracia, según me contó un guarda. Con el fin de que no
las pudieran ver desde la carretera, unos hombres tiraron los cadáveres detrás
de un murete de piedra, lugar en donde, por lo visto, quedaron durante mucho
tiempo, hasta que las alimañas se las comieron. Éste episodio se lo conté pocos
días después, al ministro Prieto, con el propósito que diera orden de enviar patrullas
de la Guardia Nacional montada, para vigilar nuestros alrededores. El ministro
parecía haber quedado muy afectado por los datos, tan precisos, que le
facilité, y dio la impresión de no haber creído, hasta ese momento, en el
volumen adquirido por semejante criminalidad, porque él, claro está, no veía lo
que ocurría, con sus propios ojos como yo. Aún le di cuenta varias veces más de
los lugares donde, en los alrededores de Madrid, se asesinaba habitualmente por
las noches y, siempre que se lo denunciaba, me prometía intervenir. Pero lo que
yo no podía, era comprobar el éxito de mi gestión y, menos aún, averiguar si
hacía lo que yo le indicaba para mandar detener a esos individuos y matarlos a
tiros en el mismo lugar en el que cometieron sus crímenes. Por desgracia, no
creo que lo hiciera. El Gobierno carecía entonces de la fuerza y del valor
suficientes para hacer frente a la bestialidad de las masas que su propaganda
había desatado.
Incluso
entre los habitantes del pueblo, antes pacíficos y correctos, cundía dicha
bestialidad como un contagio. Sólo pocas semanas antes, la población de esta
aldea había cortado la carretera, personalmente con sus cuerpos, cuando unos
anarquistas, procedentes de Madrid, quisieron sacar de su castillo, situado en
el sitio más alto del pueblo, a un conde que desde hacía años, era el benefactor
de todo los pobres de la zona. Pero, luego, siguiendo las instigaciones de otra
banda anarquista de Madrid, que se estableció en el pueblo, se dejaron llevar
de sus instintos sanguinarios y terminaron sacándolo de su domicilio, matándolo
por el camino.
Esos
pueblerinos empezaron a tomarle gusto a la caza del hombre. Tales son los
inevitables frutos de la educación bolchevique. El hombre se transforma en
hiena. Las casas del extenso barrio de "villas" u hotelitos,
sufrieron su saqueo, pero además, si sus habitantes estaban presentes, a unos
los trasladaban a Madrid para encarcelarlos y a otros los asesinaban.
Un
ejemplo, especialmente terrible de ello, lo tuve una tarde en que me llamó la
atención un intenso tiroteo en la ladera de enfrente. Me informaron de que
cuatro oficiales de paisano eran objeto de una "cacería", organizada
desde El Escorial, donde se les había encerrado con centenares de otros en el Monasterio,
del que habían huido. Esos oficiales no habían participado nunca en la lucha,
sino que los acontecimientos los habían sorprendido en su veraneo y habían
quedado detenidos.
Consiguieron
cazar a dos de ellos. Los otros dos habían huido y no los encontraban.
Al
día siguiente, el que había sido, durante años, chófer del propietario de un
"chalet" de nuestra colonia, iba con el antiguo vigilante del coto de
pesca del río Guadarrama, conduciendo por la carretera de El Escorial, cuando
le llamaron dos hombres y le pidieron que les llevara a un pueblo, pues estaban
heridos. El hombre paró el coche, sacó su pistola y mató a uno, mientras que el
vigilante, con su escopeta de caza disparaba sobre el otro. Se trataba de los
dos oficiales perseguidos que se habían podido esconder y que ahora, acuciados
por la necesidad, creyeron poder contar con la compasión de aquellos hombres.
Los dos que dispararon contra ellos habían pasado hasta entonces por personas
decentes y se hubieran horrorizado ante cualquier homicidio, tanto más cuando
se trataba de dos seres humanos totalmente desconocidos y necesitados de ayuda.
Tal era el resultado de la revolución roja que bestializaba a sectores enteros
de la población.
Otro
ejemplo estremecedor, sacado de mi entorno personal. Un chico, que hace doce
años, cuando él tenía catorce, entró de aprendiz en el taller y, ya como
trabajador adulto, era persona de toda nuestra confianza, sumamente correcto,
aplicado y muy fiel. Dada las relaciones patriarcales que manteníamos entre
nosotros, él se consideraba como un pariente más de la familia. Su padre
llevaba veinticinco años de capataz, muy estimado, en otra empresa. Al
principio de la guerra civil, el chico se fue al frente, de miliciano.
Pertenecía al sindicato socialista. De cuando en cuando, me veía yo con su padre
y éste me contaba que el muchacho estaba arriba en la sierra al frente de su
compañía y que le iba bien. Pero al cabo de tres meses, este hombre de tan
buena conducta hasta entonces, me refería, no sin cierta sonrisa de
complacencia, que su hijo había ido a visitarles; que había andado buscando por
allá arriba al párroco del pueblo, que se había escondido, y le había hecho,
muy a gusto, un agujero en la tripa a ese "cerdazo". Antes, ese joven
tan apacible y sensato se hubiera horrorizado, sólo con oír contar semejante
barbaridad. Pero en aquel momento, ya había caído tan bajo, que él mismo lo
cometía y presumía de ello.
La
libertad del pueblo, comprada, hasta tal extremo, con la depravación del mismo
pueblo, no tendría valor alguno, aún en el caso de que fuera verdadera
libertad.
No
es, pues, de extrañar que, tras la conquista de los territorios rojos tuviera
que seguir la acción severa de tribunales de lo penal, ante la necesidad de
extraer tal veneno del cuerpo social, si se quería que éste sanara en el
futuro.
Por
lo que a mí respecta, y en relación con mis bienes, no tuve que padecer en
tales circunstancias, porque desde el principio empleé la energía necesaria
para hacerme respetar y para que entendieran bien el concepto y el sentido de
la inmunidad diplomática que me asistía. Pero el veneno rojo calaba tan hondo,
que hasta mi fiel jardinero, de muchos años, que pertenecía el partido
socialista desde hacía ya mucho tiempo, pero que yo no le había contrariado en
cuanto a sus ideas, empecé a notar que la relación con él se volvía menos
amable, con sentimientos de odio y manifestaciones de repulsa hacia el proceder
bestial de los nacionales, como así se lo hacían creer los cuentos con que los
rojos sembraban sistemáticamente el terror en las gentes y les animaban a huir,
antes de que conquistaran cada pueblo.
Labradores
desarraigados
A
nuestro pueblo llegaban, casi a diario, en agosto y septiembre, multitudes de
gentes a las que los rojos obligaban abandonar sus pueblos de lo alto de la
sierra, en cuanto éstos se veían amenazados por el avance nacional. Se
lamentaban de la pérdida de su vaca, gallinas, sus cerdos, que habían tenido
que abandonar. La mayoría de las veces venían a pie cargados con sus hatillos
que contenían lo más necesario de su ajuar, unos pocos cacharros, y dejando
atrás muchos kilómetros. Algunos traían un borriquillo. Los alojaban en las
muchas casas vacías de nuestra colonia, pero, pronto, a los pocos días, tenían
que ceder ante la nueva oleada que venía y seguir para abajo, hacia el Mediterráneo.
Eran personas cuya vida entera había transcurrido en su terruño, aunque fuera
en una pobre aldea de montaña, y que ahora, desarraigadas y desmoralizadas, se
veían empujadas de acá para allá a un mundo extraño a ellas. Desde luego no
eran rojos, pero sí eran "pueblo" y en su círculo estrecho, habían
vivido lo malo y lo bueno. Se habían convertido en víctimas de la furia destructora
roja, que quería dejar a los "otros" un país despoblado, sin tomar en
consideración el hecho de que, al privar a sus conciudadanos de asentamiento,
también les quitaban su resistencia moral. Tenían que convertirse en
"rojos"; en parte, por el temor a los "nacionales", que se
les infundía y, en parte precisamente
por el desarraigo, la pérdida de tierras, casa y demás bienes.
Este
sistema lo aplicaron en todas partes y, más adelante, incluso en las provincias
entre Badajoz y Madrid, que tomaron los nacionales. Éstos encontraban a su
paso, siempre pueblos vacíos: en todas partes la gente se había visto obligada
a abandonarlos, juntamente con los rojos.
En
columnas interminables cruzaban Madrid, a pie, en carros de mulas, algunos,
prosiguiendo una transmigración miserable, hacia una nueva miseria. Muchos
intentaban agarrarse a Madrid, se guarnecían hasta en socavones en el suelo,
pero el propio Madrid no tenía comida. Así, levantaron bandera contra ellos
-inmigrantes forzosos- y los empujaron más allá todavía;
"apartándolos" hacia los pueblos de las provincias mediterráneas donde los ya residentes los
recibían como una invasión inesperada, que venía a alterar su vida. Yo mismo
hablé con esos refugiados y les pregunté: “¿por qué no os quedasteis en el
pueblo? Para vosotros no había peligro, no intervinisteis en la lucha por el
pueblo, y los que lo hicieron ya lo habían abandonado”. Lo primero que decían
era: "nos dijeron que al llegar los "moros" matarían a todos los
hombres y abusarían de mujeres y niños". Yo les decía: "¿y os habéis
creído todo? No sólo vienen moros, sino también españoles y esos son como vosotros,
no son bestias... con ellos podéis hablar". “Sí, pero no podíamos decir
nada. Las milicias entraron en el pueblo y nos dijeron: “dentro de dos horas os
tenéis que marchar todos, y al que se quede, lo fusilamos".
No
había nadie a quien esta pobre gente pudiera recurrir para recibir protección o
consuelo. El alcalde era, en general, uno de los peores compadres del pueblo,
incondicional partidario de los milicianos entre los que estaban sus cómplices
y no había vecino ni labrador respetable que confiara en él. No existía más
autoridad que esa; todos los párrocos habían desaparecido, huídos o fusilados.
No
había más solución que abandonar casa y hacienda y, con lo poco que el borrico
o cada uno pudiera cargar, ponerse en camino, rumbo a lo desconocido, junto con
las mujeres y los niños, que iban llorando. No era la guerra, sino la política
roja la que esto exigía.
¿Guerra
Civil o bandolerismo?
Los
combates se habían iniciado, ya, desde los primeros días, en el Alto del León
de la sierra de Guadarrama. Lo tomaron los nacionales y allí se habían hecho
fuertes. Desde nuestro jardín podíamos observar los ataques de la Artillería
contra la vertiente meridional. A diario nos sobrevolaban numerosos aviones
rojos y, muy pocas veces, veíamos algunos procedentes del otro lado. En las
primeras semanas, se tenía, en general, la impresión de que la empresa de los nacionales
estaba condenada al fracaso. Las dificultades eran demasiado grandes, sus
tropas escasas, en cuanto al número. La parte financiera del asunto parecía
asimismo carecer de perspectivas. Por ello, se temía, con más horror una
revolución bolchevique rabiosa que una guerra civil propiamente dicha, y a la
revolución, mucho más que a la guerra, se dedicaron en aquellas semanas tanto
el Gobierno, como también las organizaciones políticas. De momento sólo había
un enemigo en la Sierra de Guadarrama, ya que en el propio Madrid, en Alcalá,
Guadalajara e incluso, según pretendían los rojos, en Toledo, lo habían vencido
totalmente en el más breve plazo. Sólo enturbiaba la seguridad en el triunfo de
los rojos, la toma de Badajoz y la dura lucha entablada simultáneamente en
Guipúzcoa, cerca de la frontera francesa.
Entre
tanto se iban llenando, indiscriminadamente, las cárceles con millares de
mujeres y hombres de los mejores niveles de la sociedad y, sobre todo, se
practicaba con gran celo la "requisa" de casas y bienes. En este
aspecto se produjo una auténtica, y ridícula, competencia entre el Estado, por
una parte, y las organizaciones de trabajadores por la otra. Concretamente,
ganaban la partida las bandas anarquistas. Era una carrera para ver quién le
ponía primero su cartelito rojo a las casas, como en las puertas de los pisos
de viviendas privadas donde había un botín que "requisar".
Se
dieron casos de "requisas" en que sobre la misma puerta de la casa
intervenida, en una hoja pegaban la etiqueta anarquista y en la otra hoja la
del Gobierno. Al apropiarse de estos bienes ajenos todos los meses se disponían
a cobrar los correspondientes "alquileres" a los inquilinos, que recibían
amenazas de unos y otros por haber pagado al primero que llegaba. También
utilizaban con mucho rigor el desahucio, cuando se retrasaban en el pago. En
definitiva, que hubo muchos que para evitarse serios problemas optaron, aún
soportando las dificultades económicas del momento, por pagar a los dos. Esto
da idea de la anarquía que dominaba entre aquellos desaforados. Toda la retórica
roja de la revolución en favor del pueblo salió bien pronto a la luz: el fin
era apropiarse de los bienes ajenos, para mal utilizar la propiedad, que ellos
tanto denostaban.
3.
EL AUXILIO PRESTADO POR LAS REPRESENTACIONES DIPLOMÁTICAS
El
deber del corazón
En
ausencia del ministro de Noruega, y ya desde los primeros días, yo había
asumido la tarea de velar por los intereses noruegos y atender a los súbditos
de dicho país. Estos pudieron salir de España sin más complicaciones.
Entretanto, el Gobierno noruego me otorgó categoría diplomática, indispensable
en tan difíciles circunstancias. Noruega no tenía en Madrid ningún edificio propio.
Únicamente
contaba con un piso de alquiler en el que estaba instalada la Cancillería, y
otro con la vivienda privada del Ministro, en una casa de vecinos muy hermosa y
elegante, situada en la periferia, al norte de Madrid. Al lado de la misma
había otro edificio similar y ambos eran propiedad del Ministro de Agricultura
cubano. La vivienda del Ministro de la Legación de Noruega se hallaba en el
número 27 de la calle Abascal. La casa colindante era el número 25.
Mientras
en la embajada alemana había mucha actividad, por estar acogidos en ella varios
centenares de alemanes de uno y otro sexo que buscaban allí su seguridad, en
"Noruega", por entonces, vivíamos horas tranquilas. Solamente se
había autorizado el traslado a la vivienda del Ministro de Noruega, a una
familia que vivían en el mismo edificio, pero que se sentía amenazada a causa
de los repetidos registros sufridos y de la detención de uno de sus miembros
varones. Allí, gracias a la extraterritorialidad reconocida, estaban a salvo.
Poco tiempo después, otros vecinos de la casa me pidieron que ocupara para la
Legación dos viviendas de la misma casa que estaban vacías, con el fin de
protegerlas de las innumerables organizaciones recién fundadas que podrían instalarse
en ellas. Cualquier asociación, grande o pequeña, se atribuía además de una denominación
pomposa, el derecho a un domicilio lo más ostentoso posible. En la lengua
española se había introducido una nueva palabra mágica: "requisar".
Se "requisaba" sin más, lo que gustaba tener: un auto, una vajilla de
plata, buenas camas y también viviendas enteras. Todo ello se adquiría bajo la
convicción inapelable de la pistola, que no admitía réplicas y ese nuevo
vocablo, tan de moda, sustituía a las expresiones habituales españolas
utilizadas para designar tales acciones. Yo, por mi parte,
"controlaba", aunque, desde luego, de acuerdo con el administrador de
la casa , las dos viviendas vacías, sin que se me pasara por la mente
utilizarlas. Pero al cabo de unos días se hizo necesario brindar seguridad a la
numerosa familia del abogado de la Legación ya que, después de los doce
registros practicados en su casa, corría
grave peligro de que se le llevaran, para darle "el paseo", ya que su
padre era uno de los políticos conservadores de más renombre que había sido varias
veces ministro, por lo que, en realidad, era algo insólito que hasta entonces
no hubiera sido víctima de tal destino. Quince personas entre las cuales se
contaban seis niños pequeños constituían el grupo inicial del aún no previsto
“Gross Asyl Noruega” ("Gran Refugio de Noruega"). El aluvión de
personas necesitadas de protección ya no iba a cesar, dada la espantosa
situación en que se encontraba la inmensa mayoría de la población, de toda
condición, desde las mejores familias por su rango social, hasta otras de
condición más modesta y entre ellas jóvenes aislados. Todos, unos por sus ideas
políticas, otros por su condición apolítica, aunque significándose, únicamente,
por llevar una conducta de trabajo y respeto hacia los demás. Por lo que una
representación diplomática tras otra se resolvieron, por un ineludible
imperativo de simple humanidad, a poner a disposición de esos seres humanos
perseguidos, la protección de la extraterritorialidad de sus correspondientes edificios o locales.
Desde
que cayó en desuso el derecho generalizado de asilo, atribuido hace siglos a
lugares consagrados, no se había vuelto a dar, por lo menos en la Europa
civilizada, semejante estado de carencia absoluta de derechos, y, además, en
tantos miles de personas. Era necesario hacer frente a esta situación
completamente nueva, con medios también nuevos. El derecho de
extraterritorialidad de las misiones diplomáticas extranjeras, brindaba el
único elemento posible de sustitución de la mencionada práctica medieval del derecho
de asilo. ¿Qué persona, capaz de sentir compasión, y con posibilidades de disponer de semejante refugio, podría
negárselo a nadie, de quien supiera que, en la mayoría de los casos, tal
rechazo supondría su muerte? Los diplomáticos extranjeros con destino en Madrid
siguieron, por tanto, el dictado de su conciencia -siempre cuando no se lo
prohibieran expresamente algunos gobiernos en particular- y aprovecharon, muy
amplia y generosamente, sus posibilidades de protección.
Las
condiciones que yo establecí para la acogida en la Legación eran: en primer
lugar; la acreditación de una persecución, producida en el momento, inmediata,
sin motivo justificado y no procedente del Gobierno, sino de bandas
incontroladas que actuaban a su albedrío; y, en segundo lugar, no ser elemento
activo con participación en actuaciones hostiles al Gobierno, ni tener relación
de empleo con el mismo. En un informe exhaustivo al gobierno de Noruega le
describí la situación y puse en su conocimiento la acogida dispensada a los que
solicitaban asilo con arreglo a las condiciones que quedan dichas.
Víctimas
de la persecución Los casos particulares que se presentaban cada día y a cada
hora eran en parte terribles y en parte grotescos. Un hombre, oficial del
Ejército, se pasó tres días con sus noches escondido, tumbado, debajo de un
colchón en el que se estaba desarrollando el parto de una señora. Únicamente,
así, pudo salvarse.
Una
señora acudió a mi acompañada de una muchacha joven para contarme lo que les
había sucedido. Pocos días antes, estando en su casa, ella con su marido y su
hijo, más un conocido con su hijo, llamaron a la puerta, a golpes, entrando
cuatro milicianos exigiendo la presencia del señor de la casa. Al ver que,
además de él, estaban allí el hijo y los otros dos hombres, ordenaron que los cuatro
se fueran con ellos para prestar declaración ante el "Juzgado"; es
decir, "Fomento 9", la célebre "checa".
Algo
más tarde, la hija mayor acudió valientemente allí para preguntar lo que les
estaba pasando. La mandaron de un lado para otro, porque nadie quería saber
nada de esos hombres. Cuando ya, desesperada, se quedó parada ante la puerta,
apareció un coche con los cuatro tipos que se habían llevado a su padre,
hermano y amigos. Se abalanzó sobre ellos exigiendo que le dijeran lo que habían
hecho con su familia. Los individuos, furiosos ante la expectación que
provocaban en la calle, la arrastraron hacia el interior de la casa. A la
mañana siguiente, la muchacha fue hallada, muerta por arma de fuego, en una
cuneta cerca de un pueblo vecino. Al padre, al hermano y a los otros dos, los criminales los habían fusilado, nada más
prenderlos en una calleja donde los dejaron abandonados. En cuanto al amigo y a
su hijo, sus verdugos no sabían ni sus nombres, simplemente por encontrarlos juntos
les hicieron correr la misma suerte, según el dicho alemán Mitgefangen mitgehangen,
("juntos hallados, juntos ahorcados").
Trágico
fue también el caso de un conde que tenían dos hijos. A uno se lo llevaron una
tarde, al otro consiguió esconderlo, todavía a tiempo. Al día siguiente me
pidió permiso para refugiarse en la Legación de Noruega; quería venir después
de comer a mediodía. Durante la comida aparecieron los milicianos de nuevo y
prendieron al más joven de sus hijos. El conde llegó sólo a la Legación.
En
la noche siguiente dispararon contra los dos hijos juntos y los mataron.
Se
dieron muchos casos en los que la preocupación por los demás miembros de la
familia impedía la salvación propia. El amigo de un joven duque perseguido
solicitó asilo para este y se le concedió. Pero él se negó a tomar en
consideración esta oportunidad porque decía que, al no encontrarle a él, se
llevarían a su madre. Al día siguiente lo prendieron en su casa y por la noche
lo mataron a tiros. Había sido durante años ayudante de Primo de Rivera. Más
tarde, tuve que acoger a su familia, para él ya era demasiado tarde.
Este
procedimiento era el corriente; para obligar a presentarse a los hombres, se
prendía a las mujeres. La mayor parte de ellos se veían sometidos a esta presión.
Por esa razón, tenía yo que acoger en muchos casos, no sólo al hombre
perseguido y amenazado de muerte, sino a la familia entera con niños y todo.
Más de una vez, cuando el marido y la mujer habían encontrado refugio, se llevaban
a los hijos menores. Tal fue la causa de que tuviéramos en casa familias con
niños pequeños.
Los
escondrijos en los que algunos de los hombres tuvieron que guarecerse, hasta
que pudieron llegar a nuestra Legación, pasadas semanas, y, con frecuencia,
también meses, eran a veces fantásticos. Solía ocurrir que las personas que
habían escondido a fugitivos eran también víctimas de su encomiable proceder.
Las situaciones que nos deparan los tiempos revolucionarios son no sólo la
falta de reconocimiento, sino el más severo desprecio de las mejores virtudes
humanas tales como la nobleza y la lealtad. Podría escribirse acerca de esos
meses madrileños un libro entero lleno de ejemplos al respecto, para vergüenza
de la humanidad, pues hay que tomar en consideración el hecho de que no se trataba
aquí de una persecución más o menos legal por parte de Tribunales o de autoridades,
sino del proceder arbitrario de individuos no cualificados, o sea que no se
propugnaba una oposición al Estado, sino una ayuda contra la criminalidad.
Y
como ejemplo, puede valer éste: el propietario de una finca de mediana
importancia, situada al suroeste de Madrid, se encontraba al empezar la lucha,
con su hijo en el pueblo, ocupado en las labores de la cosecha. Antes de que
cundiera la consigna, que inmediatamente se extendió por el pueblo, de matar a
todos los terratenientes, huyeron, en primer lugar, a esconderse en un pozo, adonde
un criado que les era fiel, les llevaba alimentos de noche. Allí se pasaron
varias semanas hasta que enfermaron y quedaron sin movimiento.
En
uno de sus pajares había una pared doble; el espacio entre ambos lienzos de
pared era de unos cincuenta centímetros. El pajar estaba lleno, con arreglo al
método español de paja cortada. Excavaron por las noches un "túnel"
que atravesaba la "montaña" de paja, y, al final de esa
"galería" hicieron un hueco en el primer tabique y se cobijaron entre
los dos lienzos de pared. Allí se pasaron estos dos hombres unos seis meses
largos. Sólo por la noche podían salir al patio, ya que cada pocos días volvían
a preguntar por ellos para llevárselos. Su criado les dejaba, en un lugar
determinado, algunos víveres con los que desaparecían, inmediatamente, de nuevo
al escondite en el que tenía que permanecer inmóviles aguantando el calor del
verano y el frío del invierno, sin ventilación; y eso durante seis meses.
Resulta
difícil imaginar los tormentos que tuvieron que soportar. Más de una vez
estuvieron a punto de salir afuera y dejarse asesinar antes de seguir
aguantando. Sólo les mantuvo la esperanza de recibir ayuda de su familia.
Finalmente así fue. Debido a las gestiones de una hija, el camión de la
Legación llegó al pueblo con el pretexto de comprar víveres. Al caer la noche,
recorrió un trecho hacia las afueras del pueblo y esperó allí a los dos
desgraciados a quienes el viejo criado sacó "de contrabando". Los trajeron
a la Legación en estado francamente lastimoso.
En
muchos casos, era ya corriente que los hombres perseguidos fueran de un lado
para otro por las calles y, a la noche, se metieran en cualquier agujero, o
debajo de una maleza o en algún otro escondite parecido, hasta que, finalmente,
los prendían o ellos encontraron cobijo en una Legación.
Pero,
sobre todo, lo que no había que hacer era quedarse en una vivienda a esperar,
cada segundo, los golpazos en la puerta, anunciadores del subsiguiente
"paseo".
"Controlo"
una casa grande
No
es, pues, de extrañar que las dos viviendas que yo "controlaba" se
llenaran en un plazo muy breve. Tenía que ampliar mis locales, ya que la
inseguridad, que día a día iba creciendo, no permitía pensar en dejar de
prestar ayuda. Era un peso que la conciencia simplemente "no podía
soportar".
Cuando
se han vivido esas escenas y se han oído súplicas desesperadas de esposas,
madres, hermanas, un ser humano compasivo, prescindiendo de todo
sentimentalismo, no puede permitirse una fría reflexión diplomática
considerando ulteriores complicaciones; lo que hay que hacer, en tales casos,
es ayudar y salvar, si es que uno quiere continuar estimándose a sí mismo.
Decidí,
pues, hacerme con toda la casa, de catorce viviendas (dos por cada planta),
para la Legación. Los pocos inquilinos que aún quedaban allí, ya se habían
tenido que pasar, sin más, a mis locales protegidos. Ahora podían volverse a
sus viviendas, con la obligación de mantenerlas a mi disposición, para que
pudieran ocuparlas, además, otros refugiados. Mediante una instancia por escrito,
bien razonada, más una conversación convincente, conseguí del Ministerio de
Estado (Asuntos Exteriores) el reconocimiento de todos los derechos de
extraterritorialidad para el edificio de Abascal 27, que quedó reconocido, en
su totalidad, como residencia de la Legación de Noruega.
Al
día siguiente, recibí la correspondiente confirmación expresa por escrito.
Pero, ya la víspera, y basándome en la correspondiente promesa verbal, al
volver a casa por la tarde, expliqué al portero y a los dos puestos de guardia
que, desde ese momento y en lo sucesivo, el territorio noruego empezaba en el
umbral de la puerta y que nadie podía cruzarlo sin mi consentimiento. La
casualidad quiso que ya esa misma tarde quedará patente la efectividad de la
medida; vinieron, primero dos milicianos a recoger al inquilino de una vivienda
de planta baja que aún habitaba allí con su familia, empleando la fórmula
clásica de que se trataba de prestar "declaración" ante un tribunal,
lo cual hubiera acabado ineludiblemente en el "paseo".
El
hombre pudo todavía escapar, por una puerta trasera, a otro piso más alto. A
los que le venían a buscar, se les explicó que tenían que salir de allí porque
se hallaban en territorio extranjero. Como a ellos, en su soberana actividad
asesina, no les había ocurrido eso todavía, aparecieron a las dos horas, diez
de ellos en dos autos. No se les dejó traspasar el umbral sagrado, sino que los
dos policías de guardia les declararon categóricamente que tenían orden mía de
disparar contra el que pretendiera penetrar en la casa sin autorización.
Hasta
eso no querían ellos llegar, ya que tenían un concepto muy unilateral de los
disparos. Se retiraron, gruñendo y amenazando, pero no volvieron nunca más.
Nuestro hombre había salvado la vida, que hubiera perdido de no ser por ese
derecho de reciente adquisición.
Al
día siguiente clavamos en la pared, al lado de la puerta de entrada, la copia
del documento, que en los tiempos que siguieron prestó servicio más de una vez.
A
lo largo de todo ese tiempo, adquirí la experiencia de que una actitud
decidida, en que se mantiene desde un principio una conducta intransigente,
constituye la mejor protección frente a la masa.
El
principio indiscutible de una inmunidad condicionada a un poder efectivo,
provoca comouna especie de barrera invencible. Tal actitud me ha ayudado
siempre en situaciones difíciles. Si aquello s energúmenos hubieran podido
percibir alguna vacilación interna mía en cuanto a la seguridad propia, las
cosas se hubieran torcido, ciertamente, más de la vez.
¿Cómo
viven novecientas personas en una casa?
El
edificio de la Legación se fue llenando durante los meses de septiembre y
octubre de 1936, de modo que tuve ocupar, en noviembre, algunas viviendas más,
en el inmueble vecino. Por ello trasladé también allí el Consulado, por el
motivo de haber sido tiroteado el edificio donde estaba instalado, en el centro
de la ciudad. Al final llegó a haber unas novecientas personas en el
"asilo" noruego, número superado en algunos centenares por la
Embajada de Chile, que contaba, eso sí, con más edificios.
Ahora,
imagínense lo que representan novecientas personas a quienes hay que acomodar,
juntos, en una casa de pisos de alquiler, aunque ésta sea grande. Luego,
pensemos en que esas personas no podían dar un sólo paso fuera de la casa, sin
correr peligro de muerte o al menos de privación de libertad; que estaban
mezclados al azar, procedentes de todos los niveles sociales y, por tanto, de muy
distintos modos de relacionarse; que se pasaban la noche y el día encerrados en
los mismos cuartos y todo ello ¡durante más de un año entero! (1937).
A
esto hay que añadir las temperaturas diarias de Madrid que, en invierno, a
veces descienden a varios grados bajo cero, sin calefacción para combatirlo…
¡Y, aún era, sin duda, peor el verano con un calor que alcanzaba los 40° a la sombra!
Quien sea capaz de hacerse cargo de lo que fue esta realidad, podrá tener una
idea de los problemas originados por tan terrible situación. Añádase a ello la
dificultad de alimentar a estas personas en una ciudad en la que reinaba el
hambre desde hacía varios meses. Todo ello, por si fuera poco, sin contar más
que con escasísimas cantidades de dinero, ya que la gente, tras varios meses de
encierro, muy poco o nada podía aportar. El gobierno noruego no aportó ni un
céntimo en la empresa, hasta el punto de que los telegramas que se le enviaron,
relacionados con los "refugiados" y con su evacuación, tuvieron que
pagarse a costa del fondo común de los mismos acogidos.
Es
de esperar que no se repitan acontecimientos como éstos, tan demenciales que
obligaron a socorrer en un refugio de urgencia a tal cantidad de gente y por
tanto tiempo, pero ya que el destino hizo que interviniera en la organización
de la vida diaria en estos digamos "acuartelamientos masivos
permanentes" considero de interés desde el punto de vista testimonial,
relatar a continuación la historia del refugio en la Legación de Noruega de
Madrid. Las doce viviendas disponibles del inmueble estaban ocupadas cada una
por sesenta y cinco a ochenta personas.
La
casa tenía la ventaja de poseer grandes cocinas con dos fogones cada una, así
como amplios cuartos de baño, dos por cada vivienda, más un pequeño retrete.
Todo los cuartos, salvo, naturalmente, los mencionados, tuvieron que utilizarse
para dormir.
En
cuanto a muebles, no había muchos, porque varias viviendas estaban
completamente vacías cuando las ocupamos, mientras que otras habían experimentado
la pérdida de parte de su mobiliario, con ocasión de anteriores registros. En
cuanto a las camas, sólo habían quedado algunas.
En
consecuencia, había que dormir en colchones, en el suelo.
Al
principio, se recogían colchones y ropa de cama de las viviendas de los
refugiados. Pero pronto se hizo esto demasiado difícil, por haberse dictado una
disposición por la que se declaraban embargados todo los colchones de Madrid.
Tuvimos que comprar cantidad de colchones baratos rellenos de borra. En ellos,
se acostaban, en una misma habitación, de ocho a doce hombres o mujeres;
únicamente a las familias con niños se les permitía alojarse, juntos, en una
habitación para ellos.
Durante
el día se amontonaban los colchones, se recogían en algunos cuartos en un
rincón y se instalaban las mesas y sillas existentes, fabricadas en nuestra
propia carpintería: para montar "cuartos de estar".
Cada
piso tenía su Jefe, al que asistía un ayudante; tenía que distribuir el
trabajo, la compra y la rendición de cuentas y cuidar del orden de la vivienda
y de las convivencia entre los residentes. Los jefes de cada piso habían de
responder directamente ante el jefe de Administración (Chef des Kommisariats)
que asumía la administración conjunta y empleaba a Jefes de Sección con las siguientes
competencias: Caja y Contabilidad, búsqueda y compra de carne, leche, pan,
etc.; Transporte, Policía interna, Atención a los presos, Vigilantes nocturnos
y Porteros de día, así como una Inspección de higiene. Dicho Jefe de
Administración estaba en contacto constante con cada Jefe de piso, por un lado
y con mi Secretaría por otro. Todos aquellos incidentes que no podía solucionar
el Jefe de piso, pasaban al Jefe de Administración. Únicamente en el caso de
que tampoco él pudiera dominar el
asunto, pasaba éste a mí Secretaría que, en un principio, intentaba resolverlo
por sí misma y sólo cuando no lo lograba me lo transfería mí. Debo decir en
honor de mis refugiados que en este caso, y me refiero a cuando se trataba de
desacuerdo entre ellos, sólo se dio pocas veces y que, siempre, mi opinión
personal bastaba para resolver, inmediata y totalmente, la posible diferencia.
Disponíamos
de un servicio excelente de sanidad ya que contábamos con diez médicos que
estaban en la Legación. Se habilitaron dos salones grandes para enfermería, de
hombres y de mujeres respectivamente, con buenas camas, cuarto de baño, y otro
cuarto para medicamentos, etc. En esta enfermería, atendimos impecablemente a
varios partos, pero también tuvimos un caso de defunción por tuberculosis.
La
inspección sanitaria de todo los espacios y habitaciones del edificio la practicaba
con frecuencia un médico encargado de la misma y se procuraba con esmero
mantener la máxima limpieza. También tuvimos la suerte que se produjeran muy
pocos casos de enfermedad.
Hubo
quienes vinieron a la Casa con toda clase de padecimientos de estómago o de
otras enfermedades crónicas, que aducían no poder comer de los platos que
constituía nuestro menú diario (a saber, sopas espesas o purés, de garbanzos,
judías blancas, lentejas etc. patatas, más un poco de jamón, de cuando en
cuando carne fresca y bastante cantidad de arroz) y que, pasado algún tiempo,
dejaron de lado sus dolencias de estómago, sin otras causas y comían de lo que
había y se dio el caso curioso que muchos enfermos de estómago, curaban su
dolencia y estaban más sanos así, de lo que habían estado durante años.
Los
niños, y también los mayores a quienes se lo mandaba del médico, podían subir a
diario, durante algunas horas, a la terraza de la casa para disfrutar del aire
y del sol. A los demás no se les permitía porque hubiera sido demasiado
peligroso, ya que había milicianos acuartelados en las "villas" de
los alrededores, de quienes se podía pensar que dispararían se veían mucha
gente.
Consecuentemente,
tampoco se permitía que nadie saliera de día a los balcones, había que tener bajadas
las persianas y la casa tenía que dar, por fuera, la impresión de estar
deshabitada.
El
movimiento en las puertas de entrada tenía asimismo que quedar limitado al
mínimo posible.
Dichas
puertas que eran de hierro, estaban cerradas y los vigilantes solamente las
abrían para dar paso a personas o carruajes. Se anotaba con exactitud en un
libro-registro los datos de entradas y salidas con la correspondiente mención
horaria y todas las mañanas me presentaban la lista exacta del día anterior.
Durante los primeros meses teníamos, a efectos de vigilancia, seis hombres de
la Guardia Nacional, que, al ser siempre los mismos, vivían en parte con su
familia, en los sótanos de la Legación.
Más
adelante, los policías destacados a efectos de protección, montaban guardia en
la calle, delante de la puerta y no les estaba permitido traspasar el umbral.
Los propios refugiados asumieron entonces la de vigilancia propiamente dicha.
Todo
el trabajo que había que realizar en la casa corría a cargo tanto de las
mujeres como de los hombres: guisar, lavar, planchar, eran tareas confiadas a
las mujeres; limpiar las habitaciones, pelar patatas y otros trabajos
auxiliares de la cocina, acarrear carbón y leña y demás trabajos rudos quedaban
a cargo de los hombres; sobre todo de los jóvenes. La distribución de las
faenas correspondía al "Jefe de piso" y había que atenerse a ella
rigurosamente. Con razón podía yo, ocasionalmente, hacer alarde ante los comunistas,
del "comunismo ideal" que se practicaba en nuestra casa, donde cada
uno trabajaba para todos y donde se daba literalmente el caso de que una duquesa
lavara la ropa de su criada, cuando a ésta le tocaba la semana de
"cocina" y a ella la semana de "colada".
Así
de "comunista", en el buen sentido, era también la solución que se
daba a la cuestión económica. Al principio, la mayoría de la gente disponía de
alguna cantidad de dinero, mayor o menor, o podía procurársela a cargo de
amigos o parientes. Como, en realidad, salvo el tabaco, sólo podía gastarse en
comer y en beber y se trataba, por tanto, de gastos comunes, éstos se
liquidaban toda las semanas en comunidad y por pisos. El Jefe de piso mandaba
buscar cada mañana a nuestros propios almacenes en el sótano los alimentos
necesarios que tenía que pagar.
Al
final de la semana hcia las cuentas y
las repartía entre los ocupantes de la casa. Los gastos oscilaban según los
pisos, ya que algunos se administraban con algo más de "sibaritismo";
pero, como término medio salíamos adelante con tres pesetas (más o menos, un
marco) diarias por persona, en "pensión completa"; a saber, con
desayuno, consistente en café con leche y pan, comida y cena, con dos platos
calientes, tan abundantes como quisieran, y un vino ligero del país.
Tan
pronto como aumentó algo el número de refugiados, puse en servicio, primero un
camión y, al poco tiempo otro. Ambos los había "controlado yo", es
decir que el primero lo puso su dueño voluntariamente a nuestra disposición,
para salvarse; sólo teníamos que pagar el carburante y al conductor.
El
segundo, lo solicitamos al organismo correspondiente que se hallaba bajo la
dirección de mi antiguo chófer, que nos lo proporcionó y cuando ya llevábamos
algunos meses utilizando este vehículo, un día que lo teníamos aparcado delante
de casa, aparecieron de pronto algunos milicianos increpando al conductor;
resulta que aquel camión les pertenecía a ellos; es decir, a la organización anarquista
y, según decían, se lo habían robado los socialistas. Por más que les dijimos
cómo lo habíamos conseguido no se dejaron convencer, se metieron dentro,
tiraron la mercancía que llevaba el camión y se fueron con él. El chófer pudo
seguirle la pista y comprobar que lo encerraban en un garaje muy próximo a la
Legación. Entró y se quejó al "responsable" del garaje, que se
manifestó como un anarquista exaltado y, con malos modos, le echó afuera al
chófer, que estaba afiliado al socialismo. Después supimos que se dirigió a
varias embajadas ofreciendo, muy amablemente, los servicios del camión en
condiciones prohibitivas.
No
nos dejamos intimidar y nos dirigimos a los directivos de la Dirección de
transportes exigiendo la devolución del vehículo que se nos había entregado con
absoluta legalidad. Telefoneé personalmente al que ostentaba la más alta
dirección, que me prometió aclarar el asunto, lo más brevemente posible. Tres
días después, reconocía que habían surgido dificultades y que no sabía cómo
podría dar por resuelto el mencionado asunto. Me enteré, por otras referencias,
de que el "cancerbero" del garaje se había comunicado con el alto
directivo de transportes y le había propuesto unas marrullerías de las que
aquel señor se sintió abochornado y ya no se atrevió a volver a hablar con el
anarquista.
Mandé
a mi secretario alemán que fuera a ver a aquel bárbaro y le invitara,
amablemente, a venir a verme a la Legación para tomarse una copa conmigo.
Accedió a la entrevista, y al poco tiempo mi secretario me presentaba a un
verdadero oso. Era gallego (habitante del ángulo nordeste de España de donde
proceden casi todos los cargadores, seguramente con algún componente germánico,
puesto que allí se mantuvo el reino de los suevos), grande, cuadrado, bastote,
peludo, con voz poderosa. Le recibí como un buen amigo con el que hubiera
"tenido algún malentendido". Habíamos charlado media hora cuando me
abrazó efusivamente, como también a mis tres secretarios y nos dijo que
repararía enseguida el vehículo que su gente había estropeado conduciéndolo y
que en dos días lo tendríamos a nuestra disposición. Y añadió que si, en
adelante, tuviéramos que hacer alguna reparación, o necesitáramos otros coches,
no teníamos más que decirlo. De hecho, a partir de entonces, no sólo nos
reparaba los vehículos, sino que más de una vez, ponía otros a nuestra
disposición si, por algún motivo, los necesitábamos.
He
referido este episodio como sintomático de la "coexistencia" de
rudeza, y de bondad de corazón, en estos seres primitivos. Todo español lleva
dentro algo así como un "caballero"; sólo hay que ayudarle a que éste
se manifieste.
Nuestros
dos camiones, así como el vehículo de reparto, nos llevaban ahora sin
impedimentos, por todo el país; primero por las provincias que rodean Madrid y
después hasta Almería, Murcia y, con frecuencia Valencia, a comprar víveres.
También nos servíamos a veces de los comunistas, que se ponían a nuestra
disposición, como mediadores que traficaban, en régimen de intercambio, con organizaciones
comunistas de localidades próximas que, por ejemplo, cambiaban jabón por patatas,
carne o garbanzos por café. Más adelante, teníamos que llevar, con regularidad,
café, azúcar o jabón a los lugares donde queríamos comprar algo, para poderlo
hacer, ya que desde la primavera de 1937 los labradores no estaban dispuestos a
enajenar víveres por dinero, ni siquiera en localidades más distantes.
Esta
organización de compras, que actuaba activamente no solamente nos permitía
cubrir generosamente las necesidades de nuestra propia Legación, sino también
ayudar ampliamente a la mayor parte de las demás, mediante el suministro de
víveres, lo que, dada la escasez que ya empezaba padecerse, nos atrajo
naturalmente su simpatía. Pero es que, además de todo lo dicho, llegamos
incluso a poder proveer de víveres a las cárceles. Durante mucho tiempo, y de acuerdo
con la persona que tenía contratado el suministro de los presos, a razón de
1,50 ptas por individuo y día, suministramos patatas a todas las cárceles de
Madrid hasta que empezaron a escasear los alimentos y el combustible para los
camiones y hubo que dejarlo.
Con
ocasión de mis muchas visitas a las distintas prisiones, sus directores me
daban a probar una muestra de la comida y, como ésta solía consistir únicamente
en una sopa aguada con arroz o lentejas, replicaban a mis exigencias que no
podían procurarse otra cosa y, sobre todo, no había modo de encontrar patatas,
tan necesarias para saciarse. Nuestros camiones procuraron ayudar hasta que, en
enero Melchor Rodríguez, un hombre de mucho mérito de quien hablaremos más
adelante, se procuró en su calidad de Director de Prisiones de Madrid, medios
propios de transporte y pudo encargarse de llevar a cabo el suministro.
Según
avanzaba la contienda escasearon tanto los víveres en toda la zona dependiente
del Gobierno rojo, que los camiones regresaban medio vacíos, a pesar de todas
las mercancías que llevaban para el trueque. Entonces, en una situación de
emergencia tuvimos que traer víveres de Marsella, mediante una comisión
conjunta establecida, por el Cuerpo Diplomático. Mediada la guerra no había
modo de conseguir ni siquiera aceite, y a principios de julio de 1937 no
pudimos obtener ya ni un solo kilo de arroz, ni en Valencia, el gran centro
arrocero, ni en sus alrededores que no cultivaban otra cosa.
El
hambre de la población civil
Ya
desde el mes de diciembre de 1936, Madrid padecía verdadera escasez. Y esta
necesidad no consistía sólo en la falta de alimentos, sino que aún era casi
peor la falta de combustible. Se formaban “colas” kilométricas. ¡Mujeres hubo
que se habían puesto a la cola a las dos de la madrugada y que a las diez o a
las once de la mañana no habían podido adquirir ni dos kilos de carbón!
A
pesar de que había una considerable reserva de carbón en Madrid. Se almacenaba
en los trasteros de las casas señoriales, en las que, como de costumbre, ya
desde principios de verano, se encerraba el carbón para la calefacción del
próximo invierno.
Todo
esto había sido objeto de incautación, y el carbón que se suministraba al
Cuerpo Diplomático procedía siempre de las carboneras de esas casas. ¿Qué iba a
pasar el próximo invierno cuando dicha reserva faltara? Se abatieron árboles,
en el mismo Madrid, y sobre todo en los alrededores, y esa leña verde,
procedente de pueblos cercanos, se traía en carros arrastrados por mulas y
burros a Madrid, donde se vendía a precio de “straperlo”.
Las
tiendas de comestibles abrían en su mayoría, pero casi no tenían género. De
momento, la gente todavía recibía pan y cierta cantidad de arroz. El azúcar y
el aceite se expendían en cantidades mínimas. Pero al cabo de algún tiempo
empezó falta el pan, que es lo peor que les puede pasar a los españoles.
Durante
algunas semanas, en febrero de 1937, se iban formando, colas interminables para
adquirirlo. Junto a la Dirección de Seguridad había una tahona, donde,
naturalmente, se formaba una cola como en todas las demás. Me interesé a través
de varias mujeres que consideré de mejor apariencia social las vicisitudes que
tenían que soportar en la “cola” y así me enteré que llevaban allí de pie,
alternándose unas con otras, tres noches desde las doce o la una para que a las
diez de la mañana les dijeran finalmente que se había terminado todo el pan. Ó
sea, que desde hacía tres días, y a pesar de todo ese esfuerzo, no habían
recibido nada. En marzo, por fin, se empezó a suministrar el pan, a través de
cartillas con raciones muy escasas, pero que, por lo menos, se adquiría con
menos molestias.
Emocionante,
ridículo y a la vez trágico era el espectáculo de los carritos de dos ruedas
tirados por un burro, procedente de los pueblos colindantes, circulando por
Madrid con algo de verdura o de fruta y conducidos por un viejo labrador, a
quién seguían detrás, una caterva de mujeres, niños y algunas veces incluso
hombres; andaban así hasta que el carro se paraba en cualquier sitio y entonces
se procedía a la venta.
En
el Madrid sitiado, llegó a adquirir la situación alimentaria extremos límites,
verdaderamente angustiosos, en que fallaba hasta el racionamiento, teniéndose
que valer los madrileños de los procedimientos más inusitados para poder llegar
a adquirir un poco alimento, bien por intercambios de jabón, bebidas
alcohólicas, tabaco..., muchos sucumbieron por el hambre, pero hubo muchísimos que
lograron sobrevivir milagrosamente,
porque parecía imposible pensar que se pudiera lograr vivir y subsistir durante
cerca de tres años, cuando las personas que vivían en Madrid se quedaron literalmente
en los huesos, perdiendo de su peso normal veinte, veinticinco e incluso
treinta kilos, originándose, como consecuencia, en la población una endemia de avitaminosis y tuberculosis, con toda las
consecuencias patológicas que esto conlleva.
La
Legación de Noruega era conocida en Madrid por la alimentación y los cuidados
convenientes que dispensaba a sus refugiados; también salían de allí
diariamente víveres para los familiares que estaban fuera y para las cárceles.
Al marcharme yo, en julio de 1937, la Legación estaba abastecida, en su almacén
propio, con los víveres necesarios para mantener, durante unos meses, a un
número de personas que oscilaba entre las ochocientas y las novecientas.
Vacas
españolas y leche noruega "Noruega" ¡tenía hasta sus propias vacas!
¡Nada menos que cincuenta! Porque la leche era naturalmente uno de los
alimentos más escasos. Nosotros no las habíamos comprado, sino "controlado".
Me explico: me había llamado la atención el pestilente olor, procedente de un
edificio próximo a nuestra Legación y me percaté de que en dos almacenes,
situados en los bajos del mismo, estaba instalado de modo totalmente
provisional y primitivo un establo de vacas, que daban de todo menos leche y si
de ésta daban algo, era muy poco porque las pobres estaban exhaustas.
No
había pienso que comprar en Madrid y su propietario no tenía medios de
transporte de ninguna clase para procurárselo trayéndolo de otra parte. Dado
que todos los propietarios de vacas estaban en la misma situación, ya se habían
sacrificado gran parte de ellas, habida cuenta de que la carne se pagaba muy cara.
Convine,
pues, con el hombre en hacerme yo cargo de las vacas, a cambio del suministro exclusivamente
a mi Legación de la leche producida, que le pagaría a precio normal, previa deducción
del coste del pienso. Encontramos un establo apropiado en donde poder instalar
y atender como es debido a los animales. Recogimos de lejos, pienso con nuestros
camiones y obtuvimos un suministro de leche buena y abundante, sobre todo para
nuestros ciento veinte niños.
Los
garajes existentes en la casa se utilizaron ocasionalmente como mataderos,
cuando las vacas ya se secaban o cuando se las podía comprar para
sacrificarlas. Una vez, hubo que traerse a la Legación una vaca destinada al
sacrificio. Pero el animal se negaba andar y la noche sorprendió al vendedor y
a la vaca en las calles de Madrid. Con ello, el hombre causó extrañeza y acabó
siendo conducido con su "acompañante" a la Comisaría y allí pasó la
noche.
La
vaca se comió la colchoneta de un policía. A la mañana siguiente, tuve que
reclamar la vaca por la vía diplomática, después de lo cual, la trajeron a
empujones a la Legación, con su propietario por delante tirando y dos policías
empujándola por detrás.
Todavía
teníamos otras quince vacas más en régimen de "pro-indiviso".
Pertenecían conjuntamente a Chile, Checoslovaquia y Noruega. Se hallaban en un
establo chileno junto al hermoso palacio en el que estaba instalado el decanato
del Cuerpo Diplomático. Checoslovaquia las había conseguido y Noruega cuidaba
de procurarles el pienso. Su leche se repartía amistosamente entre los tres
Estados y nunca se formularon reclamaciones diplomáticas aún cuando disminuyera
con el tiempo, la ración y se aceptara que la proximidad "geográfica"
favoreciera a nuestros amigos los chilenos.
4.
LOS PRESOS, LAS CÁRCELES Y SUS GUARDIANES
Afluencia
incesante
La
primera vez que establecí contacto con las cárceles fue a finales de septiembre
de 1936, cuando acudí a visitar al abogado de la Legación de Noruega, Ricardo
de la Cierva, en la llamada cárcel Modelo de Madrid, situada en un espléndido
lugar limítrofe con la Moncloa, antigua posesión real.
Se
divisaban desde allí unas vistas magníficas de la Sierra de Guadarrama y de
cincuenta kilómetros de meseta que la separa de la misma, más allá en el
horizonte, se alcanzaba a ver la hermosa Sierra de Gredos, al sur de Ávila. Es
una de las panorámicas más hermosas que puede haber, la de este grandioso
paisaje, de ilimitada amplitud, con tonalidades azules y violetas en las
cordilleras, y, en lo alto, ese cielo español, casi siempre de un azul intenso.
No parecía sino que habían situado intencionadamente la cárcel en dicho lugar para
que a las personas obligadas a disfrutar entre rejas de semejante espectáculo,
se les hiciera doblemente penoso la pérdida de su libertad.
Esta
era la única cárcel masculina oficial de Madrid. Había además, a la parte
opuesta, en la periferia de la Ciudad, una cárcel de mujeres, de nueva
construcción, que sustituyó a un viejo caserón situado en el centro de Madrid.
Al estallar el Movimiento, las dos cárceles estaban ya llenas de presos
políticos y de penados comunes. Pero la palabra "llenas" perdió su significado
al forzarse la entrada de centenares de nuevos presos políticos. La cárcel
Modelo proyectada para mil doscientos hombres, como máximo, llegó pronto a
contener cinco mil. En las celdas individuales, cuyas dimensiones eran de 2 x 3
metros, se amontonaban cuatro, cinco y hasta seis personas.
De
colchones, por supuesto, ni se hablaba. ¡Puede uno imaginarse con estos datos
cuáles eran las condiciones higiénicas!
Pero
el ingreso de presos siguió en aumento y no era ya la Policía, sino el
"pueblo libre" el que, con arreglo a su parecer, detenía a unos u
otros. Cuando el farmacéutico Giral, en la noche del 10 al 11 de julio, asumió
la Presidencia, recibida de manos del acobardado Gran Oriente de la Masonería, Martínez
Barrio, no sólo había entregado a la plebe todas las armas disponibles sino
que, al mismo tiempo, la había estimulado a que las usaran, a su libre
albedrío, con el único fin de eliminar a sus enemigos. Las consecuencias de
todo ello ya han sido descritas por mí; con frecuencia era suficiente llevar
cuello y corbata para quedar detenido y, una vez en la cárcel, dichas personas
quedaban allí, en la mayor parte de los casos, durante cuatro, cinco o seis
meses, sin que se les interrogara ni se les tomara ninguna clase de
declaración. Su número era ya abrumador y no había tribunales legales que
pudieran hacerse cargo de administrar justicia, pues los primeros eliminados
fueron los propios Magistrados, que nunca hubieran podido juzgar los “delitos”
que les imputaban, al no estar previstos en parte alguna del Derecho Penal.
Así
fue, pues, cómo se llenaron las celdas de la cárcel Modelo, tan deprisa, que,
ya desde los primeros días, hubo que preparar más espacio para poder hacer
frente a esa afluencia continua. De momento, fueron trasladadas las reclusas de
la nueva Cárcel de Mujeres a un convento situado en el centro de Madrid, en la
Plaza del Conde de Toreno, y a cuyas monjas se las puso, sin más, en la calle.
En esta cárcel "conventual" pronto se encontraron señoras
pertenecientes a la élite del mundo femenino, de la buena sociedad de Madrid,
junto con mujeres de la vida que aún tenían delitos pasados por expiar.
A las vigilantes les divertía mucho mezclar a las
primeras con las últimas en una estrecha celda.
La
antigua cárcel de mujeres quedó ocupada enseguida por hombres y, como tampoco
resultó suficiente, se utilizó asimismo como prisión para hombres, otro
convento, también situado en el Madrid viejo, San Antón. Pero tampoco bastó y
se destinó parcialmente a prisión un amplio edificio escolar de una
congregación religiosa, pero, poco a poco y siempre en aumento, se fue
ampliando la ocupación hasta llegar finalmente a albergar a cinco mil presos. A
esa cárcel, por el nombre de la calle en la que estaba, General Porlier, la
llamaban “Porlier”.
Pero,
aún, seguía habiendo necesidad de locales. Era tan fácil hacer presos y eran
tantos los seres vengativos, envidiosos, ofendidos, o simplemente malvados, ya
fueran criados, mayordomos, cocheros, serenos, obreros, empleados u otros, que
bastaba con hacer una sola denuncia, incluso anónima, o si no, sentarse con
algunos compinches, echarse otras tantas pistolas al cinto e ir a buscar a la
víctima. En las seis cárceles de Madrid, había pues, mucho trabajo.
La
policía oficial quedaba limitada a registrar la masa de personas denunciadas o
traídas al azar, de las que se hacía cargo, en la mayoría de los casos, sin
comprobación alguna, y las mandaba a prisión, con lo que de nuevo escapaba a su
control, puesto que la custodia y vigilancia de los presos, en las cárceles ya
no incumbía a los órganos policiales sino a los milicianos de cada partido político;
sobre todo socialistas, comunistas y anarquistas. La vigilancia y supervisión
la ejercían los delegados de dichas organizaciones, llamados
"responsables". El personal estatal, –directores, funcionarios y
vigilantes– quedó completamente marginado y pronto no desempeñó más que un papel
nominal. De estos funcionarios, los de derechas o simpatizantes, había sido
destituidos o asesinados y, no quedaban, por tanto, en servicio más que los de
izquierdas que, al poco tiempo, fueron desarmados y sometidos a la
arbitrariedad de los milicianos.
Pero,
tampoco, estas seis cárceles eran suficientes para saciar la locura
persecutoria que continuó siendo el rasgo característico de toda esta
revolución. Dado que, por decirlo así, la totalidad de los edificios de Madrid
habían pasado a ser objeto de libre disposición por parte del pueblo soberano, no
eran sólo las grandes organizaciones las que se habían adjudicado edificios
lujosos e instalados sus diferentes departamentos en innumerables casas y
villas, sino que también había pequeños grupos de individuos que, bajo denominaciones fantásticas, se
"incautaban" de pisos particulares, las más de las veces sótanos
donde instalaban sus cárceles privadas y lo que, aún era peor, ¡sus tribunales particulares!
Nadie
controlaba estas cuevas de bandidos, nadie sabía la identidad de los hombres y
mujeres que allí languidecían injustamente sin poder hacer valer sus derechos,
sin posibilidades de defensa, ni perspectivas de liberación, y sin que nadie
frenara la brutalidad de sus "propietarios". La suerte de esos
desgraciados se dejaba al criterio de camaradas irresponsables, casi siempre
jóvenes; en cuanto al trato, más bien al mal trato, es cosa que cada cual puede
imaginarse, sobre todo por lo que se refiere a las mujeres allí detenidas.
Aunque
no hubieran cometido más delito que este inaudito abandono del poder del Estado
ante los peores instintos del populacho, ya es suficiente para que los gobiernos
españoles del Frente Popular se ganasen la condena general. Tal estado de cosas
se mantuvo, todavía, por lo menos bajo la forma de cárceles privadas y
secretas, dependientes de incontrolados
y organizaciones políticas irresponsables, cuando yo abandoné España. Y al
respecto, ¡el gobierno todavía quería hacer ver que seguía teniendo firmemente
en sus manos las riendas del poder!
Inglaterra
interviene
La
orgía de las detenciones seguía su curso y los tribunales secretos, sin ninguna
clase de control o intervención estatal, iban creciendo en número y en
actividad de día en día, con su secuela de asesinatos. Poco a poco, se iban
conociendo numerosas "checas" como las llamaban los españoles.
En
calidad de jueces actuaban, en parte, golfillos de dieciocho a veinte años.
Entonces
fue cuando una primera catástrofe carcelaria provocó una protesta extranjera.
La descripción siguiente está fundamentada en el informe de un testigo de vista
de toda confianza y, a vez, interesado en los hechos.
El
22 de agosto de 1936 una "tropa" de delincuentes comunes, vestidos de
milicianos, irrumpió en la cárcel Modelo, con el pretexto de efectuar un
registro en busca de armas; despojaron a cada uno los presos de todos sus
objetos de valor, relojes, anillos de casados, plumas estilográficas, así como de
recibos que tuvieran por cantidades de dinero depositadas y se llevaron todo
ello, metido en sacos.
En
las oficinas del establecimiento, se apropiaron asimismo inmediatamente de
todas las cantidades de dinero existentes y quemaron los libros para evitar
cualquier reclamación posible por parte de los despojados. Dado que estos
sumaban más de cuatro mil, puede uno hacerse una idea del brillante éxito de la
"meritísima operación anticapitalista".
Después
de efectuado el "registro", sacaron a los presos, por la tarde a los
patios del establecimiento penitenciario, en lugar de hacerlo, como
habitualmente lo hacían, por la mañana. No habían recibido todavía en ese día
alimento alguno. De repente, surgió un incendio en la leñera de la cárcel, prendido
intencionadamente por los milicianos antes mencionados ya que lo habían dejado preparado
desde hacía varios días. La finalidad perseguida era, en primer lugar, que al
amparo de la confusión surgida, pudieran escapar los presos comunes, cosa que, por
supuesto hicieron. Al parecer, contaban asimismo con que también los presos
políticos intentarían escapar, para lo que habían previsto que fuera hubiera
estacionados grupos armados que inmediatamente dispararan sobre ellos.
Querían
exterminarlos en masa e inmediatamente. Fuera, se había congregado una gran cantidad
de gente que saludaba con entusiasmo amistoso la salida de los presos comunes y
lanzaba amenazas salvajes contra los "fascistas". Pocos serían entre
ellos los que sabían a qué correspondía esa expresión.
De
repente, los presos, que se hallaban concentrados en los cinco patios del
establecimiento, y miraban con preocupación al fuego, que avanzaba muy
rápidamente en torno a ellos, fueron objeto de un tiroteo, procedente de los
tejados y balcones de las casas circundantes y del tejado de la propia cárcel.
No podían escapar de los patios hacia el interior del edificio porque las
puertas sólo permitían el paso de una sola persona a la vez y por tanto el
amontonamiento que se produciría entrañaba grave peligro de muerte.
Los
pobres hombres procuraban protegerse de los disparos, acercándose contra los
muros situados en ángulo muerto. A pesar de todo, buen número de ellos murieron,
unos sesenta de los políticos y militares más importantes fueron arrastrados
afuera por los milicianos y muertos a tiros en los jardines próximos a la
prisión. Estos habían sido entregados por el Gobierno a las milicias marxistas
y anarquistas para que les dieran muerte y quedarán así satisfechas las
continuas pretensiones de diezmar al conjunto de los detenidos.
Una
verdadera ansia de matar había embriagado y dominado al populacho. Los
"funcionarios" no aparecían por ninguna parte. El director había
desaparecido y, con ello, permitió que los acontecimientos siguieran su curso.
Las mujeres y los niños andaban por los alrededores haciendo comentarios soeces
acerca de los cadáveres de los ex ministros asesinados.
Al
cerrar la noche los "animosos" tiradores del tejado gritaron a sus
indefensas víctimas de los patios de la prisión: " ¡mañana por la mañana
continuaremos hasta que no quede uno vivo!". Puede uno imaginarse el
estado de ánimo con que aquellos hombres medio muertos de hambre pasaron la noche
tumbados, pegados a las paredes. Los sacerdotes que había entre ellos les daban
la absolución y los preparaban para la muerte que les llegaría por la mañana.
Uno tras otro se aventuraban, en el transcurso de la noche, a llegar hasta una
fuente para beber; reinaba el calor ardiente típico de Madrid y hacía ya
treinta y seis horas que no habían probado nada y, así esperaban que llegara la
mañana y continuara al tiroteo.
El
señor Giral y sus ministros podían mostrar semblantes preocupados, pero les
faltaba valor para tomar una decisión. Tenían demasiado miedo al fantasma que
ellos mismos habían conjurado. En estas circunstancias, en plena noche se
presentó el Encargado de Negocios de Gran Bretaña en el Ministerio de Marina,
donde se había reunido el Consejo de ministros a deliberar tras los sacos terreros,
con que se protegían, y exigió enérgicamente en nombre de la humanidad, el cese
sin demora de semejante monstruosidad.
Reclamaba
la implantación inmediata de tribunales responsables y que cesaran las
arbitrariedades del populacho en los juicios y ejecuciones. Dicho Encargado de
Negocios inglés, había tenido conocimiento de los acontecimientos por un alemán
y por mediación de la Embajada de Alemania y se había sentido motivado para
intervenir. Los desmayados ministros reaccionaron ante la presión de tal
protesta y resolvieron convocar inmediatamente un tribunal compuesto por
dieciséis miembros de los distintos partidos del Frente Popular bajo la
presidencia del inoperante Presidente del Tribunal Supremo.
El
tribunal se trasladó esa misma noche a la cárcel Modelo e inició su actividad,
condenando a muerte a los dos o tres primeros entre los mejores y más
significativos hombres; para apaciguar al populacho, dándole la impresión de
una mayor severidad.
Tan
pronto como el Gobierno se atrevió a dar señales de vida, se redujo el
alboroto, lo que prueba que había estado muy en su mano evitar tales sucesos.
Los tiradores, que se habían pasado la noche en los tejados haciendo guardia,
desaparecieron, y las víctimas que estaban en los patios se miraban con
ilimitado estupor al ver que nadie les molestaba.
Todavía
tuvieron que acampar en los patios todo ese día y la noche siguiente; hasta las
cuatro de la madrugada del día 24 en que los condujeron a sus celdas y les
dieron algo de pan y conservas de pescado frías. Desde la cena del día 21 no habían
vuelto a comer.
El
nuevo Tribunal Popular funcionó a partir de entonces, de modo permanente y se
ocupaba, sobre todo, de los casos graves de los militares directamente
comprometidos en la sublevación.
Era
el primer paso para el compadreo estatal de la justicia revolucionaria. Pero su
actuación estaba naturalmente muy lejos de responder a las exigencias que
marcaban las circunstancias. Los muchos "tribunales privados" de las
distintas organizaciones seguían, marginalmente, su camino, cometiendo toda
clase de vandalismos. Se constituyó un Tribunal semioficial con miembros de diferentes
partidos, pero sin ningún juez estatal de carrera, en el domicilio social de un
club distinguido de la calle Alcalá que, a partir de entonces, se denominó la
"checa de Bellas Artes".
El
procedimiento se abreviaba muchísimo y terminaba, cuando no podían mediar
influencias de los partidos populares, del modo cuanto más brutal mejor, y, en
la mayoría de los casos, con el "paseo" nocturno. Está checa no se
ocupaba de las personas encarceladas sino de los nuevos detenidos a diario y
que, desde allí, salían, la mayor parte de las veces, dentro de las 24 horas
siguientes volviendo a la libertad; o a las cunetas de los alrededores y, sólo
en pocas ocasiones, a una prisión.
La
policía estaba confabulada con esa checa y ocasionalmente con otras, ya que
sucedía a veces que les entregaban detenidos en lugar de conducirlos a las
cárceles estatales.
La
famosa "Checa de Fomento 9"
La
checa de la calle Alcalá se mantuvo en servicio sólo durante poco tiempo. En
cierto modo estaba allí, algo así como para exhibir la "justicia del
pueblo".
De
allí pasó a la calle de Fomento nº 9, al Palacio de un Conde, en un rincón del
viejo Madrid. Esta expresión: "Fomento 9" alcanzó en Madrid durante
el otoño de 1936, resonancias terribles que a cualquier madrileño le ponía
carne de gallina. La persona que entraba allí, sólo en casos excepcionales
salía con vida. Aquello era una auténtica "leonera" y conste que no
quisiera con ello insultar a los leones. Los hombres que allí llevaban,
quedaban encerrados en celdas, en el sótano, y dentro de las 48 horas como
máximo eran llevados ante el Tribunal.
Éste
celebrará sesión cada noche. De madrugada se daba a conocer la sentencia y se
ejecutaba la misma. A la persona condenada la "cargaban" en uno de
los automóviles ya dispuestos para el caso y, en cualquier carretera de los
alrededores, le "invitaban" a bajar y la mataban a balazos. A otros,
les "ponían" en "libertad", a saber, en plena oscuridad de
la noche, a la salida del edificio, unos milicianos muy serviciales les
invitaban a montar en su vehículo, para llevarlos a casa... y ya no se les
volvía a ver.
La
Policía facilitaba a petición de las organizaciones políticas y, probablemente también a otros elementos de la peor ralea,
cédulas o "certificados de libertad". Con dichos
"documentos", los milicianos sacaban presos cada noche, de uno u otro
establecimiento penitenciario y les daban el "paseo". En la cárcel
correspondiente se registraba simplemente, en cada ficha de aquella desdichada
gente, la palabra: "libertad" de modo que, al efectuar nuestras
comprobaciones, teníamos que averiguar la distinción entre la libertad
"terrena" o la "eterna".
En
los primeros días de noviembre de 1936, se me presentó la ocasión de visitar la
famosa "checa" de Fomento 9”. Me acompañó el Delegado del Comité
internacional de la Cruz Roja. Habían detenido y llevado a esa checa a un
miembro del servicio doméstico de la Embajada del Japón y, una vez en ella,
peligraba su vida como la de cualquier otro que la pisara en esas condiciones.
El
ministro del Japón había dirigido al Gobierno varias reclamaciones por
telégrafo sin fruto alguno.
Se
dirigieron a mí con el ruego de que lo sacara y yo me decidí a agarrar el toro
por los cuernos y contemplar personalmente semejante antro.
Cuando
llegamos allí, nuestro coche produjo enorme sensación entre el personal de
guardia de la puerta. No daban crédito a sus ojos, no concebían la posibilidad
de ver un auto del Cuerpo Diplomático aparcado donde solamente lo hacían los
destinados a "dar los paseos". Dentro estaban las estancias,
descuidadas, llenas de milicianos que corrían de un lado para otro y cuyo
aspecto patibulario no inspiraba confianza alguna. La atmósfera estaba a tono;
el terror en cierto modo estaba en el aire y el miedo a la muerte que habían
experimentado innumerables víctimas, continuaba "palpándose" y
cortando el aliento.
La
expectación que causábamos duró desde la puerta hasta un cuarto al que nos
condujeron, tras preguntar por los "responsables" y, en donde se
hallaban cinco jóvenes que nos acogieron
sorprendidos pero corteses. Pregunté directamente por el hombre de la Embajada
del Japón. Uno de ellos consultó una lista y confirmó que hacía tres días que
estaba allí. Le pedí que lo liberaran y me declaré dispuesto a llevármelo; como
comprobé que tenían listas de sus detenidos, les pedí que me dieran un ejemplar
de las mismas para la Cruz Roja. A continuación nos llevaron a otro cuarto, en
donde nos presentaron a otros tres hombres mayores, que, al parecer, ejercían
la máxima autoridad y probablemente constituían el Tribunal. Se mostraron también
muy correctos y, tras unas cuantas explicaciones por nuestra parte acerca de
nuestros fines, se declararon dispuestos a complacernos.
La
inesperada intervención de la Cruz Roja Internacional
y
el Cuerpo Diplomático pareció impresionarles; aproveché, por tanto, la ocasión
para dar otro paso adelante y preguntar dónde tenían a los presos; “en el
sótano” fue la rspuesta. "Y ¿podríamos verlos?". Tras una breve vacilación,
se nos dijo: "sí". A continuación, preguntamos lo que pensaban hacer
con dichos presos. Los tres "jueces" se miraron mutuamente. Pasado un
momento, uno de ellos dijo: "esta tarde se les conducirá a la Dirección
General y se les entregará a la Policía”. Nos declaramos muy satisfechos con
semejante propósito y nos despedimos de ellos en ambiente de camaradería. Uno
de los jóvenes de la antesala nos llevó al sótano donde en las ocho diferentes celdas,
estaban encerradas en total sesenta y cinco personas, entre ellas hombres en su
mayor parte jóvenes y mujeres de todas las edades.
Daban
una impresión de descuido y turbación; nuestra entrada provocaba, por de
pronto, en todas partes, un movimiento de susto. No había posibilidad de relacionarnos
con cierta comodidad. Para sentarse no existía más que el suelo de baldosas.
Nos dimos a conocer y hablamos, con todos, acerca del tiempo que llevaban allí,
y si sabían o no el motivo, etc. Un resurgir de esperanza recorría cada una de
las salas al marcharnos nosotros.
Les
dijimos que por la tarde les conducirían a la policía, en la Dirección General.
Una de las celdas estaba cerrada y no podían encontrar la llave. Nuestro guía
nos dijo “¡pero si no hay nadie dentro!". Entonces yo le dije que teníamos
mucho interés en comprobarlo viéndolo, y le pedimos que derribara la puerta.
Así se hizo. La celda estaba vacía. Le dije que ya veíamos que su palabra era
de fiar y que esperábamos que tal sería también el caso en cuanto a la promesa
de traslado.
A
continuación nos fuimos, llevándonos la lista de los presos, y al empleado
japonés que, por cierto, era de nacionalidad española.
En
cuanto a la promesa de entregar a todo los cautivos a la Dirección General,
quedó cumplida, como pude comprobar al día siguiente, mediante la lista
correspondiente. Más adelante recibí cartas y visitas de algunos de dichos
presos. Me expresaban su agradecimiento y afirmaban que los habían condenado a
muerte y que nuestra visita fue lo único que les salvó. No he podido comprobar
si lo dicho correspondía a la realidad o era mero producto de la febril
fantasía de esa pobre gente.
Poco
tiempo después esa “checa” se disolvió sin que quedara de ella nada más que su
abominable reputación, que todavía se mantiene en el recuerdo y será
legendaria. Pero el "Comité judicial" de allí pasó a la Dirección
General de Seguridad donde terminó constituyéndose en Comisión que había de
entender en todas las detenciones, liberaciones y sentencias condenatorias.
La
jurisdicción privada de los partidos se elevó en virtud de dicha medida a
jurisdicción oficial aunque con atribuciones menores de no poder entender y
tomar decisiones en cuanto a la muerte o la vida, sino únicamente en materia de
libertad o prisión. El enjuiciamiento propiamente dicho corría a cargo de los tribunales
de urgencia compuestos por un jurista de carrera, en calidad de Presidente, con
dos asesores miembros de partidos populares.
Los
casos más graves pasaban al Tribunal Popular, propiamente dicho, con un juez de
categoría superior en calidad de Presidente y dieciséis asesores.
Los
calabozos de la Dirección General de Seguridad Unos días después del mencionado
episodio de Fomento 9, atrajo mi atención la situación de uno los primeros
banqueros de España, al que habían detenido, junto con su mujer y sus cinco
hijos, mayores, varones y hembras, y le habían encerrado en una pequeña celda
de los sótanos de la Dirección General de Seguridad. El había estado ya en la
cárcel, así como un hermano suyo de más edad.
Como
consecuencia de un convenio entre el Gobierno y el hermano mayor, -que estaba,
al parecer, en el extranjero gestionando un préstamo-, ambos salieron de la
cárcel pero al más joven se lo llevaron, con su familia, a la Dirección General
donde los encerraron en el citado calabozo. Esto ocurría en los días de la
huida del Director General de la Policía. El Subdirector al que interrogué al respecto,
me dijo que él no sabía por qué se había tomado tal medida, pero una vez que el
Director General lo había dejado así dispuesto, él no podía ya hacer nada distinto.
Yo les visité en varias ocasiones y los encontraba en estado lamentable,
llevaban ya días y días los siete en ese calabozo de dimensiones muy reducidas,
situado en los sótanos, ya de por sí húmedos, por no decir casi encharcados, y
sucios de la Dirección General. No tenían ni colchones ni mantas sino que
yacían noche y día sobre el suelo desnudo y húmedo de baldosas, atormentados
por piojos y demás insectos.
Tras
varios intentos infructuosos ante el Comité de Madrid para poder hacer algo por
esta pobre gente, me dirigí por teléfono al Ministro de Hacienda, Negrín, –que
estaba en Valencia y, era quien había suscrito el convenio antes mencionado–, y
conseguí que los liberaran a los dos días, después de pasar una quincena
detenidos en condiciones inhumanas, sin conseguir conocer el motivo.
Aquellos
"calabozos" del viejo edificio de la Dirección General de Seguridad
constituían uno los puntos más polémicos de la institución policial madrileña.
Sólo Dante podría describir lo que ocurría allí en aquellos días de tan
espantosa saturación y horrible cohabitación de personas respetables con un
elevado nivel social junto a criminales comunes y mujerzuelas de la calle, en
un sótano grande con pequeñas celdas laterales. Sin embargo, aún era mejor para
los detenidos estar recogidos en aquel agujero que en cualquier otro lugar, ya
que aquí por lo menos tenían sensación de estar en un Organismo oficial.
En
la primavera de 1937, a causa de los frecuentes bombardeos, tuvo que
trasladarse esta dependencia de la Dirección General de Seguridad a un convento
en la Ronda de Atocha, donde ya existían habitaciones especiales preparadas
para martirizar a los presos, y la policía hacía de ellos tan amplio uso que la
"vox populi", bautizó tan siniestro establecimiento con el nombre de
"checa de Atocha", aún cuando sólo se aplicaba tal nombre a lugares
no oficiales.
Yo
mismo me preocupé y aproveché la ocasión de denunciar personalmente tanto al
Ministro del ramo, como al Director general, los tormentos que en dicha cárcel
se practicaban sin que, a pesar de todo mi interés, no consiguiera más que
alguna mejora pasajera.
¡Socorran
a los presos!
A
partir de finales de septiembre de 1936, me propuse como tarea concreta,
mantenerme en contacto constante con las diferentes cárceles. Mis visitas casi
diarias a una u otra de las mismas me facilitaron buenas relaciones con los
funcionarios de prisiones, relaciones que me brindaron la posibilidad de
prestar más adelante toda clase de alivio a los presos. Esta ayuda la obtenía procurando
víveres, poniendo a su disposición vehículos de carga y otros servicios
semejantes, para solucionar los problemas, realmente muy difíciles, que se
planteaban a los directores de prisiones, en las circunstancias entonces
reinantes, expuestos al riesgo de muerte, con el estado de ánimo que es de suponer, conocedores del importante número de
funcionarios de prisiones asesinados. La mayoría de ellos cumplieron de forma
muy meritoria y comprometida su trabajo, expuestos siempre a la enemistad de
los extremistas, que se ponían furiosos cuando cumplían con sus deberes de simple
humanidad.
Las
frecuentes visitas diplomáticas no sólo respaldaban, en cierta manera, a los
funcionarios frente a la guardia miliciana y a los comisarios políticos; sobre
todo, servían para que los propios presos se sintieran comunicados con el resto
de la humanidad y tuvieran la confianza de no caer en el olvido.
Una
sensación de respiro se notaba en la prisión, según muchos me contaron después,
cada vez que llegaba la noticia de que, de nuevo, había visita diplomática.
Otros representantes diplomáticos hacían también visitas frecuentes a las
prisiones; en especial los de Chile, Inglaterra y Argentina, así como también
los de Austria y Hungría.
Había
días en los que yo hablaba individualmente con cuarenta a cincuenta personas,
entre hombres y mujeres y procuraba, especialmente a las mujeres, facilitarles
medicamentos, leche condensada y otras ayudas para su subsistencia que, con
anterioridad, no se habían permitido. Era natural que los familiares de los
presos procuraran su inclusión en nuestras listas, para en los casos de
enfermedad conseguir que se recomendara el ingreso en la enfermería o el
traslado a otros lugares semejantes.
Un
salvamento
Como
ya queda dicho, era muy fácil para los miembros de un partido sacar de la
prisión durante la
noche
a aquellas personas con las que querían tomarse la justicia por su mano. Una
mañana de octubre visitaba yo a algunos señores en San Antón; uno de ellos me
describía la terrible situación en que se encontraba un teniente coronel,
preceptor, que había sido, de uno de los hijos de Alfonso XIII. Aquella misma
mañana le habían amenazado gentes del pueblo del que era originario, con irle a
recoger la noche siguiente a la cárcel para darle el "paseo".
Pretendían con ello darle la ocasión de "saborear", anticipadamente y
durante muchas horas, el triste fin que le esperaba. Pedí poder ver a ese
hombre y le prometí mi ayuda, para evitar su asesinato. Primer acudí al
Ministro vasco Irujo que, en una visita anterior, me había prometido apoyar mis
esfuerzos humanitarios. Pero ya se había trasladado a Barcelona con el
Presidente Azaña. Me fui luego, por la tarde, a ver al ministro de Aviación,
Indalecio Prieto. Era el hombre clave del Partido Socialista. Por su orientación
moderada, frente a la extremista de Largo Caballero, había quedado como en la
retaguardia de la vorágine del proceso revolucionario. Al constituirse el nuevo
gabinete a principios de septiembre, Largo Caballero se puso al timón con su
equipo e Indalecio estimó procedente, por pura disciplina, aceptar un puesto
entre sus "camaradas" más radicales. Yo había tratado con él varias
veces, primero de temas noruegos de negocios y, después, de asuntos
relacionados con la protección contra el crimen y tenía la impresión de que,
–debido en parte a su inteligencia equilibrada y en parte a una cierta bondad,
muy controlada sin embargo por la picaresca de la política–, él era enemigo de
aquellas formas de proceder. Acudí a él y se ofreció a intervenir en la medida
de lo posible, pero advirtiéndome que lo único que podía hacer era transmitir
mi ruego a Galarza, Ministro de Gobernación, (Interior), de quien dependía el
asunto, sin poder garantizar el éxito. Yo le repliqué que para mí, no se
trataba de tranquilizar mi conciencia, ni tampoco de intentar alcanzar un éxito
sino, única y exclusivamente, evitar el crimen. Entonces me dijo que lo mejor
sería que yo mismo hablara con Galarza. Yo, en cambio, veía que mis argumentos
estarían muy lejos de tener el mismo peso que el suyo a lo que me replicó:
"Galarza le da a Ud. diez veces más importancia que a mí".
Entonces
le pedí que me pusiera en comunicación telefónica con Galarza, y lo hizo lnmediatamente.
Galarza
se declaró dispuesto a recibirme enseguida. Me trasladé a su Ministerio y me
pasaron a su despacho sin tener que esperar. Era de suponer que estaba
perfectamente informado en cuanto a mi actitud dentro del cuerpo diplomático en
asuntos relacionados con el asesinato de presos y con la protección de los
mismos, y sabía que allí se me escuchaba. Me recibió con perfecta cortesía. Por
mi parte no le traté con los modales democráticos al uso, sino ateniéndome a la
etiqueta diplomática. Después de exponerle mi caso y prometerme él, firmemente,
cursar enseguida la orden de que ese hombre fuera trasladado a la Dirección
General de Seguridad, de forma que los asesinos perdieran su rastro; me dio
espontáneamente, una explicación acerca de determinadas medidas que se habían
tomado, unos días antes, en las prisiones. Hizo hincapié, especialmente, en que
había prohibido el permiso, hasta entonces vigente, de las visitas diarias
dejándolas en quincenales, porque se había visto obligado, en vista de la
situación militar, a trasladar a otras prisiones a determinadas categorías de
presos.
La
decisión sobre las visitas diarias, fue consecuencia de lo que ocurrió en un
pueblo de los alrededores de Madrid, cuando, debido a que se les había
comunicado, supieron varias horas antes el traslado del primer transporte y
fueron a por ellos con el asesinato de los presos y de sus guardianes. Desde la
prohibición de las visitas diarias se había conseguido que un segundo transporte
se realizara sin ningún contratiempo.
A
continuación, discutimos a fondo acerca de la situación del abogado de la
Legación de Noruega, La Cierva, y me aseguró que ya había dado orden de que
éste fuera uno de los primeros casos que se sometiera a los "Tribunales de
procesamiento sumario" de nueva creación. El caso del documento falso no
era muy grave; verdad es que había aún una denuncia contra él, pero tampoco era
grave (parecía realmente conocer el asunto en todos sus detalles), de modo que
esperaba que se aclarara en breve plazo, su situación jurídica y se pudiera
volver con su padre, al que Galarza, naturalmente, como abogado y político,
conocía muy bien.
Por
la noche, a las once, llamé a la Dirección General de Seguridad para preguntar
si estaba allí nuestro hombre. Me contestaron que el propio Director General
quería hablar conmigo. Me dijo que, efectivamente, allí estaba. Al preguntarle
yo qué iba hacer con él, me replicó que iba a examinar su expediente para ver
si lo podía poner en libertad; se lo había recomendado el Ministro con gran
interés. A la mañana siguiente, telefonearon de la Dirección General para que
fuera a recogerlo. Cuando llegué allí, nadie sabía nada acerca de quién había
dado el recado por teléfono.
El
Director y el Subdirector se habían ido a dormir después de cumplido el
servicio de noche y ninguno de los secretarios sabía nada de la puesta en
libertad que se me había comunicado. Por la tarde volví otra vez y cómo se me
respondía con evasivas, organicé tal escándalo que el Director, al oírlo, me
rogó que pasase a su despacho. Afirmó, asimismo, no saber nada de la llamada
telefónica (cosa que no creí entonces y sigo sin creer) pero que por la noche
estudiaría el asunto porque el ministro tenía mucho interés en ello.
De
hecho, a la mañana siguiente me telefonearon de nuevo para decirme que ya podía
recogerlo y, efectivamente, me lo entregaron. Era algo tan inusitado, que un
militar sobre el que pesaban muy graves acusaciones quedara liberado sin
proceso judicial y entregado a una Legación, que sólo se podría explicar por la
suposición de que Galarza quisiera ganarme
a mí para que influyera en el Cuerpo Diplomático a su favor. Ya era de temer la
ocupación de Madrid por las fuerzas nacionales y más de uno de los hombres que
ejercían el mando, "coqueteaba” para “colarse" en alguna representación
diplomática.
Siete
mujeres desaparecen sin dejar rastro
Dada
la inseguridad reinante, cuando yo tenía que hacer visitas que implicaban un
contacto, por mi parte, con los milicianos, me llevaba a un miembro de mi
guardia, casi siempre al Cabo y, por consiguiente, al de mayor antigüedad en el
servicio. Este hombre de unos cuarenta años de edad, procedente de una familia
de labradores de Castilla la Vieja había sido, durante años, asistente de un coronel
de la Guardia Civil (cuerpo de guardias rurales, protectores del orden, en
quienes más se confiaba) y mantenía una fidelidad incondicional a la familia
del mismo. La Guardia Civil había sido "politizada", en la zona roja,
poco después de estallar la guerra civil y quedó rebautizada como "Guardia
Nacional", ya que los padres de nuevo desorden que ahora llevaban el
timón, odiaban hasta su venerable nombre. Aprovecharon la ocasión, para separar
totalmente a los oficiales antiguos que aún quedaban y a gran parte de la tropa
antigua, en la que con razón, no confiaban en cuanto a su adhesión al caos
reinante. En parte los echaron y en parte los asesinaron, sin más.
Es
su lugar llenaron el cuerpo de bolcheviques asiduos que no necesitaban cumplir
las condiciones antes indispensables, sino únicamente, acreditar con su pasado
que llevaban en la sangre los "nuevos conceptos del servicio y del
derecho". Esta gente había tenido ya relaciones con la Guardia Civil de
antes, en muchas ocasiones, pero como "objeto", es decir, como
delincuentes y no como "sujeto", no como guardias. Por ello les
complacía, en grado sumo, el desprecio sin paliativos de sus "nuevos
camaradas".
Durante
el mes de septiembre de 1936, el Cuerpo Diplomático tuvo que comunicar al
Gobierno la creciente inseguridad en que se encontraban las representaciones diplomáticas. Se habían producido más una vez
conatos de asalto por parte del populacho. Para prepararlos, se había intentado
sustituir por elementos nuevos a los miembros antiguos de la Guardia Civil que
tenían a su cargo la custodia de las representaciones diplomáticas extranjeras.
El Cuerpo Diplomático amenazó con su salida colectiva de Madrid si no se le
daban garantías suficientes en cuanto a su seguridad y a su abastecimiento de
comestibles. Entonces el Gobierno concertó con el Cuerpo Diplomático un pacto escrito,
con arreglo al cual se comprometía a no modificar ni el número de miembros, ni
la composición individual de la guardia existente en cada representación
diplomática para su custodia, sin la conformidad expresa de la misma. Los seis
guardias que me correspondían se alojaban con sus esposas e hijos en los sótanos
de la Legación. Tengo que anticipar este dato, para mejor entendimiento de los
episodios siguientes, sin perjuicio de mencionarlo de nuevo.
El
Coronel de la Guardia Civil antes mencionado estaba preso en la cárcel Modelo
de la Moncloa. Tras una de mis visitas a dicha prisión, encontré a mi Cabo de
conversación con dos señoras mayores, que me presentó y que eran la esposa del
Coronel y su cuñada. Dichas señoras,
llevaban horas esperando, como muchas más, para que las dejaran entrar a ver a
los presos. Lo hacían en grupos de unas cien mujeres cada vez, a las que se
introducía en una sala. Separados por un pasillo de unos tres metros de ancho
aparecieron, al otro lado, tras unas rejas de alambre, los presos correspondientes.
Era, naturalmente, casi imposible entenderse, con ese ruido, de un centenar de voces.
Hacía ya meses que esas mujeres sólo veían así, a sus maridos, una vez por
semana. Hice entrar a las señoras, bajo
mi protección, en el interior de la cárcel y conseguí que llamaran a sus familiares
a las celdas individuales utilizadas por los abogados, donde por primera vez
pudieron hablar con ellas y abrazarse.
A
finales de octubre, al regresar con el Cabo, al mediodía, de una de aquellas
visitas a la cárcel, nos contó su mujer, desecha en lágrimas, que habían ido a
verla dos muchachas de servicio de la familia del Coronel y le habían contado
que dos días antes, al atardecer, un grupo de gentes armadas habían sacado de
la casa a toda su familia compuesta por cinco señoras y dos jovencitas muy
lindas, y se las habían llevado en un coche junto con las dos muchachas de
servicio. Durante largo tiempo, las llevaron en el coche de un lado para otro,
con el propósito de desorientarlas, hasta que llegaron a una "villa"
solitaria, las hicieron bajar del coche y las encerraron en un cuarto, mientras
que al resto de las señoras las llevaron
a otra habitación contigua, desde donde comenzaron a oír voces altisonantes de
hombres y más tarde quejidos y llantos de las mujeres. Después de estos
momentos de angustia las condujeron al cuarto desde donde procedían aquellos
lamentos y vieron horrorizadas en el suelo grandes manchas de sangre, y unos
seres despreciables que se dispusieron a hacerles un interrogatorio empezando
por recriminarles los sentimientos de adversión, al ver la sangre derramada, al
tiempo que les decían con el mayor cinismo, que las habían pinchado a las
señoras con alfileres en los pechos, y las habían sometido a otros tormentos.
Terminado este macabro espectáculo las volvieron a llevar en un auto otra vez
de acá para allá, con los ojos vendados, hasta que finalmente las dejaron en
Madrid.
A
las señoras ya no las habían vuelto a ver, aunque parece ser que también se las
llevaron de aquella casa, a paradero desconocido. Más tarde me enteré por el
novio de una de estas chicas, anarquista conocido, que este acto de vandalismo
fue realizado por iniciativa y encargo de la Guardia Nacional y que, al
enterarse de que su novia había sido llevada junto a las señoras, recorrió con
otros de su ralea todas las "checas" que ellos conocían en los
alrededores de Madrid, amenazando si no aparecía su novia.
Me
fui inmediatamente a la policía, hablé con los tres hombres más responsables
exigiendo de ellos que se pusieran inmediatamente en marcha las
investigaciones, para saber qué había sido de las mujeres desaparecidas.
Hicieron una gran demostración de celo. Volví tres días seguidos a la policía en
busca de resultados. Me aseguraban, expresándome su más vivo disgusto, que no
habían encontrado rastro alguno de las mujeres, pero me quedaba, trás las
muchas conversaciones mantenidas, la impresión de que no se había dado ni un
paso para averiguar algo sino que adoptaban una actitud hipócrita aparentando
indignación, frente al molesto diplomático. En realidad la policía procuraba no
entorpecer el entramado de las "checas" secretas y participaba por
añadidura, en sus manejos, en muchos casos ante los que se inhibía la acción
oficial, como luego tuve, con frecuencia, la ocasión de comprobar.
La
impotencia del Gobierno frente a las bandas asesinas de las organizaciones
políticas, era cosa que en gran parte se fingía expresamente. En el fondo, el
Gobierno aprobaba los horrores de las "bandas” pero creía salvar su
responsabilidad, haciendo como que no podía dominarlas. Tuve ocasión de hablar
de este problema con diferentes Ministros. Siempre se lamentaban, encogiéndose de
hombros, de que el movimiento popular hubiera venido acompañado de
"algunos excesos", pero era a los rebeldes a quienes les atribuían la
culpa, por haberles mermado los efectivos de tropas, de forma que el Gobierno
se había visto obligado a utilizar la Policía, en campaña, en lugar de emplearla
en mantener el orden público. Tales declaraciones obedecían sin duda a una
consigna estudiada que no reflejaba la realidad ya que cada ministro coincidía
en la misma justificación, sin reconocer un mínimo de culpabilidad, como
evidenciaban los hechos.
Las
siete mujeres habían desaparecido totalmente sin que yo pudiera descubrir su
rastro, a pesar de las investigaciones practicadas por mi en los registros de
asesinados de Madrid y pueblos vecinos.
Ante
situación tan enojosa, solicité de la Dirección de la Policía el envío, por la
tarde, a la Legación, de dos funcionarios, para que interrogaran a las dos
muchachas del servicio a las que cité para que acudieran a la misma. Los dos
policías sí vinieron, pero una de las muchachas se negó a prestar declaración
por miedo a sufrir represalias. Su hermano, un miliciano bastante zafio,
amenazó con disparar toda la carga de su pistola contra la Legación si
intentábamos que declarara. Las dejamos marchar y, en su lugar, el Cabo y su
mujer refirieron lo que las muchachas habían contado por la mañana. Uno de los
policías, un joven rojo fanático de unos veinte años, falseó la declaración
como si fuera una acusación contra el Gobierno y la mandó, en forma de denuncia
al Comité Central de la
Guardia
Nacional. El Presidente y Vicepresidente de este último eran dos "buenas
piezas" que por su conducta vergonzosa habían sido con anterioridad
expulsados de la Guardia Civil y ahora, lógicamente, se hallaban en su
deshonrada cúspide. Les sentaba especialmente mal ese interés por descubrir a
los secuestradores de las señoras, seguramente
porque ellos mismos eran cómplices y el coronel antiguo, era, eso sí, campechano
con ellos, pero en cuanto al servicio, un superior severo.
En
lugar de los criminales, que quedaban sin castigo, se perseguía ahora al
testigo dispuesto a ayudar.
Yo,
naturalmente, no sabía nada de toda esa intriga y no me enteré hasta después, de
relacionar unos hechos con otros. Todavía era yo lo suficientemente ingenuo
como para creer que los organismos estatales no compadreaban con los
delincuentes "incontrolados". El futuro me proporcionó generosamente,
pruebas de lo contrario.
Ametralladoras
contra la extraterritorialidad
Unos
días después, a principios de noviembre, me despertó, a las doce de la noche,
el Cabo de Guardia; me dijo que abajo había un superior que le requería para
que se fuera con él al cuartel. El hombre me enseñó un escrito en que el
firmante, Vicepresidente de la Guardia Nacional, autorizaba al mismo (al
superior) y a un "camarada" para recoger de la Legación de Noruega,
al Cabo y llevárselo a "su Excelencia el Ministro de la Gobernación".
Antes
de continuar, y para comprender el riesgo de inseguridad en que se vivía, tengo
que decir que a la mañana siguiente me comunicaron que algunos de los
refugiados alojados en el sótano se habían despertado al oír un automóvil que
llegaba. Oyeron, asimismo, que se bajaban tres miembros de la Guardia Nacional
y daban palmadas para llamar al sereno que tenía que abrirles, con arreglo a la
costumbre española, ya que en esta tierra nadie tiene llave de la casa donde
vive. La nuestra no estaba, naturalmente, en poder del sereno, que era rojo; la
puerta estaba además bien asegurada con cadenas y un cierre metálico. Mientras
esperaban, el que parecía capitanearlos le dijo a uno de ellos:
"Te
lo llevas en el coche, calle arriba, al solar y lo líquidas allí mismo".
El
Cabo, a quien había despertado el centinela que estaba de guardia en el zaguán,
y que era precisamente la persona que ellos querían llevarse, había acudido a
la puerta y, cuando vio que se trataba de un superior de su Cuerpo, le dejó
entrar a pesar de la severa prohibición que existía en contra. Por ese motivo
mi comunicado al día siguiente dirigido al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores)
señalaba la prohibición incumplida de la orden expresa en los siguientes
términos: "El Encargado de Negocios manifiesta que el mencionado guardia,
no puede abandonar la Legación sin que antes se trate el caso con el Ministerio
de Estado y el Cuerpo Diplomático y que se ruega tengan a bien abandonar el
territorio noruego en el que se hayan". Primero se resistieron afirmando que
ellos eran la "autoridad suprema" en Madrid, y exigían que el guardia
que buscaban, les llevara él mismo la respuesta.
Pero
obedecieron a un segundo requerimiento y se fueron.
A
continuación comuniqué inmediatamente el incidente al secretario del Ministro
de la Gobernación, conocido mío; ministerio de quien depende la Guardia
Nacional, y le informé, asimismo, de la frase ordenando la muerte del Cabo, que
habían oído mis refugiados; a todo lo cual, me prometió dar conocimiento y
curso del hecho.
A
la mañana siguiente, se me avisó de que había llegado un vehículo ocupado por
Guardias Nacionales; el Vicepresidente del Comité nacional exigía, al parecer,
pasar inspección a los miembros de nuestra guardia. Ordené al guardia que
dejara sus armas delante de la puerta y pasara él sólo al zaguán. Era el mismo
que en la noche había dado orden de "liquidar" al Cabo. Lo que quería
discutir era el por qué yo no se lo había entregado aquella noche. Le declaré
al respecto que yo no quería tratar ese asunto más que con el Ministro de
Asuntos Exteriores (Ministerio de Estado) ya que con el organismo del que ellos
dependían yo no tenía relación alguna, y le despaché.
Una
hora más tarde, me anunciaron la aparición del Presidente del Comité Nacional
con tres coches y unos veinte guardias fuertemente armados. También a él le
obligué a dejar las armas delante de la puerta e inmediatamente le invité a
subir, él solo, a mi despacho, situado en la planta cuarta.
Declaró
que venía con orden personal del Ministro de la Gobernación (Interior), Sr.
Galarza, de que le entregara a los seis miembros de mi guardia. Me negué
categóricamente a ello, apelando al convenio por escrito, concertado con el
Gobierno, en el sentido de que no podría introducirse modificación alguna en el
mismo, sin mi consentimiento. Yo estaba dispuesto a discutir el asunto con el
Cuerpo Diplomático y con el Ministerio de Estado y a enterarme de las posturas
adoptadas, en principio, al respecto por el Cuerpo Diplomático, pero no acataba
órdenes del Ministerio de la Gobernación (Interior), con el que no me ligaba
relación oficial alguna.
Este
joven de unos veintiocho años de edad, con un pasado de muy dudosa reputación,
como ya queda mencionado, sólo sabía repetir: "Si Ud. tendrá la razón,
pero yo tengo órdenes del Ministro y las tengo que cumplir". Finalmente y
como viera que con lo de "su ministro" no conseguía nada, se conformó
con mi promesa de plantear inmediatamente la cuestión al Cuerpo Diplomático y, juntamente
con éste, al Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores), con el fin de llegar a
una solución de principio, y se retiró.
Apenas
había llegado abajo en el ascensor, cuando algunos jóvenes refugiados, corrían
hacia arriba para comunicarme que los Guardias que esperaban en la calle
empujaron la puerta, al tiempo que la estaban abriendo al Presidente para que
saliera, y habían conseguido entrar e invadido el zaguán.
Yo
por precaución había mandado encerrar a nuestro Guardia en el sótano y ahora
ordenaba a los refugiados, en turno de guardia, que se retiraran del zaguán a
los pisos más altos.
Bajé
al zaguán y lo encontré lleno de tipos mal encarados con uniforme de la Guardia
Nacional, con grandes pistolas ametralladoras en las manos. En el último
escalón me encontré, de cara, con el "Presidente".
Le
grité en tono imperativo y amenazador: "¿es usted el hombre con el que
acabó de negociar? ¿No acordó usted conmigo, en esperar hasta que yo
solucionara este asunto con el Ministerio de Asuntos Exteriores?"
El
insistió que tenía que cumplir las órdenes del Ministro. Yo me puse a vociferar
lo más alto posible diciéndole que él se hallaba en territorio noruego y que
tenía que salir inmediatamente de la casa con toda su banda y, si pretendía
quedarse, tenía que empezar por matarme a mí ya que yo no estaba dispuesto a
aguantar semejante transgresión.
A
esto replicaba que no me quería matar y que se quería ir, pero que, primero,
quería relevar la guardia. Le grité que aquí no tenía absolutamente nada que
hacer, sino salir inmediatamente a la calle ya que estaba dispuesto a
arrancarle, de un momento a otro, a pesar de mi edad, la nariz de la cara. El
bigote erizado, el pelo largo, agitado al aire y los tacos y palabras fuertes
con que aderecé mi discurso, dieron como resultado que todo aquel montón de
gente se volviera, gruñendo, hacia la puerta que yo mismo cerré detrás de
ellos.
A
través de los cristales vi que aún se quedaban algún tiempo junto a sus coches,
mirando hacia la puerta. No podía concebir todavía que tantas pistolas hubieran
tenido que ceder ante un anciano indefenso.
Una
hora después tenía yo al teléfono al Ministro Galarza. Exigía la entrega de mi
guardia, que dependía de él: poder disponer de sus hombres libremente era para
él una cuestión de prestigio, y no podía consentir que se le presentara
resistencia alguna. Yo le repliqué que no se trataba de prestigio ni de
resistencia, sino de la fidelidad a un convenio con el Gobierno que también le
obligaba a él. El asunto, como ya se lo habría comunicado su subordinado, el
Presidente de la Guardia Nacional, lo estaba tratando legal y reglamentariamente,
el Cuerpo Diplomático con el Ministerio de Estado por lo que entretanto, tendría que esperar con paciencia,
puesto que yo no mantenía con él relaciones oficiales. Aquel hombre, conocido
por su violencia y sus malos sentimientos, se irritó sobremanera ante esta
respuesta. Para no reconocer que se veía forzado a llevar a cabo toda esa
acción bajo la presión ejercida por el Comité Nacional de la Guardia Nacional,
a la que temía, sostenía que había recibido de las autoridades militares la
orden de que los efectivos dedicados a la custodia de la totalidad de las
representaciones diplomáticas se personara, antes de las seis de la tarde, en
tales y tales cuarteles para salir inmediatamente hacia el frente. Mentía
descaradamente, para intimidarme sin duda, ya que se daba cuenta de que, por sí
solo, no podía. Yo mantenía impasible mí inatacable punto de vista.
A
continuación, declaró, ya fuera de sí, que si yo no mandaba, antes de las seis,
a esos hombres a los cuarteles correspondientes, él los sacaría violentamente
de la Legación. Entonces yo le dije: "¿Me amenaza Ud. con violar la
extraterritorialidad noruega y con derramar sangre, para incumplir un Convenio?
Pues por las buenas no le voy a dejar entrar”. Él no estaba amenazando, me
replicó, pero sí que impondría por todo los medios su autoridad y retiraría sus
hombres. Era a todas luces inadmisible, que esa gente estuviera dentro de la
Legación; a partir de entonces iba a mandar fusilar a cualquier hombre que
pisara una representación diplomática. El ministro Galarza, hijo
descarriado" de una buena familia de militares, era tristemente célebre por
su mal carácter y resentimientos. Su intervención personal había convertido el
incidente en asunto oficial para el Cuerpo Diplomático, con características
francamente preocupantes. Por lo tanto, convoqué al Cuerpo Diplomático con el
fin de prepararnos para un segundo ataque armado de Galarza, ataque con el que,
a todas luces, podíamos contar. Acudieron inmediatamente un buen número de
colegas de diferentes países, destacando entre ellos, el Decano y el Secretario
general del Cuerpo Diplomático.
Poco
después de las seis, repitió Galarza su llamada telefónica insistiendo aún más
en su amenaza a lo que yo contesté asimismo a tono, que yo no iba a cambiar de
actitud antes de que el Cuerpo Diplomático adoptara una decisión, y que dejaría
caer sobre él la responsabilidad con todas las consecuencias de una acción
violenta.
El
Decano se puso entonces en comunicación telefónica con el Ministro de Estado,
el no menos tristemente célebre Álvarez del Vayo, que intentaba rehuir la
competencia que por obligación le incumbía y procuraba traspasarla toda al
Ministro de la Gobernación. Luego habló con el Presidente del Consejo de
Ministros, Largo Caballero, quien con su limitación habitual consideraba
anticuado el convenio (éste tenía poco más de un mes de antigüedad) y superado
ya por los acontecimientos, se negaba reconocerle valor y no se recataba de dar
a entender que lo consideraba como una trampa, encaminada a motivar a los diplomáticos
para que se quedaran.
En
resumidas cuentas, el Cuerpo Diplomático se veía frente a la realidad de que
estaban expuestos, junto con sus refugiados, a la mala voluntad de una sociedad
de prestidigitadores para los que un Convenio no representaba más que un medio
para engañar mejor.
A
las nueve, volvió a llamar Galarza. Se iba a cenar en ese momento pero quería
tener la contestación antes de la medianoche. Su tono era ya más moderado; se
había dado cuenta de que no podía "meter la cabeza por la pared" y
procuraba ahora salvar su prestigio ante el Comité Nacional, que le utilizaba
como instrumento para satisfacer sus antojos asesinos. Los colegas me pidieron
que, con miras a la negativa de los demás Ministros, cediera a la citada
exigencia con el fin de evitar medidas violentas que también podrían tener
malas consecuencias para otras Legaciones. A las once de la noche, telefoneé a
Galarza para decirle que, a petición del Cuerpo Diplomático, me había decidido
a entregarle los hombres de la guardia, pero no por la noche sino a la mañana
siguiente y a un oficial de la Policía y no a la gente del Comité Nacional.
Pareció alegrarse mucho de que se le abriera el callejón sin salida, en el que
se había metido, por cuestiones de prestigio, y añadió que a la mañana
siguiente me mandaría un relevo de toda confianza. Le repliqué que renunciaba a
ello y, al objetarme que, naturalmente, él tenía que proteger los edificios de
las embajadas y legaciones, le dije que eso había que hacerlo en la calle, ya
que yo no iba a dejar entrar en el edificio a nadie de su gente.
A
la mañana siguiente, un oficial recogió a los seis hombres; inmediatamente
después, vino el Presidente del Comité Nacional con un relevo y se quedó muy
decepcionado al ver que había llegado tarde para echarles la garra por sí
mismo. Le mandé decir que la guardia tendría que quedarse en la calle; el
portal ya no volvería a abrirse para ellos. A partir de ese momento, los puestos
de guardia de la Legación de Noruega estarían en la calle, delante del edificio.
Ni la lluvia ni el frío ni un tiroteo les autorizaría para traspasar el umbral.
Ante las observaciones que ocasionalmente me hacían, yo les contesté que su
Ministro había amenazado con fusilar a cualquiera de los hombres que pisara una
Legación y yo no quería ponerles en semejante peligro.
Pero
la historia de los seis hombres que nos custodiaban, aún continuó. Primero, los
encerraron a los seis, y a su Cabo, en régimen de incomunicación. Transcurridas
varias semanas, dieron libertad a los otros cinco y les enviaron al frente
desde donde algunos se pasaron pronto a los nacionales. El Cabo fue acusado de
desacato, desobediencia y de calumnias al Gobierno, ante el Tribunal Popular.
En
el transcurso de los meses siguientes, tuve que recurrir tres veces al Presidente
del Tribunal Supremo, y una de ellas, a las doce de la noche al Comité de la
Guardia Nacional, porque llegué a enterarme que aquellos "hombres de
bien" del Comité habían decidido "dar el paseo" al Cabo, junto con
otros guardias de la antigua Guardia Civil. Querían, por encima de todo,
quitarlo del medio, pero lo impedí hasta que llegó el día de acudir a juicio.
Me presenté yo mismo ante el Tribunal e hice, como único testigo, mi
declaración. Había conseguido que el policía rojo rectificara su falsa acusación.
El Cabo quedó libre. Pero ahora, lo que ocurría era que el irritado Comité,
obligado a tener que aceptar como mi voluntad terminaba imponiéndose y les
arrebataba su víctima, impugnaron la sentencia y pretendieron condenar a aquel
hombre con arreglo a su propia
"jurisdicción" y
ello, lo pude saber, ya en la siguiente noche. De nuevo tuvo que intervenir el Presidente
del Tribunal Supremo, quien convocó al Presidente y al Vicepresidente del
Comité y les forzó a aceptar mi solución; licenciar a aquel hombre, separándolo
de la Guardia Civil y entregármelo a mí, como elemento civil; así se hizo y al
fin quedó a salvo en la Legación.
Relato
de un preso
Lo
que ocurría en las prisiones, por entonces, puede deducirse de la descripción
de las jornadas carcelarias en "Ventas", escrita por uno de los
presos, que nos facilitó una visión de conjunto de sus vivencias mediante un
álbum ilustrado con dibujos, que nos entregó después de salir de la misión y cuando
ya estaba refugiado en la Legación de Noruega. Decía así: "Nunca se me
olvidará; eran las doce del mediodía del 30 de noviembre de 1936. En nuestra
celda, como en las demás, se presentó un grupo de individuos acompañados de
algunos jóvenes con pistolas; y, con ellos, uno que se presentaba como jefe y
que debía de ser un Comisario de la checa de Fomento 9, comunista. Con ellos,
entraron en las celdas dormitorio dos vigilantes de los presos, así como un
jefe de milicianos, llamado Díaz, cuya presencia en relación con este episodio
nadie podía explicarse, si bien, más adelante, pude experimentar, de modo
directo, cuál era la razón de su aparición entre nosotros.
Una
vez hecho el recorrido, hicieron formar a los presos como para pasar lista en
el centro de la galería donde, con gestos extraños, se reunió junto a nosotros
el enigmático Díaz y entonces comenzó a hablar el Comisario: "¡salud a
todos! (Salud es el saludo bolchevique, con el puño cerrado y en alto). La
República se ve amenazada por el fascismo, que ha intentado suprimir la libertad
del pueblo e imponerle su yugo. El Gobierno legítimo de la República reclama de
vosotros que, en la medida de vuestras fuerzas, la defendáis con el fusil, con
el pico o con la pala, llenando sacos terreros o abriendo trincheras. El que
esté dispuesto ¡que dé un paso adelante!”
Se
produjo un silencio impresionante, un cruce rapidísimo de miradas. Unos ochenta
dieron al paso adelante, otros veinte se quedaron donde estaban; entre ellos,
yo. En ese momento mi vida pendía de un hilo. Entonces, el ya mencionado Díaz,
con ademanes medrosos y, procurando pasar inadvertido, se puso discretamente
detrás de mí y me: susurró: "¡Da el paso, de ello depende tu vida!"
yo di el paso al frente y entonces, al verlo, también lo hizo el teniente
coronel B.F. y tuvo suerte, pero cuando otro quiso hacer lo mismo ya no pudo,
porque le observaban. En medio del horror de todo lo ocurrido, tenía yo al
menos la satisfacción de haber salvado la vida a uno que se guió por lo que yo
hice”.
Anotaron
los nombres de aquellos que no habían dado el paso adelante y el grupo de los
milicianos se trasladó a las oficinas, de la cárcel donde establecieron siete
tribunales ilegales para sentenciarnos. Bajábamos, en cada ocasión, veinte para
cada Tribunal. El mío, lo formaban un robusto joven que llevaba un jersey gris
y una jovencita que, según dijeron algunos, se llamaba N.
M.
Y era mecanógrafa de la Dirección General de Seguridad. Estaba sentada frente a
una máquina de escribir, pero no la usaba y el joven estaba también sentado con
una mesa delante. Éste me hizo las siguientes preguntas (aún las estoy oyendo):
"Siéntate" (todo ello con gran grosería). Me senté a la mesa y me
apoyé en ella. "No ¡sin apoyarte!" "¿Cuánto tiempo has estado
afiliado a la Falange?
Qué
hiciste en octubre de 1934? (durante el levantamiento comunista de Asturias)
¿Cuántos periódicos vendiste entonces por la calle? (durante la huelga de la
prensa de derechas).
¿Cuántos
años tienes?,
¿Cuál
es tu oficio?
¿Estás
diciendo la verdad?
¿Qué
quieres, jurar o prometer?
¿Eres
cristiano?
¿Qué
es lo que harías, si te dejáramos en libertad?
¿Cuándo
te cogieron preso?
¿Qué
harías si te dejáramos en libertad y vieras a la República amenazada por los
fascistas?, ¡ah! ¿No la defenderías?
¿Quién
responde por ti?
¿Tu
nombre?
Finalmente,
se opuso a mi intento de apoyar documentalmente una de mis respuestas, de la
que el dudaba. Escribió mi nombre junto a esto:
"Evacuación".
Se confeccionaron tres listas, a saber: "Traslado a otra prisión"
"Evacuación" (?) y
"Libertad".
En
la prisión de Ventas los dormitorios estaban clasificados por profesiones; uno
estaba ocupado por oficiales, otro por clérigos. A los oficiales se les planteó
asimismo la alternativa antes descrita, pero ni uno solo dio el paso adelante.
A ellos, junto a todos los que no lo habían dado, los sacaron de la cárcel la
noche siguiente, a las dos de la madrugada, sin más trámites y sin más ropa que
la de dormir, en camiones y con las manos atadas a la espalda, al cercano
cementerio principal de Madrid, situado al este de la ciudad, donde los
fusilaron contra la tapia. En conjunto, corrieron esa suerte en aquella noche,
ciento ochenta hombres, todos procedentes de esa prisión.
El
relato de mi informador continúa y lo transcribo para hacer pasar a la
Historia, con toda su desnudez, los hechos reales de aquélla época:
“Son
las cinco y media de la mañana del dos de diciembre de 1936, en la galería
reina una calma absoluta, aunque no duerme nadie. De repente se oyó un ruido de
llaves y dos voces. Una de ellas llama "¡ordenanza!" y le dice al
preso que desempeña ese cargo: "abre las celdas de aquellos a quienes yo
llame". Llevaba once papeletas en la mano y las alumbraba con su linterna
eléctrica.
Daba
muestras de tener mucha prisa por llevarse a la gente a la que había venido a
buscar. Todo ello iba acompañado de palabrotas. Los desgraciados a quiénes
habían llamado salieron fuera, y, con ellos, un suboficial de la Policía
Militar que era el que hacía de jefe del dormitorio. Todos se portaban como
valientes porque ya preveían la suerte que les esperaba. Para ocupar el puesto
del suboficial, me eligieron a mí que resulté ser el más joven entre los jefes
de sala de prisión y, tenía que responder de ciento un hombres, hacer por ellos
lo que buenamente podía frente a los abusos de los milicianos y levantar el
abatimiento de mis camaradas. ¡Y además tenía que cumplir los últimos deseos y
encargos de los desgraciados que partían!.
¡Qué
día aquel! y ¡qué noche, a la espera de que amaneciera! y con la inesperada
responsabilidad que se me había venido encima. Eran las cinco y media de la
mañana del día dos de diciembre.
Llevábamos
hora y media oyendo entrar a los camiones que venían a recoger más gente que el
día anterior. Oigo dar vueltas a la llave en la cerradura de la verja de hierro
y pasos en la galería. Una voz me llama ¡Responsable! Salgo y me veo al celador
de la CNT, el peor de todos, con su linterna y la papeleta amarilla en la mano
para llevarse a otros diecisiete. Cojo la papeleta y me quedo sin voz al verme
obligado a llamar a mis compañeros para ir al matadero. Con el pretexto de
meterles prisa, entro en las celdas de los que había llamado evitando que
entrara el celador. Así pude hacerme cargo de sus últimos deseos y encargos; me
entregaron cartas, fotos, anillos. De lo que más les costaba deshacerse era de
las cartas de sus madres y de sus novias, etc. Sin embargo, en medio
de
mi dolor, tenía la satisfacción de poder hacer llegar todo ello a sus familias
y de ser yo quien les comunicara la suerte corrida por los suyos.
A
uno de los llamados no podía levantarlo del colchón, porque era víctima de un
ataque en el que había perdido el conocimiento. Aún me parece ver su mirada
errante de un lado para otro, sin un punto en que fijarla, que parecía la de un
débil mental. Sólo a mí me miraba, como si quisiera que le dijera la verdad. Yo
le alcé un poquito, pero volvió a caer pesadamente sobre el colchón. El celador
le puso su linterna ante los ojos, pero la impresión que daba era de que no
veía la luz.
El
celador estaba furioso por el retraso porque tenían mucho interés en acabar con
esa expedición antes del amanecer. Entretanto, bajaron los dieciséis y como el
diecisiete no volvía en sí, tuve que bajar a la enfermería a llamar a un
médico, también preso, que le puso debajo de la nariz no sé qué sustancia de
fuerte olor. No volvió, sin embargo, en sí, pero entonces el celador todo
irritado dijo que había que sacarlo, aunque fuera a rastras. Con otros tres
camaradas levanté el cuerpo sin vida, lo vestí y lo llevé allí donde ya estaban reunidos los demás compañeros.
¡Qué
horror! ¡Ese momento no se me olvidará en la vida! En la sala de reunión de la
cárcel, cuarenta hombres, mejor diría "bandidos" armados con fusiles
con bayonetas y uniformados con abrigos de cuero, gorros rusos y otros
aditamentos de cuero, mandados por un individuo que llevaba el capote azul
claro correspondiente a un Oficial de Caballería, vigilaban a los desgraciados,
de los que anteriormente me había despedido. Pude ver que les habían quitado
las mantas de cama, que eran propiedad privada suya, y las habían amontonado en
un rincón, así como el jabón, la pasta de dientes, los peines, etc. pero lo
peor era la retirada de sus documentos que juntamente con otros objetos,
hubieran servido para identificarlos. Los ataron, no como otras veces, es decir
de dos en dos, codo con codo, sino individualmente, juntas las manos a la
espalda, con cordeles muy finos que les hacían un daño horrible. Ni el Director
ni ningún Oficial de Prisiones se dejaron ver en ninguna parte.,
Al
entrar con mi compañero enfermo, sin sentido, y querer llevarlo a uno de los
coches, me gritó uno de aquellos camaradas “¿A dónde vas con él? Lo llevo al
auto. No, déjalo ahí, ¿Qué le pasa?
Que
le ha dado un ataque y está como un pelele, no se tiene de pie. ¡Déjalo ahí!,
dijo señalando el montón de mantas. Allí lo dejé tumbado, sin sentido como
antes. Recuerdo las palabras llenas de crueldad, pronunciadas por uno de esos
tíos, señalándolo: “¡A éste ya no le da otro ataque!”.
Aquella
mañana se llevaron en total a veintitrés. Nunca se me olvidará la despedida de
esos desgraciados destinados a encararse con la muerte. De ello estaban
convencidos, pero iban con paso firme, valientes como si no fuera con ellos. Me
abrazaban y cuando yo caía en sus brazos, también en mí crecía un espíritu de
valentía. ¡Adiós, hasta que Dios quiera! Les decía al oído. ¡Qué dolor, sentir
el ruido cada vez más lejano de los motores de esos camiones, en los que unos
patriotas españoles honorables iban al encuentro de la muerte por manos
asesinas!”
Crimen
monstruoso
Volvamos
a los primeros días de noviembre de 1936. Las tropas nacionales presionaban, y
se acercaban a Madrid provocando el pánico que aumentaba al máximo y descargaba
en estallidos de furor y odio contra los indefensos cautivos. En esos trágicos
días de noviembre las mujeres de los detenidos acudían todas las mañanas a
centenares para llevarles algo de comida o alguna prenda de abrigo, soportando
las mayores humillaciones con los más groseros insultos cuando no eran tratadas
a culatazos por lo que más de una, fue detenida a manifestar su repulsa y
protesta ante semejante violencia.
El
seis de noviembre me encontraba en la Cárcel Modelo de la Moncloa, cuando, por
la tarde estallaron las primeras granadas cobrándose varios muertos así como
una serie heridos.
La
actitud de los milicianos era amenazadora y peligrosa y gracias, únicamente a
mis buenas relaciones con los funcionarios de prisiones podía aún visitar la
cárcel y pasar algún rato allí. Estaba muy preocupado por la suerte de los
presos y entre los que eran objeto de mi atención especial, por motivos de
amistad o conocidos de otros, les pude llamar al locutorio para infundirles
ánimos.
En
la noche del seis al siete de noviembre el gobierno se había
"evaporado" sin hacer ruido, ni dejar rastro, ante semejante
situación en la mañana del día siete recogí al Delegado del Comité de la Cruz Roja
y nos fuimos juntos en coche, a la cárcel Modelo. ¡Cuál fue nuestra sorpresa
cuando nos encontramos con que en la plaza que queda frente a la cárcel estaba
cerrada en semi-círculo por barricadas de adoquines extraídos de la misma
calzada y milicianos de guardia con la bayoneta calada, en la entrada,
prohibiendo su acceso!. Dentro de la plaza que quedaba cerrada con las barricadas,
había gran número de autobuses.
El
centinela se oponía a que pasara nuestro coche, entonces exigí que llamaran al
Cabo de guardia y al no comparecer, di orden al chófer de que pasara, sin que
interviniera el centinela. En el patio de la cárcel, todo estaba tranquilo y no
se veía a nadie más que a el centinela. Traté de ponerme en contacto con el
Director, pero me dijeron que desde la mañana temprano estaba en el Ministerio.
Busqué
entonces al Subdirector, y le pregunté lo que significaban todos esos
autobuses.
Me respondió que habían venido con objeto de
trasladar a unos ciento veinte oficiales a Valencia para evitar que cayeran en
manos de los nacionales. Por lo demás, no había novedad.
No
es que desconfiara de aquel hombre, a quién conocía como persona de toda
confianza, pero sí dudaba de la verosimilitud de sus informaciones, por lo que
resolví acudir a la Dirección General de Seguridad para tratar de averiguar
algo con mayor exactitud y renuncié por tanto a hablar con los presos. Fuera,
en el patio, me encontré con el principal responsable político de esa cárcel,
un viejo comunista, de oficio maquinista-ferroviario, con el que me llevaba muy
bien, quien me había prometido repetidas veces proteger de todos los peligros a
las personas que yo le había relacionado en una hoja y que estaban en la
galería especialmente confiada a su custodia. Me confirmó, exactamente, lo
mismo que me había dicho el Subdirector y atribuyó el número excesivo de autobuses
para sólo ciento veinte presos a que también tenían que recoger militares en
otras cárceles. No sabía, todavía, cuando tenía que efectuarse la ocupación de
los autobuses.
Entonces,
nos fuimos con el Delegado de la Cruz Roja, a la Cárcel de Mujeres, donde todo
iba bien y de allí nos dirigimos a la Dirección General, donde en cambio,
reinaba el caos. La noche anterior el Gobierno se había ido, en secreto, a
Valencia y con él, el Director General, Manuel Muñoz, un nombre que habría que
marcar a fuego. A mi pregunta acerca de quién era ahora, en Madrid el responsable
del orden, se me contestó que al parecer Margarita Nelken (diputada socialista)
ya que ésta se había instalado, desde por la mañana, en el despacho del
Director General. Nadie, sin embargo, sabía nada concreto y oficial. Pedí que
me dejaran hablar con ella, pero transcurrido cierto tiempo le hicieron ver que
se había ido. Yo lo que pienso es que no quiso dar la cara. Le dejé una tarjeta,
en alemán, en la que apelaba a sus sentimientos humanitarios. En otra ocasión
en que, por casualidad, me la presentaron, en la Embajada de Francia, al
dirigirle yo la palabra en mi idioma me dijo que se le había olvidado el
alemán, a pesar de que sus padres procedían Alemania y que en su casa lo
hablaban.
Nos
pusimos en marcha con el fin de encontrarla, pues nos importaba en grado sumo
obtener garantías de que las cárceles estaban custodiadas y controladas por la
autoridad del Estado, porque a pesar de las afirmaciones tranquilizadoras que
habíamos oído, algo había en el aire que nos hacía desconfiar. La buscamos en
la Casa del Pueblo (la casa de los sindicatos socialistas), en el Ministerio de
la Gobernación (Interior) y en otros organismos
sin poder encontrarla en ninguna parte.
El
Gobierno se había marchado, sin notificárselo al Cuerpo Diplomático y sin
pedirle que le acompañara. ¡Eso era un “precedente”, sin precedentes! Sólo, después,
se procedió a una notificación nada clara que ni siquiera aludía a la
permanencia de los diplomáticos. Ante situación tan delicada se convocó una
reunión de todo el Cuerpo Diplomático. También se convino en enviar una
comisión a Miaja para tratar de la situación de las prisiones. Yo no me quedé
esperando; intenté actuar. En la Embajada de Chile, se me acercó una dama extranjera con una proposición
fantástica: el Colegio de Abogados de Madrid estaba dispuesto a poner a
disposición del Cuerpo Diplomático su propia milicia, unos cien hombres para
proteger las prisiones. Yo debería ir allí para tratar con aquella gente. Fui,
y recibí, sí, ofrecimientos verbales, pero ninguna señal de la existencia de
una disposición práctica. Todos estaban bajo la presión de la entrada de las
tropas nacionales y a todos les hubiera
gustado asegurar su salvación a base de los servicios prestados. Por otra
parte, no se atrevían tampoco a mudar de “casaca” demasiado pronto, porque
¿quién sabe?... Con tales vacilaciones, nada inmediato y práctico podía
emprenderse. Otra vez volví al Cuerpo Diplomático, donde se me requería para
enterarme de la respuesta de Miaja, que, según nos informaron, se manifestó en
estos términos: "Todo está en orden, el Gobierno tiene las riendas del
poder en la mano, no hay nada que temer, mis manos están firmes, podéis confiar
en ellas. Madrid resistirá, la ciudad está segura". Pero yo pensaba en el
número inquietante de autobuses estacionados en la Moncloa y después de comer
reanudé enseguida la búsqueda de la "responsable Nelken", incluso en su
domicilio privado donde, sin embargo, en aquel día, aún no la habían visto. Más
adelante, oímos que en ese mismo día había estado, a primera hora de la tarde,
en la Cárcel de Mujeres de Conde de Toreno.
Por desgracia no pudimos averiguar nada en ninguna parte.
Con
motivo de tal búsqueda, cruzamos por el barrio situado a orillas del
Manzanares, que queda frente a Carabanchel, tomado la víspera por los
nacionales. Reinaba una calma singular en aquel
"frente" a lo largo del río. Las carreteras y los puentes
estaban cortados, aparentemente con sacos terreros ya destrozados. Montones de
tierra formaba al borde del río, una línea defensiva primitiva y endeble. Lo
mejor eran las barricadas de adoquines arrancados de la calle, que había en dos
o tres sitios. Se veían, aquí y allá, impactos de granadas de pequeño calibre.
Pero lo increíble de dicho "frente" era que estaba desguarnecido,
apenas media docena de hombres, centinelas, detrás de sacos terreros, fueron
los que vi durante todo el recorrido a lo largo del río, desde el Puente de la
Princesa hasta el Puente de Toledo, donde, en la orilla de enfrente, estaban
los nacionales. Ni un solo disparo enturbió nuestro camino que discurría
inmediatamente detrás de la primera línea. Daba la impresión de que ya no
existía, en absoluto, actitud alguna de defensa, y que solamente dependía de
los que estaban al otro lado, saltar aquellos ridículos obstáculos y entrar,
marchando, hacia adelante.
Algunos
días antes, cuando los nacionales estaban aún a algunos kilómetros de
distancia, había yo pasado en coche por uno de dichos puentes, subiendo hacia
Carabanchel. Los centinelas no planteaban dificultades, aunque si miraban, por
lo menos, nuestro salvoconducto antes de dejarnos pasar. En aquel entonces, la
línea, a todo lo largo del Manzanares y, sobre toda las cabezas de puente,
estaban ocupadas por un número bastante importante de milicianos. La defensa de
la principal carretera de acceso consistía en un solo cañón melancólico, situado
en la carretera, detrás del montón de basura. Ahora que la cosa se había puesto
seria, parecía que los milicianos estaban de permiso. Asombraba que una línea
tan débil pudiera detener al enemigo, ni siquiera moralmente.
Abandonamos,
pues, la infructuosa búsqueda de la "mandamás" de la policía, M.
Nelken, y acudimos al Ministerio de la Guerra donde se encontraba el mando
militar, recién nombrado, al frente del general Miaja, que nos recibió
enseguida y al que yo ya conocía por otras ocasiones que tuve que entrevistarme
con él. Le pedimos protección y seguridad para los presos, que nos preocupaban
mucho, y le contamos todo lo que habíamos observado por la mañana en la Cárcel Modelo.
Miaja nos prometió todo: "a los presos no les tocarían ni un pelo".
Le hablé especialmente de mi abogado La Cierva y de su liberación. Miaja me
aseguró que haría todo lo humanamente posible por él. Eran las cinco y media de
la tarde, y La Cierva ¡hacia ya dos horas que lo habían asesinado!, como me
enteré después.
Al
terminar la entrevista nos acompañó un ayudante, al que yo conocía desde hacía
tiempo, y nos recomendó que esperáramos un poco, porque iba a tener lugar a
continuación una reunión con los representantes de los partidos del Frente
Popular, donde se iba a nombra la nueva "Junta de Defensa" de Madrid,
y él nos presentaría al nuevo Delegado de Orden Público, inmediatamente después
de su nombramiento. En efecto, al poco, se abrió la puerta de la Sala y acto
seguido, afluyó a la misma un muestrario de individuos representantes de los
partidos en el Gobierno, que eran reflejo de los distintos estratos populares,
de donde se habían reclutado: observamos el tipo algo aburguesado, engreído en
su superioridad, poco marcial en su antimilitarismo, de los republicanos de
izquierdas; luego percibimos los hombres de aspecto hermético, pero fiero de la
juventud socialista-comunista y, finalmente los típicos representantes de los
"chulos" madrileños, los anarquistas de la F.A.I., que entraban
contorneándose y dándose importancia, majestuosos, todos ellos con sus
chaquetones de cuero marrón y sus grandes pistolas al cinto. Eran los futuros
señores soberanos de Madrid, por la Gracia del Pueblo. Fueron pasando y
desaparecieron dentro del despacho del general.
Mientras
con impaciencia esperábamos el final de la reunión, oímos hablar por el
teléfono a otro ayudante, que reflejaba a juzgar por sus palabras el pánico y
el atolondramiento reinante en Madrid.
Incluso
dentro del Cuartel General, daba la impresión que no existía una defensa
organizada. Después de una larga espera, apareció el ayudante acompañado de un
hombre joven, alrededor de veinticinco o treinta años, un "camarada"
robusto, con un rostro de expresión más bien brutal, y nos los presentó como el
nuevo Delegado de Orden Público. Pertenecía a las Juventudes Comunistas, la más
encarnizada e insensible de todas las organizaciones proletarias. Extremó su
cortesía con los diplomáticos, con quiénes establecía contacto por primera vez
en su vida, y nos citó para celebrar una entrevista, en su nuevo despacho, a
las siete de la tarde.
Entretanto,
habían dado ya las seis y a mí me angustiaba de nuevo un oscuro presentimiento,
de lo que pudiera estar ocurriendo en la cárcel Modelo. Cuando, en plena
oscuridad me trasladé allí y entré en el patio, donde se encontraban
desperdigados, cierto número de milicianos, vino enseguida corriendo hacia mí
el Director y me dijo: ¡Se lo han llevado con ellos!, ¡yo no estaba aquí, acabo
de llegar del Ministerio! Se refería al abogado de mi Legación, Ricardo de la
Cierva, por el que me había interesado tanto. Me refirió, a continuación, que
ya en las noches precedentes se había enfrentado dos veces, durante horas, con
milicianos que venían a llevárselo, discutiendo con ellos e intentando salvarlo
hasta el extremo de amenazarse mutuamente con las pistolas. Esta vez, sin embargo,
no hubo ya posibilidad alguna, porque tuvo que ausentarse todo el día en el
Ministerio. Al pedirle insistentemente detalles, me contestó que se habían
llevado varios centenares de presos para trasladarlos, según rezaba la Orden de
la Dirección General, a Valencia, a la prisión de San Miguel de los Reyes. Se
los entregaron a un comunista, llamado Ángel Rivera, que era quien traía la
orden.
Deduje
por sus propias referencias que él mismo veía el asunto con pesimismo y, al
hacerle yo algunas preguntas categóricas, me contestaba con evasivas.
El
terror se hacía sentir en el ambiente y se reflejaba en la figura de aquellos
mozalbetes desempeñando como milicianos el "servicio" de la defensa
de la cárcel, ante la proximidad de las tropas nacionales que ya se habían
introducido en el casi circundante parque del Oeste, oyéndose cercanos el
tiroteo de que era objeto el edificio, así como el fuego de las ametralladoras constituyendo
aquella posición la piedra angular para la defensa de Madrid.
Ya
no podía quedarme allí más tiempo porque tenía que recoger al Delegado de la
Cruz Roja para acudir a la entrevista con la nueva autoridad policial, tal como
había quedado convenido entre nosotros. La tal autoridad, se llamaba Santiago
Carrillo, con el que tuvimos una conversación muy larga en la que ciertamente
recibimos toda clase de promesas de buena voluntad y de intenciones humanitarias
con respecto a la protección de los presos y al cese de la actividad asesina,
pero con el resultado final por todos percibido de una sensación de inseguridad
y de falta de sinceridad. Le puse en conocimiento de lo que acababa de decirme
el Director de la cárcel y le pedí explicaciones.
El
pretendía no saber nada de todo aquello, cosa que me pareció inverosímil. Pero
a pesar de todas aquellas falsas promesas, durante aquella noche y al siguiente
día, continuaron los transportes de presos
que sacaban de las cárceles, sin que Miaja ni Carrillo se creyeran obligados a
intervenir. Y, entonces sí que no pudieron alegar desconocimiento ya que ambos
estaban informados por nosotros.
A
propósito de esta conversación convendría destacar, además, la afirmación
categórica que nos manifestó el Delegado de Orden Público, de que Madrid se
defendería mientras quedaran en la ciudad dos piedras una encima de otra y un
hombre que pudiera sostener un fusil y que únicamente se podría tomar cuando no
quedara sino un montón de escombros.
Tal
es, ahora como antes, el espíritu que domina en los dirigentes rojos españoles.
La destrucción es, en todos los campos, parte importante de su programa y, la
envidia, y el resentimiento su móvil esencial. Yo les decía a menudo:
"Estáis todos mal del hígado", en efecto, no les gusta ceder lo que ellos
no pueden mantener; encuentran consuelo y satisfacción, en haber inutilizado a
fondo, para otro, alguna cosa, e incluso aunque ellos mismos ya no puedan
sacarle utilidad. Lo mismo venía a confirmarme y ello recreándose con gusto, un
comisario de Policía en Madrid: "Cuando tomen Madrid, la ciudad sólo será
un montón de ruinas, todo está minado y antes de entregarlo volará por los
aires". Lo cual, naturalmente, no excluye, sino al contrario, el que
después, frente al resto del mundo, (cuyo horror ante hechos tan vergonzosos,
desconocen), atribuyan tal destrucción a enemigo.
Lo
que sí tuvo cierta gracia fue que, al separarme del Delegado de Orden Público
en cuya mesa había depositado mis papeles y, sin darme cuenta, cogí la copia de
una orden secreta de Largo Caballero, en la que se decía que el Gobierno
"con el fin de poder seguir cumpliendo su principalísima misión en defensa
de la causa republicana, había resuelto alejarse de Madrid y confiar a Miaja la
defensa de la capital a cualquier precio". Para apoyarle, como ya relaté anteriormente,
se constituyó un Comité de Defensa de Madrid, compuesto por todos los partidos representados
en el Gobierno, bajo la presidencia del propio Miaja. Este Comité quedaba
investido, por parte del Gobierno, de todos los poderes y atribuciones para procurarse los
medios necesarios para la defensa de Madrid, "medios que se activarán y
explotarán al máximo", y, "para el caso en que, a pesar de todos los
esfuerzos, tuviera que rendirse Madrid, dicha organización quedará encargada de
salvar todo el material de guerra, así como todo cuanto pueda parecer de
interés para el enemigo. En tal caso las tropas se retirarán en dirección a
Cuenca para establecer una línea defensiva en un lugar que señalará el General
en Jefe del Ejército".
Cuando
regresé a casa, hacia las nueve, me encontré con el recado procedente de otra
Legación, que ésta había recibido de la cárcel con destino a mí, según la cual
Ricardo de la Cierva estaba en libertad. Dado que tal mensaje no podía proceder
más que muy en particular de uno de mis protegidos de la cárcel, me fui de
nuevo allí, en coche, hacia las diez para enterarme con mayor exactitud. La
cárcel Modelo estaba sumida en profunda oscuridad y en gran agitación. En un
amplio semicírculo en torno a la misma, retumbaba el fuego de Infantería y
caían granadas. Los parapetos, que yo había visto por primera vez por la
mañana, estaban ahora ocupados y aquella gente hacia fuego a la buena ventura
hacia dentro del parque circundante, en plena oscuridad. En el patio de la Cárcel
rondaban figuras sospechosas con cara de bandidos y naturalmente, uniformados
de milicianos. Las miradas que dirigían al inoportuno diplomático no eran
ciertamente nada amistosas.
Tardé
aún en saber lo que esos tipos tenían ya sobre su conciencia y los propósitos que
aún abrigaban. Me fui para adentro y pedí que me sacaran de su celda a mi
protegido. Me informaron que se habían llevado a gran número de presos, en el
transcurso de la noche, en dos expediciones, siempre por parejas atados el uno
al otro por los codos y sin poderse llevar su equipaje. Entre ellos, iba
también La Cierva, que se encontraba en otra galería distinta a la del
responsable comunista a quien le comprometí para que velará por la protección
de mis protegidos, como así ocurrió, pues se opuso con éxito a que fueran
entregados todos los que figuraban en las listas que ocupaban su galería. El
mismo fue el que, aprovechando la oportunidad que se le presentó de la
presencia en la prisión de una representación diplomática, encargó a un
empleado de los diplomáticos para que me comunicara que Ricardo de la Cierva ya
no estaba en ella; pero, interpretando erróneamente el recado, lo que se me
transmitió fue que estaba en libertad. Esta noticia despertó en mí la confianza
de que de alguna manera hubiese podido eludir el transporte y me hizo concebir
la esperanza de poder seguir buscándole con la consiguiente incertidumbre.
Hacía
ya algún tiempo que había yo conseguido que La Cierva fuera trasladado también
a la galería del responsable comunista, que ya le tenía en su lista. Pero La
Cierva no quiso abandonar su galería porque en ella desempeñaba un cargo, como
administrador de la caja de la farmacia de socorro, que le distraía y al mismo
tiempo le permitía atender a sus compañeros de prisión lo cual fue, desgraciadamente,
fatal para él.
Cuando,
cerca ya de las once de la noche salía yo del interior de la cárcel otra vez al
patio, me sorprendió el interminable aluvión de hombres con cascos de acero que
penetraban por la puerta. Su aspecto era tan distinto del de los milicianos,
que me dirigí a unos cuantos y pude comprobar que todos, sin excepción, eran
extranjeros.
Se
trataba de la primera "Brigada Internacional" que yo veía, llegada
aquel mismo día a Madrid y que quedaron a partir de entonces en la cárcel, cuya
defensa habían de asumir. De no ser por esa ayuda, repentinamente surgida, de
soldados de mejor calidad militar que los milicianos (eran gentes experimentadas
en múltiples servicios prestados en la Guerra mundial, franceses, polacos,
checos y también nórdicos) quizás hubiera caído la cárcel en manos de las
tropas nacionales en los siguientes dos o tres días, con lo que se hubieran
salvado los presos que aún quedaban (de tres mil a cuatro mil). Los detalles
que llegué a conocer de cómo se efectuaban los transportes de presos me intranquilizaban,
si bien por entonces solamente los consideraba como crueldad superflua, sin
calar todavía en su verdadera importancia. No presentía aún los abismos de
inhumanidad por parte de unos y de negligencia por parte de los otros, los
miembros de las autoridades.
Para
llegar al fondo del asunto, me fui a la mañana siguiente, otra vez, a ver al
Director de la cárcel Modelo. De sus precavidas palabras, pude poco a poco, ir
entresacando que no creía que los presos hubieran llegado a los pretendidos
lugares de destino. Me enteré de que, en la noche recién trascurrida, habían
salido otras dos expediciones en las mismas circunstancias sospechosas.
Empezaba
yo a barruntar la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen inaudito en
el que, hasta entonces no había podido ni pensar. El Director, con el fin de
justificarse ante mí, me enseñó un papel, en el que el Subdirector de la
Dirección General de Seguridad le ordenaba por escrito, con su firma, que
entregara al portador del mismo los novecientos setenta presos que éste le
indicara, a efectos de su traslado a la prisión de San Miguel de los Reyes en
Valencia. Tuve conocimiento de que dicha orden se la había dado al Subdirector,
verbalmente, el Director General de Seguridad, en la noche del 6 al 7 de
noviembre, antes de su huida, y que tal fue el precio que ese canalla de Director
General, pagó a los comunistas, que le
vigilaban, para conseguir que le consintieran la huída. Supe, además, que tanto
el Subdirector como el Director de la cárcel habían intentado obtener de los
cabecillas un aplazamiento de esos "traslados" con el fin de ganar
tiempo para negociar con ellos (con algunas botellas de vino de por medio, como
de modo significativo, decía el Director), pero éstos se negaron a cualquier
aplazamiento invocando la orden del Director General, y se salieron con la
suya.
Los
comunistas iban acompañados por policías estatales, pertenecientes a la Brigada
Criminal del Comisario de Policía, García Atadell. El Director de la cárcel
Modelo se sinceró conmigo en reconocer que, consciente de su impotencia para
intervenir en contra de ese plan que detestaba, había preferido permanecer
ausente de la cárcel todo el día. Pero lo cierto es que tampoco se había atrevido
a hacernos llegar indicación previa alguna, ni a mí, ni al Encargado de
Negocios de la República Argentina con el que asimismo mantenía buenas
relaciones personales.
Al
cabo de unos días ingresaron en mi Legación, en calidad de refugiados, dos
presos liberados que habían actuado de escribientes en una de las galerías, por
lo que gozaban de mayor libertad de movimientos y más posibilidades que otros
presos de relacionarse con los milicianos. Me confirmaron todas las cifras y
detalles obtenidos y añadieron que esos policías habían reclutado, de entre la
guardia que custodiaba la cárcel, voluntarios para "disparar",
diciendo: "Hay poco tiempo para acabar con tanta gente y nosotros somos
pocos". Esos “voluntarios" contaban luego detalles que declaraban su
desnaturalizada crueldad, tales como que, unas veces antes y otras después de disparar
contra sus víctimas, les habían quitado sus pitilleras, plumas estilográficas,
botas; en fin, que se les desvalijaba hasta de su propia vestimenta.
En
los días que siguieron, iba tomando cuerpo la verosimilitud de un crimen de
dimensiones inauditas. Recogí información en otras prisiones y pude comprobar
que en San Antón y en la de Porlier se habían producido, asimismo,
"sacas" sospechosas; en la primera, ciento ochenta hombres con
dirección a Alcalá de Henares; en la última, doscientos para Chinchilla. Pronto
pude averiguar que de los ciento ochenta con destino a Alcalá sólo llegaron
ciento veinte. ¡A unos sesenta los asesinaron por el camino! Otra expedición de
unos sesenta y cinco procedentes de San Antón afortunadamente se había
retrasado algo y pudo salvarse en el último momento.
Ahora,
se trataba de aclarar lo ocurrido con los otros mil doscientos, procedentes de
la cárcel Modelo y de la de Porlier. Conseguí, a duras penas y valiéndome de
determinadas relaciones, obtener comunicación con el penal de San Miguel de los
Reyes en Valencia y con el de Chinchilla, a cuyos desprevenidos directores
pregunté, apelando a su conciencia, cuántos presos, procedentes de las cárceles
de Madrid, habían ingresado en sus establecimientos
penitenciarios, durante la última quincena. En ambos casos me aseguraron,
extrañados, que ni uno solo. Asimismo les pregunté si no había llegado notificación alguna en forma de lista. No, no
habían recibido ni notificación ni lista. Por si acaso, telefoneé aún a la
prisión principal de Valencia, de donde recibí la misma información.
Ahora
estaba claro: habían asesinado a mil doscientas personas a las que había sacado
de las cárceles con dicho fin, ya que ni siquiera se había cursado el usual
preaviso. Lo cursaron únicamente en el caso de Alcalá de Henares, y si esto se
hizo por error o distracción o porque la decisión de asesinarlos partió de los
acompañantes ya por el camino, es cosa que no se pudo averiguar. La realidad
fue que de San Antón salieron tres autobuses, uno por la mañana, otro a mediodía
y otro por la tarde. El primero y el último llegaron intactos a Alcalá, los
presos del segundo o intermedio fueron asesinados sin excepción.
Entre
ellos estaban los mejores apellidos de España y, sobre todo, militares,
oficiales elegidos para víctimas con arreglo al buen parecer de los comunistas.
Eran hombres a los que nunca se había juzgado, ni siquiera acusado. Estaban
presos desde que estallaron los disturbios y, hasta entonces, se les había
considerado como rehenes. Ahora lo que importaba era seguir la pista de los
hechos hasta descubrir el lugar del crimen.
Guiándome
por lo que se rumoreaba, oí algo acerca de un pueblo que estaba a 20 km. de
Madrid,
Torrejón
de Ardoz, en la carretera de Alcalá de Henares. Me fui hasta allí, me reuní con
un antiguo conocido, agricultor, y me encerré en su casa con él. Muy turbado,
el hombre no quería hablar.
Estaba
sobrecogido por el horror reinante y me dijo que a él mismo, lo habían llevado
ya para matarlo y que sólo debía la vida a la intervención casual de otros; que
le habían quitado todo y que apenas se atrevía a pisar la calle. Le habían
asesinado a un hermano, empleado de comercio en Madrid que, para mayor
seguridad, se había vuelto a su pueblo. Costándome mucho trabajo y garantizándole,
por mi parte, silencio incondicional pude sonsacarle que había oído que algunos
autobuses torcieron en dirección al río Henares y que otros, según contaban
habían ido hacia Paracuellos del Jarama, que estaba en otra dirección. De
detalles de lo ocurrido no sabía él nada.
Todavía
acudí a otra persona para que me concretara algo esas noticias, pero me
encontré con que negaba lisa y llanamente tener el más mínimo conocimiento de
aquello, de lo cual deduje que en aquel pueblo la consigna dada era
"silencio o muerte".
Me
fui luego a hacer una visita a la cárcel de Alcalá pensando en que quizá podría
saber algo porlos que allí habían llegado procedentes de San Antón. El Delegado
de la Cruz Roja Internacional no me acompañó, naturalmente, a las visitas
secretas, ya que no hablaba español y su presencia másbien hubiera entorpecido
las cosas. En la prisión de Alcalá nos encontramos con el Encargado de Negocios
de Argentina, don E. Pérez Quesada con el que yo ya había compartido con
frecuencia tareas humanitarias.
Le
hice partícipe de mis averiguaciones y le invité a venir conmigo, pues yo
estaba decidido a desviarme en el viaje de regreso y, pasara lo que pasara, a
encontrar a toda costa aquél ominoso lugar.
Se
mostró dispuesto a acompañarme y fuimos un par de kilómetros por una carretera
secundaria desde el pueblo de Torrejón hasta el puente sobre el Henares. Allí
había, junto a la carretera, una casa solitaria, que antes había sido una
modesta casa de peones camineros. La casualidad quiso que esa casa fuese
precisamente aquella en la que en 1905, el anarquista Morral tomó su último alimento
en su huida por los campos, después de haber arrojado la bomba contra la
carroza real el día de la boda del Rey Alfonso XIII. Allí le pidió sus papeles
una patrulla de la Guardia civil que iba de paso y él echó correr hasta un
campo que había cerca, en el que se suicidó con su pistola.
Delante
de esta casa había algunas mujeres sentadas, con unos niños jugando. Cerca de
ahí, se bifurcaba un camino rural y uno de sus ramales bajaba hacia el río, en
dirección a un castillo del siglo XVIII, llamado Castillo de Aldovea. El cauce
del río es profundo, en aquel lugar y sus orillas están abundantemente
cubiertas de árboles y de vegetación de monte bajo. Yo sospechaba de ese camino
en el que, sin embargo, no se veían huellas del paso de coches que, por lo
demás, hubieran tenido que apreciarse, pues hacía mucho tiempo que no llovía.
A
las preguntas que, con precaución, les hicimos acerca de los autobuses que
habían pasado por allí el domingo anterior, las mujeres respondieron,
tímidamente, que ellas eran forasteras, recién trasladadas en esos mismos días,
desde sus pueblos, y que no habían observado ni oído nada. Continuamos
conduciendo río arriba hasta una casita solitaria. Afortunadamente sólo estaba
en ella la mujer. Esta nos contó sin apuros que, efectivamente, el domingo por
la mañana pasaron un buen número de autobuses, llenos de hombres procedentes de
Madrid, que torcían para entrar en el mencionado camino rural. Al poco tiempo
empezó un tiroteo que duró toda la mañana. Eso era en el lecho del río muy
cerca del castillo. El lunes, temprano, aún vino otro autobús con unos pocos.
Luego
fuimos por el camino vecinal en dirección al castillo y observamos el lecho del
río. Debido al espesor de la arboleda no pudimos dar con el lugar, ni siquiera
yendo a pie. A continuación, fuimos en coche hasta el castillo en el que yo
entré. Allí estaban los hombres que custodiaban un establecimiento de doma
caballar alojado en dicha finca. Pregunte por el “responsable”.
Afortunadamente
no estaba allí. Luego me dirigí al único que estaba de guardia, que era un miliciano,
y le pregunté sin rodeos donde habían enterrado los hombres que fusilaron el
domingo, dando por sabido lo ocurrido. El hombre empezó a hacerme una
descripción algo complicada del camino. Le dice que sería mucho más sencillo
que nos acompañara y nos enseñara el lugar; me hizo caso, se colgó el fusil y
nos condujo al lugar. A unos ciento cincuenta metros del castillo se metió en
una zanja profunda y seca que iba del castillo al río, y que llaman
"Caz"; era una antigua acequia. Ahí empezaba, en el fondo de dicha
zanja, un montón de unos dos metros de alto de tierra recientemente removida.
Lo señaló y dijo: "aquí empieza". Había un fuerte olor a
putrefacción: por encima del suelo se veían desigualdades, como si emergieran
miembros, en un lugar asomaban botas. No se habían echado sobre los cuerpos más
que una fina capa de tierra. Seguimos la zanja en dirección al río. La remoción
reciente de tierra y la correspondiente elevación del nivel del fondo de la
cacera tenía una longitud de unos trescientos metros! ¡Se trataba pues de la
tumba de quinientos a seiscientos hombres!, Tal como aún pude sonsacarle al
miliciano, aquello había transcurrido de la siguiente manera: los autobuses que
llegaban se estacionaban arriba de la pradera. Cada diez hombres, atados entre
sí de dos en dos eran desnudados, o sea que les robaban sus cosas, y enseguida
les hacían bajar a la fosa, a donde caían inmediatamente que recibían los
disparos, después de lo cual tenían que bajar los otros diez siguientes
mientras los milicianos echaban tierra a los precedentes. No cabe duda alguna
de que, con éste bestial procedimiento asesino, quedaron sepultados gran múmero de heridos graves, que aún no estaban
muertos, por más que en muchos casos les dieran el tiro de gracia.
Ruego
al lector que se detenga unos minutos procurando concentrarse en la imagen del
tremendo suceso que acaba de leer: una mayoría de hombre jóvenes, en la flor de
la vida, pendientes en todas las fibras de su ser, de los suyos, padres,
madres, esposas, novias, hijos, sin haber infringido ninguna ley humana, se
veían arrancados de una vida honrada, y asesinados por sus compatriotas, aquí,
al borde de una fosa, a pleno sol, sin haber visto antes nunca a sus verdugos y
tras haber sido robados y, después, fusilados y enterrados, habiendo visto
correr la misma suerte a sus amigos, parientes o camaradas; y todo esto,
únicamente por pertenecer a otra "clase". Puede uno imaginarse la
desconfianza y la desesperación de estos pobres seres con respecto a la
Humanidad ¿Cabe juicio condenatorio más terrible que el que merece la
insensatez de semejante lucha de clases? ¿Quién podría alegar excusa alguna,
basada en sentimientos humanitarios, para un gobierno que se atreve a inducir a
esas atrocidades, o en todo caso, a consentirlas y al mismo tiempo, tenga la
cobardía de querer después disimularlas o encubrirlas?
Pasados
algunos días, unas personas pertenecientes a otra Legación, que viajaron en un
camión al pueblo de Torrejón para adquirir patatas, sintiendo curiosidad por
las noticias de las que yo había hecho partícipes a los colegas, quisieron
visitar el lugar. Llegaron a la ominosa pradera y encontraron algunas tarjetas
de visita y otros pequeños objetos dispersos por allí, pero antes de que pudieran
continuar su camino, salieron violentamente por el portón del castillo un
cuantos milicianos, bajo la dirección del "responsable”, que les apuntaban
con sus fusiles profiriendo amenazas, con mucho griterío, de forma que apenas
si pudieron huir hasta su camión y largarse.
Sólo
me faltaba esclarecer las demás actuaciones asesinas. Mis anteriores
acompañantes no mostraban mucho afán por caer en ese avispero, así que el
domingo por la mañana, una semana después de los hechos aquí narrados, salí
para allá con mi joven y animoso conductor y un "adolescente" de
setenta y cinco años, de origen portugués que había sido hacía años secretario
mío y que ya no tenía mucho aprecio a la vida.
Dejamos
atrás el aeropuerto de tráfico civil de Barajas y cruzamos el Jarama hacia
Paracuellos. Este pueblo está maravillosamente situado sobre una elevación
perpendicular al valle de dicho río, desde el que se disfruta de una vista
espléndida de Madrid y su meseta, así como de la sierra de Guadarrama, más al
fondo. Al llegar yo, había en un lugar, entre las casas de aquél pueblo y el declive
abrupto de la meseta al valle, un grupo grande de hombres con escopetas de caza
y fusiles al hombro. Me acerqué a ellos y les pregunté acerca de las
posibilidades que había en el pueblo de comprar patatas para el Cuerpo
Diplomático. Replicaron, recelosos, que en ese pueblo no había patatas y que
tendría que ir como a diez kilómetros más allá para encontrarlas.
Me
volví hacia el panorama que se disfrutaba y dije, que quería admirar aquella
vista, ya que no conocía el pueblo y sus alrededores. Así empecé a andar paso a
paso a lo largo del borde mismo del brusco declive, donde vi a alguna distancia
un corte profundo como un barranco que me pareció muy sospechoso.
Dejé
a mi “señor mayor” con los campesinos para que los entretuviera y distrajera,
pues enseguida me di cuenta de la actitud, más bien de rechazo, en donde se
habían dado órdenes severas y no se fiaban de mí, de modo que de aquella gente
no se podía sacar nada. Dos de ellos me siguieron y me dijeron: "No vaya
Ud. hacia esa parte, que están queriendo probar una granada, y puede explotar
de un momento a otro". Ahora lo veía ya claro. Sonreí y dije "Estoy
muy acostumbrado a las granadas, no me asustan" y continué mi camino. Al
borde del barranco vi a tres muchachita sentadas que meparecieron más normales
que aquéllos herméticos labradores y aparentando no perseguir finalidad alguna,
me fui hacia ellas. Los labradores entonces las llamaron, diciendo que
volvieran enseguida porque ahí fuera había peligro. Pero yo ya me había
adelantado tanto a mi "guardia de honor" que pude aún alcanzar a
solas a las muchachas en su trayecto de vuelta y preguntarles, como si de algo muy
sabido se tratara: ¿Dónde han enterrado el domingo pasado a toda la gente que
mataron aquí?
A
lo que una pequeña de unos doce años señaló enseguida hacia abajo, al barranco:
"Ahí abajo en el barranco". Mientras que la otra, de unos dieciséis
años, que seguramente ya sabía más y estaba más aleccionada, añadió
rápidamente: "pero eran muy pocos como unos cuarenta sólo". Entonces
dije yo: “¡Vaya, pues autobuses había unos cuantos!”, a lo que ella replicó,
manteniéndose en lo dicho:
“No,
era muy poca gente, igual que otras veces que han matado a algunos aquí afuera,
pero sólo a muy pocos, añadió, ¡para restablecer el orden, como estaba
mandado!” Entretanto, las llamadas de los hombres se hacían tan terminantes,
que ellas se alejaron corriendo de allí. La situación se estaba poniendo
crítica ya que esos hombres se daban cuenta de que no era precisamente el
paisaje lo que había motivado mi visita a su pueblo. Les saludé amistosamente y
me fui.
Íbamos
en el coche por una carretera que seguía el trazado del río, entre éste y el
mencionado declive escarpado de la meseta, hacia el pueblo de Cobeñas y yo
recorría con la vista el terreno del barranco pero no podía ver señal alguna
clara de tierra removida. Entrar en el barranco para investigar, parecía, en
verdad, demasiado peligroso ya que los labradores seguían en lo alto del cerro
con sus escopetas en actitud amenazadora, observando mi coche, no ya con
desconfianza, sino con rabia. Seguí, pues, hasta que un recodo de la cadena de
colinas nos ocultó a sus miradas. Una vez allí, me dirigí a una casa de labor
grande, donde aún había arados de vapor que yo había suministrado hacía ya más
de 35 años y, con el pretexto de volverlos a ver, entablé amistad con el actual
propietario. Llevé la conversación a los recientes acontecimientos, pero aquel
señor parecía, efectivamente, no haberse dado cuenta de nada, a pesar de que
vivía a sólo cinco o seis kilómetros del lugar de los hechos.
Retrocedimos
para tratar de averiguar algún indicio, que nos proporcionara nuevas
posibilidades de información. Tuve suerte: cuando, ya en el viaje de regreso,
al no ver señales de lo que buscaba, había dado orden de regresar a Madrid, me
encontré, en el Puente del Jarama, con un joven de unos dieciocho años que
volvía de haber estado arando con sus dos mulas en dirección al pueblo. Le paré
y le pregunté, con aire inocente, donde habían fusilado a tanta gente el
domingo anterior. Señaló hacia la parte del otro lado del río, detrás de
nosotros y dijo: "Más allá, al otro lado, bajo los "cuatro pinos".
Pero no fue domingo ¡era sábado! Hice que me señalara cuáles eran los “cuatro
pinos” entre los pinos que se veían y aún le pregunte: “Y ¿cuántos vendrían a
ser?” “Muchos” me contestó, a lo que añadí ¿Cómo seiscientos? “Más” me dijo el
“¡Todo el día estuvieron viniendo autobuses y todo el día estuvimos oyendo las
ametralladoras!”. Di media vuelta y recorrí de nuevo en coche la carretera a la
vera del río.
Quería
detenerme en los “Cuatro pinos” pero no pude, porque allí había tres tíos, con
fusiles, haciendo de centinelas. Por ello, mandé conducir despacito a todo lo
largo y ví claramente dos montones paralelos de tierra recién removida que iban
desde la carretera hasta la orilla del río, de unos 200 metros de largo cada
uno. Hasta entonces no los habíamos descubierto, porque, quedaban frente al
barranco, al otro lado de la carretera y no en el mismo barranco. Los que
dispararon lo hicieron, por lo visto de espaldas al río y en dirección al
barranco y las zanjas se habían cavado con anticipación precisamente a tal
efecto. Se me confirmó después que las matanzas se habían efectuado
exactamente, como al día siguiente en Torrejón, con la única diferencia de que
los vecinos del pueblo no cubrieron inmediatamente con tierra los cuerpos, como
en Torrejón, sino algunas horas más tarde, pero también sin hacer distinción
entre muertos y heridos. Continué con el coche un poco más allá, volví otra vez
y recorrí de nuevo, despacio, esas dos horribles tumbas masivas. De los tres
centinelas, uno llevaba ahora, en la mano, un par de botas que, por lo visto, había
desenterrado entretanto.
Ya
sabía bastante. Regresamos, pero por el camino identifiqué en el pueblo de
Barajas, en la ladera del cerro donde se halla el cementerio, otra fosa masiva
más pequeña que se había preparado el mismo día que las de Paracuellos. Por lo
visto se habían llenado éstas más deprisa de lo que los asesinos suponían por
lo que, al final de la tarde, aún tuvieron que liquidar y enterrar el resto de
las víctimas, a mitad de camino en Barajas. Al día siguiente, o sea el ocho de
noviembre, tuvieron que buscar otro lugar cómodo de enterramiento y lo
descubrieron en la cacera de Aldovea -Torrejón.
En
los días que siguieron, empezaron los disparos contra la cárcel Modelo, tanto
de artillería, como de ametralladoras y este ataque fue tan intenso que se
produjeron bajas entre los presos y tuvo que ser evacuada la prisión. Las
posiciones de las tropas nacionales se habían acercado mucho.
Repetidas
veces al anochecer, después de efectuar nuestras visitas, teníamos que cruzar
la calle oscura a la que daba la cárcel Modelo, en plena lluvia de disparos de
las ametralladoras que hacían frente a los parapetos rojos, situados al final
de dicha calle, para llegar hasta nuestro coche que nos esperaba protegido por
las casas construidas en dirección transversal. Los defensores eran ahora los extranjeros
de las Brigadas Internacionales.
En
los días quince y dieciséis de noviembre se efectuó con mucho nerviosismo, la
evacuación de la cárcel Modelo en medio de los combates. Los presos se distribuyeron
por las demás prisiones de Madrid, con lo que quedaron, pobladas en exceso,
hasta límites que calificaríamos de inhumanos. En todo caso, estos traslados, a
los que asistimos, fueron presenciados por personal de las Delegaciones
Diplomáticas y, frecuentemente, por el Delegado de la Cruz Roja Internacional a
quien acompañaban y pude testificar que se efectuaron sin pérdida de vidas.
Los
colchones, las mantas y otros efectos de los presos, así como el fichero, no
pudieron sacarse por estar ya todos los edificios invadidos por un fuego
intenso. Mis camiones lo intentaron varias veces pero resultó imposible. Esta
fue la causa de que los pobres presos tuvieran que acostarse durante semanas en
el suelo y sin poder cubrirse con nada. Y, además, durante cuarenta días, ni
siquiera les permitieron mudarse de ropa el por qué, sigue sin saberse, pero el
resultado fue una epidemia de piojos en Porlier, que lo invadía todo y que se
hizo legendaria en Madrid.
Un
alemán que, después de pasar varios meses preso, salió de esa cárcel en Febrero
de 1937 y se refugió, en “Noruega”, donde le adjudicamos un dormitorio con una
buena cama (una excepción en ese nuestro campamento de colchonetas), se acostó
en el suelo, al lado de la cama, con el fin, según me enteré a la mañana
siguiente, de no infestar con sus piojos una cama tan buena.
La
cárcel de mujeres instalada en un viejo convento
Aún
quisiera hacer mención de otra cárcel, dentro del contexto que nos ocupa. Las
tropas del general Franco habían alcanzado los alrededores de Madrid en los
primeros días de noviembre. Esto naturalmente producía una intranquilidad
pavorosa ante el aumento de la actividad criminal en la ciudad. El ambiente era
tenso y los ánimos estaban excitados. El Gobierno, vergonzosamente, huyó de
improviso en mitad de la noche. Se fue a Valencia en varios automóviles y
abandonó a los seducidos proletarios madrileños al destino que en cualquier
momento podría presentárseles como inmediato. Bien es verdad que los
anarquistas de Tarancón, pequeña población situada en la carretera de Madrid a
Valencia, se opusieron al paso de tales desertores sin conciencia, y exigieron su
regreso a la lucha por Madrid. Aquellos señores prefirieron, sin embargo,
luchar con la lengua y consiguieron, -tras dos horas de combate verbal con tan
primitivos "ilustrados" del pueblo (combate tan dialéctico) en que
llegaron los ministros a sufrir desperfectos en su atuendo y sus mandíbulas pues
tuvieron que padecer desagradables contactos con los puños de sus aliados-, que
se les dejara pasar, con el fin, según explicaron, de liberar a Madrid desde
fuera.
En
aquellos días y en esas circunstancias, yo iba directamente a las cárceles. Una
mañana, en el Convento de la Plaza del Conde de Toreno, donde se hallaba instalada
provisionalmente la cárcel de mujeres, se me acercó, temblorosa, una de las
funcionarias de prisiones diciendo entrecortadamente
"¡Dios
nos lo envía, suba Ud. a mi despacho!". Al poco rato subí, sin llamar la
atención. Entonces me contó en el colmo de la excitación "La noche pasada,
hacia las doce se presentaron unos cuantos comunistas o anarquistas, con una
lista de las diecisiete mujeres más importantes de la prisión, que tenían que
llevarse para que prestaran declaración ante un tribunal. Esa era la fórmula
clásica de emprender el "paseo" nocturno. La prisión tenía una
guardia de milicianos en las estancias exteriores. Dentro, había, para la
vigilancia, ocho milicianas armadas con pistolas.
Al
querer éstas llevarse a las diecisiete mujeres, se encontraron con que el largo
corredor, a donde daban las celdas del convento, lo llenaban unas mil
doscientas mujeres que a la sazón se hallaban presas. Éstas ya habían oído
hablar de las intenciones de los milicianos recién llegados y se negaban a
dejar paso a las milicianas. A las diecisiete mujeres en peligro las tenían en
el centro del grupo que formaban, y era imposible llegar a ellas a través de
aquella muralla humana. Hasta las tres de la madrugada intentaron aquellos tipos, con toda clase de amenazas,
arrancar de allí a sus víctimas pero, en vista de la invencible resistencia de
aquellas mujeres presas, tuvieron que alejarse sin conseguir lo que se proponían,
pero dejando a las milicianas la orden de llevar a cabo en el momento oportuno
el crimen que a ellos les había fallado. Las milicianas tendrían, pues, que
matar con sus pistolas, en la noche siguiente, a esas diecisiete mujeres, en la
propia cárcel y ya las habían aislado al efecto, muy temprano, encerrándolas en
una celda en la que a ellas no se les podía impedir la entrada.
Yo
acudí con esta terrible noticia a dos de mis colegas para obtener su asistencia
con el fin de evitar la susodicha barbaridad, pero no vi en ellos entusiasmo
alguno por participar en la aventura. En cambio, el Delegado del Comité de la
Cruz Roja Internacional se puso enteramente a mi disposición. A las cuatro la
tarde nos fuimos a la prisión y trabajamos durante muchas horas empleando todas
nuestras dotes persuasorias, con alusiones a la inminente entrada de las tropas
nacionales, así como apelando al soborno con víveres a una tras otra de las
milicianas y, finalmente, también al jefe y a algunos hombres razonables y
honrados de la guardia miliciana. A las diez de la noche pudimos retirarnos con
la promesa de que no se realizaría el crimen y que se rechazarían las amenazas
que vinieran de fuera.
Unas
semanas más tarde, en los alrededores de esta cárcel provisional, cayeron
granadas de los nacionales, y el gobierno decidió trasladar la prisión a la
alejada zona de Chamartín, e instalarla en el edificio de un asilo para niños
escrofulosos llamado San Rafael. Una mañana, a las siete, hacia finales de
noviembre me llamaron por teléfono. El comunista encargado del traslado de las
mujeres a la nueva prisión, que era uno de los más afamados "jueces"
de la Checa de Fomento 9, que me conocía desde la visita que yo había hecho a
esa “checa” y que quedó ya descrita, me llamó desde la cárcel de mujeres, para
decirme que gran número de ellas se negaban a abandonarla y exigían mi presencia.
Tenía yo, pues, que decirle si quería ir, ya que en caso contrario, habría que
emplear la fuerza. Naturalmente, acudí enseguida. Cedo la descripción del
episodio a un reportero español que pudo pasarse a la zona "blanca" y
publicar sus observaciones en febrero de 1937, en los periódicos de allí:
"La
tarea de los traslados de las cárceles empezó a progresar y, con ello aumentaron
los asesinatos. Por imperativo de que la cárcel de mujeres, situada en la calle
de Conde de Toreno, se encontraba en zona de guerra hubo necesidad de
trasladarlas y, por ello, las milicias se presentaron en el lugar, para
ejecutar la orden. El propósito que con ello perseguían, parecían los mismos
que cuando vaciaron la cárcel Modelo. La fina percepción femenina lo presintió
y las mujeres se negaron a abandonar el edificio. Las amenazaron con disparar
pero no les hizo impresión. Había, pues, que buscar un medio para sacar a las
presas. Se procedió a deliberar. Sólo existía una persona que en el transcurso
de la Revolución había destacado como un apóstol, y en el que las mujeres
presas tenían una confianza ciega, el Doctor Schlayer, Representante de Noruega
en España. A él era a quien había que llamar. Después de haber obtenido
garantías solemnes de que se respetaría la vida de todas las presas; les dio a
éstas su palabra de honor de que podían, sin temor, abandonar la prisión, para
ser conducidas al asilo de San Rafael en Chamartín, que se había acondicionado
al efecto. Los dirigentes de tal chusma, que seguían las directrices de Moscú,
tuvieron que pasar por la vergüenza de que fuera un extranjero representante de
un país asimismo extranjero, el que efectuara el traslado de las presas. Pero
la actividad efectiva de ese hombre no se detuvo ahí. Con camiones y con
automóviles corrientes, que había pedido a sus colegas, transportó aquel día
más de mil colchones, para que esas sufridas mujeres tuvieran donde dormir de
noche.
Aún
tuvo que llevar, de los víveres almacenados en su Legación, unos cuantos sacos
de patatas para que tuvieran algo de comer, ya que nadie se había preocupado de
esos detalles. A su actuación, se debe, que no se repitiera el horrible
espectáculo de los días precedentes”.
Si
los hombres en situaciones parecidas, se hubieran portado de forma tan humana y
solidaria, más de un crimen hubiera podido evitarse. En adelante organizamos un
servicio diario de automóviles, con la colaboración de cada una de las
diferentes legaciones, cuyas solicitudes atendían según la necesidad que
hubiera, con destino al transporte de las mujeres que, en cada caso, fueran
saliendo de su nueva prisión; ya que como ésta quedaba en las afueras de
Madrid, el retorno de las mismas a sus casas no estaba exento de peligro.
Siempre había por aquellos alrededores figuras sospechosas, esperando la
ocasión de dar libre curso a sus perversos sentimientos y a su pistolas. Los
coches del Cuerpo Diplomático con sus banderines extranjeros les causaban
irritación pero, a pesar de algunos obstáculos, conseguimos durante muchos
meses, llevar a sus casas, sanas y salvas a las mujeres que salían en libertad.
Lo
que acabo de referir y mis visitas a la cárcel, que continuaron siendo muy
frecuentes, contribuyeron a dar popularidad a “Noruega” entre las mujeres.
Al
visitar la enfermería de la nueva prisión femenina, tenía que pasar más de una
vez por las salas de las ingresadas donde docenas de mujeres se dirigían a mí,
pidiendo cualquier clase de ayuda.
Más
adelante, sobre todo durante las semanas en que visité la España Nacional, me ocurría
con frecuencia ser abordado en plena calle por mujeres jóvenes y bonitas,
casadas o solteras, que me saludaban, invocando nuestra amistad, nacida en la
cárcel. Por desgracia, a menudo, me veía obligado a reconocer que me fallaba la
memoria, debido a que cuando las conocí no estaban tan "bien
arregladas" como en el momento en que afortunadamente las volvía a ver;
¡todo ello se convertía en risas de satisfacción!
Uno
de los oficiales de prisiones, queriendo expresarme sus sentimientos amistosos,
me decía: "Ha hecho Ud. tanto por estas pobres mujeres, que los españoles
le tenemos que estar muy agradecidos, le vamos hacer!, aquí se detuvo un
momento “un mausoleo”. Le contesté que me sentía muy emocionado por esa
intención suya, que tanto me honraba, pero que no se diera demasiada prisa en comenzar
la obra, pues yo en cambio podía esperar muy a gusto un poco más.
Más
adelante, en la primavera de 1937 se prohibió a los diplomáticos que visitaran
las cárceles. A pesar de ello, pude yo, gracias a mis buenas relaciones con el
personal, obtener más de una vez acceso a ellas, hasta que finalmente, en junio
de 1937 me quedó prohibida la visita, expresamente a mí, después de una gestión
acerca del que era, a la sazón, Director General de Prisiones, persona muy
atravesada.
Anarquista
o apóstol
Aprovecho
la oportunidad para ensalzar aquí el mérito de un hombre que, en su
comportamiento y protección a los presos, se distinguió y superó en mucho, en
cuanto a relaciones humanas se refiere, a cualquiera de los demás funcionarios
rojos. Me refiero a Melchor Rodríguez, natural de Triana, barrio de Sevilla,
anarquista, de unos cuarenta y cinco años, y de cuño idealista. Chapista de profesión,
especialista, como carrocero de automóviles, buscado y muy bien pagado por los
talleres de Madrid, como obrero hábil, experimentado y de confianza. Había
pasado, a pesar de todo, más de la mitad de los últimos quince años en la
cárcel porque su orientación idealista le llevaba inmediatamente a hablar
contra el Gobierno, en las asambleas anarquistas, tan pronto como lo soltaban.
Con excepción de las escasas semanas en las que trabajaba y llevaba a su casa
un salario importante, era su mujer, la que haciendo de lavandera, ganaba el
sustento para la familia. Haciendo gala de sus ideales expresaba, en prosa y en
verso, con un lenguaje rico en contenido en cuanto a las ideas, y hermoso en
cuanto a la forma, su entusiasmo por la pura anarquía. La clase de imagen nada vulgar,
y apolítica, que él se hacía y expresaba se desprende del siguiente himno: (que
por lo bien que suena transcribo en español).
Anarquía
es:
Belleza,
Amor, Poesía,
Igualdad,
Fraternidad,
Sentimiento,
Libertad,
Cultura,
Arte, Armonía.
La
Razón, suprema Guía,
La
Ciencia, excelsa Verdad,
Vida,
Nobleza, Bondad,
Satisfacción,
Alegría,
Todo
eso es Anarquía,
y
Anarquía, Humanidad.
Tuvo
que ver con desilusión de qué modo se traducía en la practica la palabra
"anarquía". ¡Tan distinto a cómo se veía en el papel! Pero él, por su
parte, intentaba vivirlo. Cuando hablé con él por segunda vez y me describía,
con palabras elocuentes, su concepto ideal de convivencia humana, le dije: “Ud.
no es un anarquista, sino un cristiano primitivo, de los de las catacumbas y
tropieza como ellos, con el escollo de que la humanidad es, en realidad,
totalmente distinta de como Ud. la sueña".
A
este hombre, lo nombraron el diez de noviembre, por primera vez, Delegado del
Gobierno para las prisiones. Acababan de consumarse las matanzas masivas de
presos por parte de comunistas y anarquistas de las que hemos tratado ya, en
páginas anteriores. Melchor prohibió inmediatamente cualquier saca que mermara
la población de las prisiones. Su programa, que me reveló en presencia del
Delegado del Comité Central de la Cruz Roja, el día de su nombramiento, se lo
ratifiqué yo del modo siguiente por escrito, en nombre del Comité
internacional:
"Confirmamos
nuestra conversación de esta mañana y nos congratulamos al recibir de Ud. Las siguientes
promesas, a saber:
Que
Ud. considera a sus presos como prisioneros de guerra y está firmemente
decidido a impedir que los maten, de no ser en razón de una sentencia judicial;
que Ud. procederá a clasificarlos en tres categorías, primera: aquellos que
hayan de ser considerados como enemigos peligrosos, a los que Ud. piensa enviar
a otras prisiones como Alcalá, Chinchilla, Valencia.
Segunda:
los dudosos, que habrán de ser juzgados por los Tribunales de aquí, y, tercera:
los restantes, que deberán ser puestos inmediatamente en libertad. Nos ha
asegurado Ud. que los transportes de presos se practicarán de ahora en
adelante, con toda la vigilancia y custodia necesaria, para garantizar
incondicionalmente sus vidas en ruta y que Ud. mismo, o su Secretario Técnico,
acompañarán a las expediciones de transporte hasta su lugar de destino y
estarán dispuestos a arriesgar su vida en defensa de los presos. Que las
mujeres presas quedarán aquí, bajo suficiente custodia para garantizar
incondicionalmente su vida, y que en breve plazo, quedarán libres cuantas no
hayan tenido responsabilidad grave alguna en el movimiento de la sublevación.
Que
Ud., a partir de hoy, se hace plenamente responsable de la vida de todos los
presos y que, asimismo, con fecha de hoy, dejarán de existir todo los comités
de investigación, la policía irregular y las detenciones arbitrarias. Nos
complacen sus afirmaciones y al mismo tiempo nos damos, con especial
satisfacción, por enterados de que Ud., se servirá comunicarnos en el futuro
las listas de los presos transportados afuera y los lugares de destino a donde
se encaminará cada expedición. Nos proponemos tratar con usted, en los próximos
días, de las medidas de seguridad que haya de tomarse para garantizar la vida y
la libertad de los hombres y mujeres que, según su promesa, y en número
considerable, pronto van a quedar en libertad”.
Melchor,
al aceptar su cargo, había renunciado expresamente al sueldo, de mil quinientas
ptas. mensuales, que le correspondía, a pesar de que tenía que vivir de la
caridad de sus amigos porque carecía de ingresos fijos. Pero ya, a los cuatro
días, renunció al cargo. A sus espaldas, habían sacado, de nuevo, los
comunistas a una docena de hombres de una prisión y los habían fusilado; al
exigir Melchor un inmediato castigo ejemplar para ellos, se encontró con la
cobardía del Ministro, también anarquista, y tras una escena violenta le arrojó
a los pies el nombramiento.
Dado
que, a pesar de todo, en los últimos días de noviembre y en los primeros de
diciembre se produjo una nueva ola de asesinatos de presos en masa, el mismo
Ministro volvió a llamar a Melchor Rodríguez el cual aceptó, con la condición
de que, ningún preso, saldría de la cárcel sin su firma. A partir del seis de
diciembre, fecha de su segunda entrada en servicio, no se produjo ya ningún
asesinato de presos, sacados de las cárceles. La terrible pesadilla de los
pasos, oídos en la noche, por las galerías de las prisiones y la penetración en
las celdas de unos cuantos hombres, a la luz de la linterna eléctrica, a pasar
lista a las víctimas -esa pesadilla que durante meses había acosado a los
presos angustiando su sueño- era ya para ellos, cosa pasada.
En
enero de 1937 tuvo Melchor Rodríguez ocasión de mostrar toda su hombría. En
Alcalá de Henares, pequeña ciudad a treinta kilómetros de Madrid, lanzaron
bombas los aviones nacionales y causaron víctimas. El populacho, furioso, y los
milicianos, se presentaron ante el establecimiento penitenciario allí existente
-que, en tiempos de paz, era un reformatorio para jóvenes, y ahora albergaba a
mil doscientos políticos procedentes de Madrid- pidiendo que los dejaran entrar
para matar a los presos.
El
Director de aquella cárcel, persona de toda confianza y muy humano en su
proceder, se resistía y pidió ayuda al General Pozas, con mando en dicha plaza
de Alcalá, (y Comandante en Jefe que fue luego de Aragón, y posteriormente
destituido), ayuda que denegó, diciendo que no permitiría que se disparara un
solo tiro contra el pueblo, hiciera este lo que hiciera. Entonces, en el
momento de máximo peligro, apareció de repente y por pura casualidad, Melchor
Rodríguez, que entonces estaba en viaje de inspección por la provincia de
Madrid. Pistola en mano, se plantó delante del portalón de entrada a la cárcel
y tuvo a la muchedumbre en jaque. Desde las cinco de la tarde hasta las tres de
la madrugada, estuvo luchando, entre discursos persuasivos y amenazas, con las
distintas "autoridades" de la pequeña ciudad que habían hecho causa
común, con el populacho y les obligó a retirarse. Aún pudo volver, por la
mañana temprano, a casa, con la conciencia de haber cumplido con su deber como
un hombre. A ninguno de los presos bajo su custodia les había pasado nada. No es
de extrañar que a Melchor Rodríguez acudieran innumerables mujeres que temían
por sus maridos, hijos y hermanos, así como los diplomáticos que querían
proteger y salvar a los perseguidos. Pero tampoco es de extrañar que tal
espíritu de humanidad, a la larga, no pudiera avenirse con la reinante
embriaguez de odio y destrucción y que Melchor Rodríguez, a los pocos meses,
fuera de nuevo sacrificado por el mismo Ministro, a los malvados propósitos de
los auténticos representantes de la política bolchevique.
5.
EL CUERPO DIPLOMÁTICO Y EL GOBIERNO ROJO
La
nueva misión En julio de 1936 el Cuerpo Diplomático estaba representado en
España, casi en su totalidad, pero ninguno de los embajadores de los grandes
estados europeos o americanos se encontraba en Madrid.
Estaban
veraneando en el extranjero o en San Sebastián. Su seguridad también hubiera
peligrado, pero mucho menos que la de los señores de segundo o tercer rango que
los tuvieron que representar; aunque éstos, a pesar de toda su habilidad y su
mejor voluntad, carecían frente al Gobierno Rojo, de la capacidad de presión
que hubieran podido ejercer los verdaderos titulares de las representaciones de
sus Estados. Muchos acontecimientos hubieran ocurrido de distinta manera, en
los primeros meses, si por lo menos Europa hubiera estado representada por
primeras figuras.
Así
las cosas, el "equipo de emergencia" tuvo que ver cómo se las
arreglaba para sacar el mejor partido posible de la situación. Y fue mucho el
bien que hicieron, a base de espíritu de sacrificio, perseverancia y amor a la
humanidad. Unos pasajes de un artículo, relativo a la actividad desarrollada
por el Cuerpo Diplomático, que debemos a la pluma del insigne diplomático
Edgardo Pérez Quesada, a la sazón Encargado de Negocios de la República
Argentina, deberían despertar el interés respecto a la acción ejercida por el
Cuerpo Diplomático en aquellas circunstancias, por lo que a continuación lo
transcribimos:
"El
Cuerpo Diplomático se vio abrumado, a consecuencia de la trágica situación de
España, con deberes que excedían, en gran medida, de los que, en tiempos
normales pueden corresponder a las representaciones extranjeras, y ello con tan
imperiosa urgencia, que no atenderlos hubiera significado traición. Puedo
asegurar que todos los diplomáticos dieron en este sentido el máximo rendimiento
que podían dar. Se produjo una auténtica competición. Y todo los deberes que
con arreglo a nuestra estimación eran ineludibles, se cumplieron. Tal es
nuestra mayor satisfacción.
Las
dificultades anejas a todo ello eran importantes. Teníamos que desenvolvernos
en una atmósfera cargada de apasionamientos y tendencias desfavorables
provocadas por la guerra civil más terrible y sangrienta que registraba la
Historia. El más mínimo paso en falso, la simple apariencia de una actitud
partidista, podía interpretarse como una inclinación por algo que desentonara
con la absoluta neutralidad de nuestra actuación. Y ésta, sin embargo tenía que
ir encaminada, obligada por las circunstancias, a proteger la vida y los
intereses morales de aquellos que sufrían persecución, aunque no fuera por
parte de los organismos oficiales, pero sí de aquellos que por su relación y su
colaboración con dichos organismos, constituían una de las fuerzas en lucha.
Una
vacilación, un paso atrás asustadizo o el temor de ir demasiado lejos, hubiese
podido tener como consecuencia en muchos casos, la pérdida de una vida. Por
otra parte, una intervención excesiva o un paso demasiado audaz hacia adelante,
podría provocar la desconfianza de las autoridades que, en el ejercicio de su
cargo, vigilaban cada movimiento del Cuerpo Diplomático.
Todo
ello exigía un tacto muy especial que, si ya en tiempos normales era
absolutamente inevitable para ejercer la diplomacia, era ahora tanto más
indispensable cuanto que los problemas que había que resolver no eran objeto de
contratos administrativos ni de visitas protocolarias.
Se
trataba, nada menos, que de evitar ejecuciones clandestinas, de obtener la
libertad de aquellas gentes contra las que no existía acusación formal alguna,
de ejercitar el derecho de asilo, en una medida tan amplia, como hasta entonces
no hubiera podido soñar el defensor más convencido de esta humanitaria ayuda
mutua entre pueblos civilizados y, con todo ello, arrancar a las víctimas de las
garras de la crueldad. Juntamente con esta actividad, visitar a los heridos,
ayudar a los necesitados, cooperar a la salida del país de víctimas inocentes
de la guerra, y facilitar alimentos y ropa a una población que tras todos los
sustos padecidos a causa de esta lucha, además había de enfrentarse con un
invierno de hambre y con el riesgo de morir de frío.
A
la Diplomacia se la ha hostilizado, se la ha combatido como a algo superfluo y
artificial. Sólo se ha querido ver en ella lo externo, es decir la parte
festiva y protocolaria de sus funciones. La guerra civil española, que tanto ha
destruido y que en gran medida ha desvelado la imperfección humana, destacó,
sin embargo, también ante el mundo algo positivo, -¡que la Diplomacia sirve
para algo más que para lucir bonitos uniformes y participar en fiestas de gala!
La Diplomacia en España demostró plenamente su validez. Me siento orgulloso de
pertenecer a ese grupo de hombres que ejercieron su actividad en Madrid en
aquellos trágicos días".
El
Frente Diplomático
Ante
la presión de una situación tan peligrosa, el Cuerpo Diplomático con
representación en Madrid se unió más estrechamente de lo que es habitual. En su
decanato, la Embajada de Chile celebraba con cierta frecuencia sesiones en las
que se trataba de los intereses comunes, que lo eran casi todos.
Se
puede decir que en dichas reuniones reinaba un tono natural de camaradería y de
mutua buena voluntad con la mejor disposición para colaborar en ayuda de los
perseguidos y que podría servir de modelo como una acción humanitaria ejemplar.
No
había intrigas; a las cosas se las llamaba por su nombre y los consejos se
daban con arreglo al leal saber y entender de cada cual. Al Gobierno le
resultaba un tanto incómoda esta noble solidaridad interna del Cuerpo
Diplomático; sobre todo con ocasión de aquella sesión a la que asistió Álvarez
del Vayo, en su calidad de Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), y que en su
escrito al Decano del Cuerpo Diplomático, no disimuló su disgusto con respecto
a la actitud de la colectividad diplomática. Si bien no es éste el lugar
adecuado para comentar tales relaciones, mencionaremos solamente algunos casos
especiales.
Pasadas
las primeras semanas, -en que las reuniones diplomáticas se dedicaban, sobre
todo, a tratar del traslado de los súbditos de estados extranjeros con
residencia en España, traslado que en medio de la inseguridad reinante
presentaba toda clase de dificultades en cuanto a los bienes y a la vida misma
de nuestros protegidos- tuvo que empezar el Cuerpo Diplomático a preocuparse de
su propia seguridad. Por parte de las milicias, acostumbradas a no tomar en
consideración más autoridad que la de sus propias pistolas, hicieron toda clase
de intentos de irrumpir en los locales de la representaciones diplomáticas y
practicar allí, también, sus lucrativos registros como, por lo demás, hacían libremente en todas partes. Verdad, es
que se hicieron incluso reclamaciones formales al Gobierno, pero éstas carecían
de valor práctico, porque el Gobierno del señor Giral había hecho dejación
total de su autoridad y tenía menos que decir, si es que todavía se atrevía a
decir algo, que el último de los proletarios armados. Durante el mes de agosto
de 1936, las cosas fueron de mal en peor, hasta caer en el caos, cada vez más
insalvable. El tema de nuestras reuniones lo constituían ahora,
preferentemente, los asesinatos organizados y los robos de gran estilo. Me
sentí especialmente interesado en orientar al respecto a mis colegas porque con
motivo de tener mi vivienda fuera de Madrid circulaba mucho más que ellos y,
por tanto, tenía oportunidad de enterarme de más noticias por lo que oía y
veía. Y, sobre todo, denunciaba a los representantes de los grandes Estados
europeos, los lugares y las horas en que podían ver, yacentes en filas, a las víctimas
de los asesinados, con lo que provoqué mediante la impresión directa y personal
así adquirida, que dirigieran a sus gobiernos enérgicos informes lo cual
influyó muy desfavorablemente en el juicio que les merecía el Gobierno rojo.
En
los primeros días de septiembre, desprestigiado el gobierno, tomó las riendas
del poder una combinación de socialistas, comunistas y anarquistas bajo la
presidencia de Largo Caballero. Como esta gente era el exponente y los
representantes de los partidos de donde se reclutaban los milicianos, además de
otras bandas de furtivos y asesinos, podía suponerse que conseguirían hacer posible
encauzar toda esa arbitrariedad y restaurar un orden estatal. El nuevo Ministro
de Estado (Exteriores) visitó, al día siguiente de tomar posesión, al Decano,
Embajador de Chile, y le prometió solemnemente que el Gobierno acabaría
inmediatamente con los asesinatos, los robos en las casas y en la calle, así
como con las detenciones arbitrarias, si se le concedía al efecto, no más de
dos o tres días de tiempo.
Pero
en lugar de lo dicho, las cosas fueron a peor de día en día. Una noche, en la
segunda quincena de septiembre, se produjo un trágico incidente a la puerta de
la misma Legación de Noruega. En este edificio se hallaba la vivienda y el
garaje de un alto empleado extranjero de la Compañía Telefónica, cuyo chófer
prestaba servicio también en la Policía. Al volver de regreso a su casa en el coche
hacia las once de la noche, y en el momento en que pretendía entrar, se detuvo
un coche del que se bajaron tres policías de uniforme. Cruzaron muy levemente
unas palabras con él, sacaron sus pistolas ya preparadas y lo mataron, disparándole varios
tiros, en el umbral de la Legación. ¡Y eran todos policías!
La
excitación que cundió entre los refugiados de las distintas plantas, que ya
pertenecían a la Legación, era comprensiblemente inaudita por cuanto sacaban de
este acontecimiento conclusiones respecto a su propia seguridad.
El
caso de Ricardo de la Cierva
Quisiera,
ahora, informar de los acontecimientos concernientes al abogado de mi Legación,
Ricardo de la Cierva.
Al
día siguiente del caso que acabo de referir, se presentó en la Legación el
Director de una importante sociedad extranjera con el Encargado de Negocios del
país correspondiente y me propuso llevarse, en un avión, a Toulouse a los
señores de la Cierva, padre e hijo. Yo veía en ello graves inconvenientes
debido a la gran popularidad del padre, uno de los hombres más conocidos por
sus muchos años de actividades de Gobierno, como dirigente político
conservador. Lo consideramos con los dos señores y decidimos que el padre se
quedara, pero que se marchara el hijo. La citada Legación se ofreció a
solucionarlo todo con la confianza de que no se presentaría ningún inconveniente.
Mi cometido era llevarlo a las diez de la mañana a la Legación. Así se hizo, lo
dejé allí y me ocupé de los papeles necesarios para la salida de su madre con
su hija que tenían que viajar por su lado. Su mujer y sus hijos ya habían
emprendido viaje unos días antes. La salida del avión se efectuaría a mediodía.
Pero como, por otra parte, había yo prometido ir hacia la una a la mencionada
Legación, para otro asunto, me sorprendió mucho volverme a encontrar allí con Ricardo
de la Cierva. Los dos señores de la tarde anterior me informaron de que por una
imprevista casualidad se les había complicado la tramitación de los pasaportes
necesarios para tomar el avión en Barajas. Pero el avión aún les esperaba. Me insistieron entonces para que les
facilitara un pasaporte, cosa a la que me negué porque, como principio, yo no
expedía pasaporte falso alguno.
El
joven estaba, naturalmente, inconsolable ante la perspectiva fallida de
reunirse con su familia y poder escapar de los peligros que en Madrid le amenazaban
y que, obsesivamente, tenía ante sus ojos la escena asesina presenciada la
noche anterior. Los dos señores me insistían en que, como abogado de la
Legación de Noruega, se le podía considerar adscrito al personal de la misma y,
en que tampoco era necesario un verdadero pasaporte sino que bastaba con un
"laissez-passer" (salvoconducto) extendido en un papel corriente de
la Legación; ya que de lo que se trataba era sólo de proveer a los empleados
del aeropuerto de un pretexto para dejarlo subir a bordo. Una vez dentro del
avión, podría romperse el papel. No había peligro de que se descubriera, ya que
en el aeropuerto todo era cuestión de dinero. Preguntaron al joven cuánto
dinero tenía; contestó que trescientas pesetas y declararon que eso era
suficiente. Todos estos argumentos, y especialmente la compasión que me
inspiraba el desesperado joven, me condujeron finalmente a extender un simple salvoconducto
en el que sólo constaba mi ruego dirigido a un funcionario, en el sentido de
que dejarán paso libre a Fulano de tal, súbdito noruego. Como el avión aún
estaba disponible y la madre y la hija tenían sus papeles en regla, yo les pedí
que las llevaran también, en lugar de tener que efectuar el molesto viaje por
mar, pasando por Alicante. Se convino en que las dos señoras se trasladarían al
aeropuerto con el correspondiente Encargado de Negocios y la Cierva, en cambio,
conmigo y que embarcarían como personas desconocidas entre sí.
En
el aeropuerto de Barajas el asunto del control de la documentación se fue desarrollando,
al principio, bien. Aquel salvoconducto tan imperfecto, se aceptó como
suficiente, debido quizá más que otra cosa, a mi presencia y a mi intervención
personal. Después hubo un primer tiempo de espera, muy largo, porque el
funcionario de aduanas estaba comiendo, a una hora tan desacostumbrada y en el
pueblo, a bastante distancia y hubo que mandar a buscarlo. La Cierva no tenía,
por cierto, más que un maletín, que iba vacío, si se exceptúan un cuello y una
corbata que le habían prestado. Pero otros pasajeros tenían equipaje que había
que revisar. Cuando al fin acabaron con esto, se produjo la segunda espera, porque el piloto no estaba
allí, y lo que era peor, porque allá fuera en la pista, cerca del avión, se
encontraban todos aquellos tipos que por ahí deambulaban, de sospechosas
intenciones.
Finalmente
apareció el piloto, se colocó primero el equipaje y, entonces, subió Ricardo de
la Cierva el primero. Cuando estaba en el último escalón, llegó corriendo un
"tío" que gritaba "¡Pare, aún hay que hacer una
aclaración"! La Cierva que había quedado en no entender ni una palabra de
español, movido espontáneamente a la llamada cayó enseguida en la trampa, bajó
del avión y se fue con aquel hombre a un despacho en el que yo entré después,
para ver lo que estaba pasando. Allí nos explicó el Jefe del Aeropuerto que uno
de los empleados decía que aquel señor no era el que figuraba en la
documentación sino un español, y que el avión no podía salir mientras no
quedara claro todo aquello; ya había llamado a la Dirección General, de donde
iban a mandar a alguien. Yo protesté contra semejante suposición y exigía el
reconocimiento del documento expedido por mí.
Pero
aquel señor alegaba no estar facultado para ello y tener que esperar la
decisión de la Dirección General. Entonces intenté recordar al colega Encargado
de Negocios que aún estaba junto al avión, que él nos aseguró que todo era
cuestión de dinero. Pero ahora que el asunto se ponía serio, se vino abajo y,
finalmente, se fue de allí. Preocupado como estaba yo, de que una nueva
complicación pusiera también en peligro a la madre y a la hija, que ya se
hallaban en el avión, trataba de inducir al Director Jefe a que dejara salir el
avión dejando en tierra a la Cierva. Tras una espera muy larga, ví desde el
despacho al propio Director General, Muñoz, hablando con un joven vestido con
ropa azul de trabajo que parecía un ingeniero o un abogado. Ese debía ser el
denunciante. A la vista estaba, que el asunto le debió parecerle a Muñoz lo
suficientemente importante como para acudir personalmente al lugar para
resolverlo a su gusto. Poco después entraba en el despacho, me saludó y preguntó
"¿Quién es ese señor?". Contesté, dando el nombre que figuraba en el
documento.
"¿Nacionalidad?”,
preguntó, "Noruega", respondí. Estábamos de pie, frente a frente,
mirándonos mutuamente a los ojos; él no sabía cómo continuar, ya que yo
mantenía cubierto mi documento. La finalidad que yo perseguía era obligarle a
reconocer la decisión adoptada por el Decano del Cuerpo Diplomático, si es que
no quería dar, sin más, por válido mi citado documento. En este momento decisivo
La Cierva dio un paso adelante; su fuerte sentido del honor no le permitía
admitir que yo pudiera, por su causa, tener dificultades con el tristemente
célebre Muñoz. Dijo: "Señor Director, quiero hacer una confesión. He
abusado de la buena fe del señor Cónsul; Soy Ricardo de la Cierva.
Muñoz
replicó "Veo que es Ud. un hombre de honor y que pone las cosas en su
sitio". Y, entonces, dirigiéndose a mi: “Ve Ud., Señor Cónsul, que este
hombre ha declarado, con toda libertad, haberle engañado a Ud. Su salvoconducto
carece, por tanto de validez". Indicó a Ricardo que extendiera su declaración
sobre un trozo de papel y, a continuación lo detuvo. En cuanto a mí, me dijo:
"Tendrá Ud. que admitir que todo se ha hecho sin coacción alguna". Ya
no me quedaba más recurso que tragarme la rabia que ese rufián de Muñoz me
había proporcionado, humillándome con su presuntuosa legalidad, mientras se
llevaba al propio la Cierva en su coche.
Una
vez en Madrid, de nuevo, busqué a algunos colegas y les pedí que me acompañaran
a visitar al Ministro de Estado en funciones, Giner de los Ríos, que
representaba a Álvarez del Vayo, durante la estancia de éste en Ginebra. Cuatro
diplomáticos de países europeos se mostraron inmediatamente dispuestos a
apoyarme en un intento de conseguir, por mediación del Ministro, la libertad de
la Cierva. Para empezar, tuvimos que aguardar durante horas en el Ministerio,
porque había Consejo,y se esperaba el regreso del Ministro de un momento a
otro. Finalmente hacia las diez, nos decidimos a ir a su domicilio privado por
suponer que se había marchado allí directamente después del Consejo de
Ministros. uando
llegamos nos enteramos de que acababa de salir en coche para el Ministerio.
Otra
vez nos fuimos allá. Finalmente, hacia las once, pudimos hablar con él. Le
expliqué el asunto conforme a la verdad y dejé, naturalmente, bien claro que no
había habido engaño por parte de La Cierva, sino que yo le había dado aquel
documento, con plena conciencia de lo que hacía, porque estaba convencido de
que en Madrid su vida corría peligro. El Ministro ya tenía conocimiento del
caso, puesto que el Director General había informado de ello inmediatamente al Consejo
de Ministros. Reconocía que los motivos de mi conducta estaban plenamente
justificados y dijo que si de él sólo dependiera, daría el incidente por
resuelto y La Cierva nos sería devuelto.
Pero,
como el Consejo de Ministros ya se había hecho cargo del asunto, él tendría que
presentar mi solicitud, cosa que haría inmediatamente a la mañana siguiente, al
continuarse la sesión. Prometió hacer de abogado de La Cierva y mío y
recibirnos de nuevo por la tarde a las cinco para comunicarme el resultado. En
cuanto a mis colegas, que se había mostrado tan amables conmigo, no pudieron
irse a cenar hasta las doce de la noche.
Al
día siguiente, por la tarde, me reveló el Ministro que tras una larga discusión
en la que él había defendido mis puntos de vista, el Consejo de Ministros había
decidido dar por resuelto el incidente relativo al documento falso y no volver
sobre ello, por cuanto reconocía la nobleza de las razones que lo habían
motivado, siendo así, además, que yo era persona grata en grado sumo para
varios de los Ministros. En cuanto a devolver a La Cierva a la Legación, los
Ministros opinaban, sin embargo, que era algo impracticable, puesto que, al fin
y al cabo, había cometido un delito en materia de documento público (pasaporte)
por el que tenía que ser juzgado. El Ministro confiaba en que se volvería sobre
el asunto, al hacerle yo ver los peligros a los que estaba expuesto en tales circunstancias
en las cárceles de Madrid, un hombre con ese apellido. Me aseguró que estaba dispuesto
a intervenir en todo momento, en el Consejo de Ministros, en pro de su
libertad.
En
los días que siguieron, el Ministro confirmó la mencionada decisión del
Consejo, tanto al Encargado de Negocios francés, que me había acompañado, como
también al embajador de Méjico que en aquel momento era Vicedecano del Cuerpo
Diplomático.
Esto
ocurría en los días veintiséis y veintisiete, sábado y domingo respectivamente,
de septiembre de 1936. El veintinueve se celebraba la reunión diplomática, en
la Embajada de Méjico, por ausencia del Decano, Embajador de Chile. Esta
Embajada se halla en una de las casas más bellas de Madrid, construida por un
arquitecto alemán y es propiedad alemana. Antes de la reunión se sirvió agradablemente
en el hermoso vestíbulo, una copa de Jerez. Aproveché esa convivencia, libre de
trabas, con los colegas para poner en sus manos, a título preparatorio, copias
de las observaciones hechas por mí:
“Hago
constar que hace tres o cuatro días, las Milicias llevaron a distintos presos a
los que el Gobierno había comunicado la pena de muerte, entre ellos dos primos
de José Antonio Primo de Rivera (fundador de Falange Española en lugar de a la
cárcel de Cartagena que era su destino, a El Plantío (población situada a
quince kilómetros de Madrid, camino de la Sierra), y allí los habían matado.
Tal hecho no es sino una repetición más de otras acciones criminales
precedentes.
Hago
constar que cada mañana, pueden verse en la calle de Cea Bermúdez, muy cerca de
varias representaciones diplomáticas, numerosos cadáveres de hombres y mujeres,
así también como en la carretera que va de la Dehesa de la Villa a la Puerta de
Hierro.
Pero
estos no son los únicos lugares frecuentados por los asesinos políticos o
comunes, ya que el número total de cadáveres hallados, sin salirse del casco
urbano de Madrid, alcanza, diariamente, la cifra de sesenta, lo cual nos
permite suponer que el número de cadáveres que puedan encontrarse en las
carreteras conducentes a los pueblos vecinos, exceda ampliamente de la misma.
En estos últimos días las víctimas se cuentan ya por centenares.
Hago
constar que estas últimas noches se sacaron presos de las cárceles de San
Antón, a los que se asesinó en diferentes lugares; en un solo caso, producido
recientemente, fueron asesinadas cincuenta personas en una sola noche.
Hago
constar, que en "Fomento 9", funciona un tribunal completamente
ilegal que "pone en libertad", en las primeras horas de la madrugada,
a todos los que no han sido condenados, para que el populacho que espera en las
puertas los despedace sin piedad.
Hago
constar que en muchos ateneos y “asociaciones” de denominaciones diversas se
arrogan el derecho de apresar indiscriminadamente a personas, mantenerlas en
cautividad y hacer con ellas lo que les plazca.
En
las prisiones oficiales del Estado, se hallan en la actualidad: cinco mil
presos en la cárcel Modelo, mil presos en la que fue Cárcel de mujeres
(Ventas), dos mil presos en San Antón y Porlier y más de quinientas mujeres
presas en Conde de Toreno 9.
Existen,
además, una serie de prisiones privadas, de las que el Estado no se preocupa;
por ejemplo un antiguo convento, en la calle de San Bernardo, frente a la
Iglesia de Monserrat.
El
domingo, temprano por la mañana, ví con mis propios ojos veinte cadáveres que
yacían en las proximidades de mi Embajada. Calculo que en este día la cifra
total de los asesinados en Madrid y en sus alrededores pasaría de los
trescientos. Además, se había producido, un número incontable de secuestros de
muchachitas cuyo apresamiento negaban, pero que retuvieron para fines inconfesables.
Hago
constar que la noche del cinco al seis se recogieron ciento diez asesinados,
sólo en el término municipal de Madrid".
Esta
estadística, basada en datos obtenidos por mi mismo, no fracasó en su dolorosa
impresión.
Diferentes
colegas del Cuerpo Diplomático me aseguraron que la transmitirían
inmediatamente a sus respectivos Gobiernos.
Poco
después de abierta la sesión, el Embajador de México pidió a los presentes que
se expresaran acerca de la seguridad de los refugiados y de las
Representaciones Diplomáticas, tema acerca del cual, y precisamente en esos
días, se mantenían negociaciones con el gobierno, como más adelante se verá.
Tomé la palabra y solté un largo discurso, dejando salir todo lo que tenía
dentro. En forma extremadamente concisa, el acta de la sesión, refiere lo
siguiente: "El Representante de Noruega, comunica que el señor de la
Cierva, a quien había dado asilo, fue detenido en el Aeropuerto.
Expuso
el caso al Ministerio de Estado; el Ministro declaró que hacia todo lo posible
para que el Señor De La Cierva regresara a su refugio pero que tropezaba con la
oposición del Ministerio de la Gobernación (Interior). La Cierva se hallaba en
la cárcel Modelo y en las actuales circunstancias creía (el que así hablaba)
que la vida del mismo no estaba nada segura, ya que en cualquier momento se les
podría ocurrir a los milicianos "vengar", la toma de Toledo por los
nacionales, mediante el asesinato de los presos. No quiere que al señor de La
Cierva le ocurra una desgracia y ruega, por tanto, al Cuerpo Diplomático que
insista en que sea devuelto a la Legación de Noruega.
Opina
que el Cuerpo Diplomático es el único representante de los sentimientos
humanitarios en las circunstancias reinantes. En su opinión, ha de contarse con
que antes de que las tropas nacionales tomen la capital, descargue una tormenta
de odio sobre las distintas cárceles de Madrid, tormenta de la que el Cuerpo
Diplomático, no sólo no puede desentenderse, sino que tendrá que empeñar todas sus
fuerzas y posibilidades para que no llegue a producirse. Su propuesta es que el
Cuerpo Diplomático pidiera que cuatrocientos o quinientos guardias civiles de
más de cuarenta años, quedaran especialmente destinados a la defensa de dichas
prisiones".
Mis
argumentos, naturalmente, mucho más detallados, culminaban y se resumían en mi
opinión de que el Cuerpo Diplomático sería culpable de complicidad ante la
Historia si, en adelante, contemplase con resignación el abandono de las
cárceles por el Gobierno a los asesinos, así como de los presos políticos,
totalmente desprotegidos, a los milicianos anarquistas y comunistas. Si mis colegas
hubieran visto la chusma que, en calidad de agentes de “Vigilancia y
protección” se encargaba de los presos, no hubieran podido dormir tranquilos.
Al
final de mi informe siguió una ovación cerrada. Todos los colegas aplaudían.
Caso singular en los anales de nuestro Cuerpo Diplomático y muy satisfactorio
para mí, por lo que suponía de capacidad de protección para los presos en
peligro.
Se
acordó nombrar una comisión para la redacción de una nota con destino al
Gobierno, que fue leída y aprobada ocho días más tarde. En ella se encarecía
que no se atentara contra la vida de nadie sin previa sentencia judicial y que
esa situación de hegemonía del populacho no perdurara por más tiempo y, además
que era preciso se nombrase otra clase de personal de vigilancia y de custodia
de los presos, con más sentido de la responsabilidad que le incumbía, en cuanto
a la protección de los mismos.
Los
embajadores de Chile y de Méjico entregaron personalmente, esta nota al
Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) el cual afirmó que precisamente se
estaban retirando del frente a cuatro mil expolicías y se les iba a destinar a
la protección de las prisiones. Naturalmente, tampoco esta promesa se cumplió,
si bien en ningún caso hubiera servido para nada ya que los asesinatos de
presos se ejecutaron en noviembre con la firma de Organismos del Gobierno: no
había guardias que pudieran oponerse a la criminalidad de Ministros y
Directores Generales. ¡Con esto no se había contado!
¿Fue
como réplica a la mencionada incómoda nota que el Cuerpo Diplomático envió al
Ministerio de Estado, lo que molestó a Álvarez del Vayo para que a los cuatro
días, remitiera otra nota, esta amenazadora, contra los representantes
diplomáticos que albergaban y protegían a los refugiados? (que eran casi
todos). Se le podría atribuir tal cosa, a juzgar por el odio mortal, con que, a
partir de aquel momento, me persiguió, como autor moral de la misma.
Tras
una odiosa polémica, contra el derecho de asilo, terminaba la Nota con la
siguiente amenaza: “Habida cuenta de que el ejercicio del derecho de asilo ha
dado lugar a notorios abusos, es voluntad del Gobierno hacer constar, ante los
miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en Madrid, que se ve obligado a
poner fin a la actitud de extraordinaria tolerancia, mantenida hasta la fecha,
frente al ejercicio de tal derecho y a reservarse, a su vez, la facultad de
proceder contra los abusos ya cometidos, en la forma que en cada caso requieran
los supremos intereses de la República".
Lo
que el propio Álvarez del Vayo pretendía con esto, era concederse carta blanca
para valiéndose de abusos sin precisar más detalles, justificar por adelantado
violencias contra las representaciones diplomáticas, que él mismo maquinaba en
complicidad con el Ministro de la Gobernación (Interior) Galarza.
Contra
lo dicho había que actuar contundentemente si no queríamos que nuestra ya
precaria situación se hiciera insostenible. Resolvimos que las tres embajadas
presentes visitaran personalmente, con arreglo al derecho que les asistía como
tales diplomáticos, al propio Presidente de la República para preguntarle si
estaba enterado de ese documento diplomático tan importante y si lo aprobaba.
La
visita se celebró ya al día siguiente, dieciséis de octubre. El presidente
Azaña nada sabía, ni del documento ni de la actitud hostil del Gobierno con
respecto al derecho de asilo. El mismo dijo (según consta en Acta), que, con
arreglo a su opinión personal, el Cuerpo Diplomático estaba realizando una obra
extraordinariamente interesante y humanitaria y que, estimaba que esa obra tendría
que adquirir toda la amplitud y extensión que fuera posible. Estaba
completamente de acuerdo con nosotros y, en ese terreno, iría él aún más lejos
lo que habíamos ido. Pero el Presidente de la República y Jefe de Estado no
tenía posibilidad de influir directamente en el Gobierno.
De
todo ello se redactó una Nota exhaustiva en la que se presentaron al Ministro
los casos en los que la propia España había ejercido, en otros países, el
derecho de asilo; pero sobre todo se relacionaban, con nombre y apellidos, los
muchos casos de funcionarios de alta categoría y políticos, nada menos que del
propio Gobierno de la República, que habían pretendido acogerse al asilo ofrecido
por la Representaciones Diplomáticas durante esta misma guerra civil. La
respuesta a esta Nota era, al parecer, tan difícil que nunca llegó. Por el
momento se había sorteado el peligro oficial; seguía latente el que podía
ofrecer el populacho.
Dos
meses más tarde fue asaltada una Legación, pero en torno a ese caso había
circunstancias tan especiales que podrían calificarse válidamente de
"abusos". Un hombre, cuya nacionalidad era tan discutible como sus
artimañas, había abierto, bajo la bandera del país de referencia, viviendas y
más viviendas para las que se ingeniaba en obtener el reconocimiento de
extraterritorialidad y que iba llenando de refugiados. Cobraba un precio diario
por la manutención; en boca del pueblo, aquello no se llamaba
"Legación" sino "Pensión...". Un día, la policía, abrió
varios de estos complejos de viviendas y llevó a prisión a la mayoría de sus
"huéspedes". Pero la propia Legación quedó, en este caso también,
intacta y asumida después por otro país.
Lo
que sí conseguí fue que, pocos días después de la junta diplomática que
celebramos el 29 de septiembre, volvió a plantearse en el Consejo de Ministros
el asunto La Cierva pero quedó sin resolver. Todavía hubo que trabajarse a unos
cuantos Ministros para vencer la resistencia del Ministro Galarza. Fui, por
tanto, en busca del Ministro del aire; Indalecio Prieto, a quien conocía bien,
y le pedí que intercediera. Se declaró personalmente dispuesto a cualquier acto
de buena voluntad ya que conocía al padre de La Cierva desde hacía muchos años
por su carrera política y que, desde luego, a pesar de ser opuestas sus ideas
políticas no sentía enemistad alguna contra él.
Pero
en cuanto a la influencia que él pudiera ejercer sobre el Ministro, dijo que no
me hiciera ilusiones, porque él era "la oveja negra" de ese Gobierno,
y bastaría que abogara por algo para que Largo Caballero quisiera lo contrario.
Me dijo que probara con su amigo Negrín, que era más idóneo para el caso.
Me
fui, a buscar a Negrín, Ministro de Hacienda, con el que ya había tratado,
antes, de asuntos noruegos. Por su parte, en aquella ocasión, le encontré
interesado en concertar un convenio de intercambio de productos agrícolas
españoles contra bacalao noruego, en grandes contingentes mensuales. Aproveché
esa circunstancia para poner en evidencia que el Gobierno noruego, informado
por mí de la detención de nuestro abogado, no se mostraría muy inclinado a
acoger con demasiado entusiasmo la propuesta. Le manifesté que había
telegrafiado directamente al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) con el
ruego de liberar a esa persona y consideraba una buena oportunidad ofrecer su
influencia para facilitar la buena marcha de la "operación bacalao", obteniendo
del Consejo de Ministros la devolución del abogado a la Legación, impidiendo
así, por otra parte que yo me viera obligado a decir: "Sin el abogao no
hay bacalao”. Prometió intervenir en este sentido y me recomendó, al respecto,
visitar a Álvarez del Vayo, Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), a quien
correspondía poner el asunto sobre el tapete, en Consejo de Ministros y a quien
él me anunciaría por teléfono, al día siguiente.
Por
cuestión de principios, me había mantenido alejado del Ministerio de Estado
(Asuntos Exteriores) y, cuando no había más remedio que hacerlo, sólo trataba
con determinados funcionarios, que aún quedaban, de otros tiempos. Al Ministro
así como al Secretario General, no les había honrado todavía con mi visita. No
simpatizaba con ellos, no por sus ideas sino por su carácter.
Álvarez
del Vayo, hijo de un General de la Guardia Civil, se había dedicada al
periodismo después de terminar su carrera de Derecho y se fue haciendo cada vez
más rojo a medida que ello le reportaba ventajas personales. La política no era
para él más que un medio encaminado a un fin. De convicción sincera, no es, por
consiguiente, intrigante, se superestima, y su parcialidad hace que al interlocutor,
normalmente sensato, le parezca escaso de luces. De los ministros que yo
conocía era el único que, no sólo no lamentaba los crímenes de sus compinches,
sino que en su interior, le complacían y hubiera sido capaz de cometerlos él
mismo. Con su cuñado Araquistain, que era Embajador en París (ambos habían
contraído matrimonio, respectivamente, con dos hermanas, dos judías rusas),
debió embolsarse durante el tiempo que estuvo en ejercicio tales cantidades de
dinero que la envidia de sus compinches estalló en una crisis ministerial en la
que ambos quedaron eliminados.
Fui,
pues, a visitarle al día siguiente, lunes. Después de una conversación previa
en la que me prometió llevar al día siguiente al Consejo de Ministros la
propuesta de libertad de Ricardo de La Cierva, -durante la entrevista con
Álvarez del Vayo, el Ministro de Hacienda le telefoneó para recomendarle otra
vez el asunto-, después pasó a tratar de la situación general, con respecto a
la cual, le dije que yo estaba mejor informado, porque mientras él estaba
sentado detrás de su mesa, yo andaba sin parar por las calles. Así es como
había visto la víspera (un domingo) veinticinco cadáveres de hombres y mujeres
en los bordillos de las aceras muy próximos a la Legación. En esa noche del
sábado al domingo, se había asesinado a
doscientas cincuenta personas.
Se
quedó un momento sin habla ante lo bien informado que yo estaba, (o ante la
franqueza con que yo le hablaba a la cara en su despacho oficial). Luego me
dijo que entonces también sabría yo que unos días antes se había descubierto
una conjuración fascista encaminada a matar a los Ministros.
Contesté
que no lo sabía, pero que eso tampoco justificaba el asesinato. Si el gobierno
hubiera establecido un Tribunal, con arreglo a la ley y éste hubiera condenado
a muerte a quinientas personas por aquello, yo no hubiera dicho nada, pero sí
alzaba mi voz contra cualquier tipo de asesinato. El entonces replicó que si
nosotros los diplomáticos hubiéramos alzado la voz del mismo modo cuando los
"rebeldes" asesinaron a dos mil personas tras la toma de Badajoz,
hubiéramos hallado en el Gobierno oídos más atentos. A esto le dije que todavía
no teníamos noticia oficial alguna de que se hubiera tomado Badajoz (tal c osa
se había mantenido severamente en secreto para la prensa). Y, mucho menos, de
lo que él me contaba, de semejante matanza. Bien es verdad que algo de eso
había aparecido en los periódicos pero los periódicos eran tan poco de fiar que
no nos bastaban para fundamentar nuestra protesta. Por lo demás juzgábamos con
la misma severidad el asesinato de un trabajador que el de un duque.
Con
lo dicho ya tenía él bastantes motivos para despedirme rápidamente, no sin
prometerme de nuevo que haría todo lo posible, y lo mejor que pudiera, en
cuanto al asunto de La Cierva.
Y
ahora sólo me queda dejar, sobre todo, bien sentado que, a partir del día
siguiente, ya no se tropezaba uno con asesinados en los puntos hasta entonces
habituales. Todas las mañanas mandaba yo que saliera un coche para recorrer y
examinar todo los lugares de "ejecución" que conocíamos.
¡Ya
no se encontraban cadáveres! Así de pronto había dado sus órdenes Álvarez del
Vayo y tan perfecta era la conexión entre el Gobierno y los asesinos, que toda
la organización existente se transformó en pocas horas: ahora ejecutaban a las
víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados, hasta donde no alcanzaban los
ojos de los diplomáticos. Incluso dejaron de existir en esos días las listas
del depósito de cadáveres de Madrid de las que yo antes recibía copias.
La
"conjuración" con la que especulaba Álvarez del Vayo, resultó ser una
captura equivocada de la Policía que, sin embargo, muchas personas tuvieron que
pagar con graves sufrimientos.
La
sala de lectura de la Biblioteca Pública se había convertido en una estancia
agradable para muchos que ya no tenían lugar adecuado donde permanecer o que,
por miedo a las milicias, querían pasarse allí la jornada. Un día frío y húmedo
de octubre, irrumpió inesperadamente la Policía y se llevó a todos los
presentes, unas cuatrocientas personas, con la disculpa de que allí tenían que habérselas
con conspiraciones fascistas. Las cuatrocientas personas fueron llevadas a
declarar al edificio de la Dirección de la Policía, que era un aristocrático
palacio, muy abandonado, sito en el Madrid antiguo.
Como
los calabozos, ya citados en otro lugar, estaban repletos, a los nuevos presos se
les encerró en el patio central, abierto a la intemperie por la parte de
arriba. Apretados unos contra otros, como "sardinas en banasta",
llenaban todo el espacio disponible. Así permanecieron tres días y tres noches,
hombres o mujeres, en semejante "redil", bajo una lluvia torrencial y
sin comer. ¡No podían caer desmayados por falta de sitio para ello! Apenas se
podían mover.
Transcurridos
los tres días se comprendió la inconsistencia de la sospecha y los soltaron,
sin más, con excepción de media docena de ellos. Medio muertos, salieron
arrastrándose a gatas del edificio, donde ni siquiera les habían tomado
declaración y apenas si comprobaron sus datos personales pero donde, eso sí,
tuvieron que aguantar tres días y tres noches tal suplicio.
Para
mejor reflejar la perfidia política del señor Álvarez del Vayo, conviene saber
que en Oslo manifestó sus quejas contra mí, como supe por otros miembros del
gabinete, aduciendo como pretexto el "salvoconducto" de La Cierva a
pesar de la declaración expresa del Consejo de Ministros de que no se volviera
sobre el incidente y se le considerara como no ocurrido. El verdadero motivo de
la queja, de la que yo todavía no tenía conocimiento alguno por parte de Oslo, era
que unos indeseables habían informado a Álvarez del Vayo, tan pronto como éste
regresó de Ginebra, de la petición que yo había hecho tres días antes al Cuerpo
Diplomático para qué se presentara al Gobierno una enérgica protesta, así como
también del discurso que pronuncié entonces. Pero Álvarez del Vayo no tuvo
valor ni para negarse a mi visita propuesta por el Ministro de Hacienda, ni para
aprovechar la ocasión para hacerme los reproches que hubiera considerado convenientes.
No mencionó sus quejas ni me facilitó el conocimiento de la existencia de las
mismas, ni yo tampoco tenía
por que entrar en ello, al ser confidencial la información recibida.
Álvarez
del Vayo, en cambio, sí se sintió con el suficiente despecho, pasados unos
días, como para quejarse ante el Encargado de Negocios de un país europeo, de
que se estaba trabajando con pasaportes falsos en contra del Gobierno y se
estaba queriendo favorecer a los "fascistas".
Pero
el mencionado diplomático que era persona muy bien preparada y pronto a la
réplica, respondió al Ministro como correspondía. Le dijo que sabía muy bien a
qué caso se refería pues, precisamente, conocía todos los detalles del mismo
(era el que me acompañó aquella tarde a ver al Ministro en funciones), que no
se trataba de un pasaporte sino de un papel de orden secundario, sin ninguna
importancia, extendido y entregado por motivos muy justificados y honrosos de
simple humanidad, siendo así, en cambio, que el Gobierno español, por mediación
de su Embajada en París, había expedido hacía unos días una serie de pasaportes
falsos, por motivos puramente interesados, a saber para pasar de contrabando a
España a unos oficiales de aviación de su nacionalidad, a los que antes habían
seducido para que desertaran. Que Álvarez del Vayo era por tanto el último que
podría tener derecho a hablar como lo había hecho. Esta declaración fue entregada
por el mencionado diplomático, en nuestra siguiente sesión para que constara en
acta.
Álvarez
del Vayo pretendió no saber nada de los pasaportes falsos de su cuñado, el de
París.
El
viernes siguiente, me llamó el Ministro del Aire, Indalecio Prieto, para
comunicarme que, por desgracia, no había podido obtener la libertad de La
Cierva pero sí había aprovechado la ocasión para subrayar la extraordinaria
importancia de dicho preso, ya que su detención la había efectuado personalmente
el Director General, en presencia del representante diplomático de una nación extranjera.
También por su apellido tan conocido, y, además, por su hermano el famoso
inventor.
Que,
por todo ello, habrían de adoptarse todas las medidas necesarias para
defenderlo de incidentes imprevistos porque sería denigrante para la reputación
del Gobierno que algo le ocurriera en tales circunstancias. Por todo lo dicho,
él no creía que tuviéramos que temer por su vida.
Como
ya quedó mencionado en páginas muy anteriores el asunto de La Cierva tuvo un
final trágico: La Cierva fue asesinado con muchos centenares de otras víctimas
de la cárcel Modelo. Largo Caballero y Galarza se habían opuesto a que se le
pusiera en libertad y a ellos se debe que no fuera posible hacerlo. ¡Caiga su
sangre sobre ellos!
Al
día siguiente volví a visitar al Ministro de Hacienda para decirle que, a pesar
de la negativa sufrida, yo estaba dispuesto a hacerme valedor ante mi Gobierno
de su deseo de adquirir bacalao, pues sabía que había hecho todo lo posible
para obtener la puesta en libertad de aquel para quien se la pedíamos. Se
mostró totalmente de acuerdo y me prometió continuar ayudándome.
Observadores
e informadores incómodos
Dos
acontecimientos ocurridos en el mes de diciembre afectaron al Cuerpo
Diplomático y merecen ser mencionados. El Delegado del Comité Nacional de la
Cruz Roja fue llamado a Ginebra unos días antes de que se celebrara una sesión
del Consejo de la Sociedad de Naciones en la que Álvarez del Vayo pensaba
desempeñar su habitual papel de salir defendiendo a "Caperucita Roja"
o a la "inocencia ultrajada", y estigmatizando a los "lobos
nacionales". El Delegado tenía material probatorio de peso, sobre todo en
lo concerniente a los asesinatos de detenidos, del mes de noviembre. El avión
del Gobierno francés que pensaba utilizar para el viaje, llegó a Madrid procedente
de Toulouse sin impedimento alguno. Al día siguiente tenía que regresar el
aparato con el Delegado y dos periodistas franceses (de "Havas" y del
"Le Matin"). Por la tarde, otra persona que ejercía sus funciones en
el Comité internacional, se encontró con un francés a quien conocía que
desempeñaba un papel importante en el servicio de contraespionaje rojo en
Madrid. Este le dijo que el avión no saldría al día siguiente. A la mañana
siguiente, el avión tenía, en efecto, un fallo de motor que no se manifestó
hasta el momento de arrancar, con lo cual de hecho no pudo salir: los viajeros
tuvieron que volverse a casa y esperar veinticuatro horas. A la mañana
siguiente, el avión ya reparado, emprendió el vuelo. Cerca ya de Guadalajara, ó
sea a pocos kilómetros de Madrid, vino hacia él, otro avión que, al principio
volaba en torno a él, trazando grandes círculos. Llevaba los distintivos del
Gobierno Rojo. El francés lo saludó como de costumbre, con las alas, moviéndolas
hacia arriba y hacia abajo para darse a conocer, a pesar de que, además,
llevaba grandes distintivos de la Aviación francesa y la inscripción
"Embajada de Francia". El avión rojo voló a su alrededor, se alejó,
cambió otra vez el rumbo, volvió, voló debajo del avión francés y disparó sobre
él con su ametralladora desde abajo. Y luego se alejó a toda prisa. El
espantado francés, que me hizo personalmente este relato, bajó inmediatamente.
Sólo la cabina había sufrido los disparos. Los tres ocupantes resultaron
lesionados. Uno de los informadores murió de sus heridas, al otro hubo que
amputarle una pierna, el Delegado después de permanecer en cama cuatro meses,
salvó por lo menos su vida. Pero los ominosos documentos no llegaron a Ginebra
a tiempo, para no poner en apuros a Álvarez del Vayo. Entonces resultó que se
trataba de la "agresión criminal de
un avión de los nacionales al avión diplomático francés". ¡Y tal fue lo
que la indignada prensa roja anunció al mundo!
Muy
semejante fue la escenificación, poco tiempo después, del bombardeo aéreo de la
Embajada inglesa en Madrid. En medio de la noche vino un aviador
"nacional" y buscó, entre tinieblas, única y exclusivamente el
edificio de la Embajada inglesa, que se hallaba empotrado entre dos casas, para
lanzarle dos bombas. Con toda delicadeza emplearon un calibre moderado para tal
saludo, de forma que sólo se dañará la armadura del tejado y quedara herida una
persona. Una vez hecha la fechoría se fue de allí sin dar más señales de vida.
Tan refinada infracción contra los santos preceptos del derecho de gentes fue
explotada a fondo al día siguiente por la prensa roja. Los ingleses subestimaron, sin embargo, la maestría de los
aviadores nacionales hasta el punto de cargar sin más la "equivocación" a cuenta de los
rojos.
El
otro caso fue el asesinato del agregado de la Embajada belga Borchgrave. Una
mañana soleada de domingo, salió éste de la Embajada para pasear un poco en
coche. Iba solo, conduciendo su pequeño automóvil. Ya no volvió más y
desapareció sin dejar rastro. Llevaba encima, su documentación diplomática y el
coche ostentaba la bandera belga. Durante días y días, la embajada de Bélgica
estuvo acosando a Miaja y a los militares y civiles que dependían de él. Nadie
sabía nada, nadie le había visto. Tampoco se podía encontrar el coche. No le
quedaba a la Embajada más remedio que prescindir de las llamadas autoridades y
emprender investigaciones directas.
Con
gran esfuerzo e infinitas fatigas, y no sin correr peligros personales, pudo el
Encargado de Negocios de la Embajada belga descubrir lo ocurrido al cabo de
varios días. Borchgrave se había trasladado al frente de Madrid por la
carretera que sube a la Sierra, para buscar a dos belgas heridos, reclutados por
la Brigada Internacional. Lo detuvieron, a pesar de presentar su documentación
diplomática, lo llevaron al pueblo cercano de Fuencarral para someterle a
interrogatorio. No había en modo alguno puntos en que apoyar una acusación, ni
siquiera para imputar un cargo correcto, ni tampoco para poner en marcha una
investigación judicial o someterle al juicio de un tribunal.
Lo
mantuvieron preso en el pueblo desde el domingo hasta el martes temprano, en
que, de madrugada lo llevaron a la carretera y allí lo fusilaron. Intentaron
borrar cualquier rastro de su identidad, le robaron la documentación y la ropa,
cortando hasta las iniciales de sus prendas interiores. Lo enterraron inmediatamente
con otros veinte asesinados en una fosa común en el cementerio del pueblo. El
juez del pueblo había hallado la fórmula exacta: la calificación de
"muertos no identificados" y había descubierto de paso que a los
asesinos se les había escapado que en la hebilla del pantalón figuraba escrito
su nombre completo, que el juez hizo constar en el acta.
A
pesar de ello el cadáver se declaró "no identificado" con lo que se
intentaba encubrir el asunto. El "Gobierno", es decir Miaja y sus
compinches, no hicieron lo más mínimo para aclarar el asesinato. Miaja, el
héroe, le tenía miedo a su departamento de "contraespionaje" y no se
atrevía a meterles mano. En cuanto al coche de la Embajada de Bélgica, nunca
más apareció.
6.
INFORMACIÓN DEL FRENTE
Toledo
Desde
el mes de octubre de 1936, comencé, con algunos de mis colegas a visitar el
frente que iba siempre retrocediendo y acercándose cada vez más.
A
un alemán que hubiera estado en el frente de soldado, todo aquello le hubiera
resultado de lo menos marcial. Una mañana hermosa de domingo, fuimos con el
Encargado de Negocios argentino al frente de Toledo. Los nacionales habían
tomado la ciudad pocos días antes. El frente quedaba a algunos kilómetros de
distancia, por Olías del Rey.
Nos
llamó la atención que, en los pueblos grandes, por los que procedentes de
Madrid habíamos cruzado, no se apreciaran medidas defensivas militares ni
tropas que pudieran mencionarse como suficientes.
Hasta
llegar al último pueblo, antes de Olías, a nadie se le hubiera podido ocurrir
que aquella tierra se hallaba directamente detrás de un frente de guerra. En
cuanto a los milicianos, se les veía vagando por el pueblo, aunque eran muy
pocos. Ni baterías, ni trincheras, ni alambradas, nada, sólo la tierra desnuda.
Opinábamos
que en una ofensiva no encontrarían los nacionales ningún obstáculo para llegar
hasta Madrid. En el pueblo de Olías había camiones y milicias; varios camiones
salían para Madrid, cargados de milicianos, pero seguramente sin permiso de
ninguna clase por parte de sus oficiales.
Se
barruntaba una ofensiva de los nacionales, cosa para las milicias no muy
tranquilizadora; en Madrid era mucho más fácil pasar inadvertido, pero en
nuestro viaje de vuelta, a duras penas nos podíamos defender de los tipos,
estacionados al borde de la carretera, que nos pedían que les lleváramos.
Mi
colega, que ya había estado en situaciones bélicas varias veces, me contaba que
siempre le había sucedido lo mismo; la gente armada que retrocedía en bandadas,
a pie, aprovechaban cualquier vehículo con el que pudieran acelerar su fuga,
sin tener siquiera un enemigo a la vista, ni tampoco fuego de artillería a sus
espaldas. Y si aparecía un avión, se dispersaban, enloquecidos, sin que
bastaran para detenerlos ni las pistolas de los oficiales.
Cuando
ya estábamos a un kilómetro de Olías, vimos un buen número de Guardias de
Asalto, cuerpo de Policía recientemente fundado por la República con formación
y armamento militar, sentados en la cuneta.
Nos
detuvimos y salimos del coche.
Dos
de los guardias se acercaron y me saludaron con mucha alegría. Habían estado
durante mucho tiempo encargados de la custodia de nuestra Legación. Les pregunté:
"¿Pero, ¿qué hacéis aquí, tan lejos del pueblo y del enemigo?"
Contestaron
con cierta malicia, haciendo gestos intencionados: “Cuando se arma allí
adelante nos envían a estos campos y hacemos fuego contra nuestros chicos
cuando quieren empezar a retirarse".
Entonces
dije yo "¿De veras?, son tan cobardes esos chicos?". Ellos
contestaron: "Tan pronto como los otros empiezan a disparar, echan a
correr, escapando".
Después
se quejaron de la comida; el día anterior no les habían dado absolutamente nada
para comer; habían cogido sandías de los campos y con ellas había calmado, a la
vez, el hambre y la sed.
Mientras
estábamos allí, llegaron unas raciones de un rancho de campaña lamentable. La
comida consistía en una sopa ligera.
Fuimos
al pueblo y nos llevaron a una casa de labor donde estaban el Estado Mayor y el
responsable político, que desempeñaba en todo aquello un papel importante. La
línea del frente propiamente dicho, estaba todavía dos kilómetros más adelante
pero el Jefe de Estado Mayor no quería que fuéramos hasta allí porque había
demasiado peligro. (Probablemente para él, ya que, por vergüenza o por salvar su honor, hubiera
tenido que acompañarnos).
Nos
enseñaron mapas y pretendían que iban a atacar enérgicamente (pocos días
después retrocedieron treinta kilómetros a toda marcha y sin tiempo para
respirar).
Todo
aquello daba una impresión de lo más lamentable en completa consonancia con la
casucha del puesto de mando de adobe y nada sólida en la que se alojaban. No se
veía en ninguna parte posición alguna de artillería. Los otros habían disparado
ya en dirección a ella. Pero, al parecer, no habían dañado los campos. Desde la
ventana, vimos a una pandilla de hombres tumbados como una piara de cerdos en
una inclinación del terreno al otro lado del pueblo.
Delante
de ellos empezaba una zanja que tendría de profundidad como hasta las rodillas
y de largo sólo unos doscientos metros. Nadie trabajaba en ella.
Pregunté
al Jefe del Estado Mayor si aquello constituía su posición y sus reservas.
Contestó afirmativamente, y añadió que,
¿Qué iba a hacer él con esa colección de “limpiabotas" si les atacaban?
Mandaría venir de la retaguardia más refuerzos.
Le
dije que estos debían de ser harto invisibles, pues nosotros allá atrás no nos
habíamos topado con ninguno.
Pues
sí, pero hay algunos.
¿Y
en vanguardia?, le pregunté si tenían una auténtica trinchera con recorrido
conveniente.
Dijo
que no, que pasaba como aquí; lo que se utilizaba principalmente eran las
desigualdades del terreno. Y yo pensaba, "sí claro, para desaparecer a la
carrera detrás de las mismas".
Después
de haber estado con ellos de cumplido durante media hora, se nos brindó la gran
satisfacción de la fotografía del grupo. Mi colega, que conocía el alma
militar, se había traído un fotógrafo.
Hasta
las trincheras llegaron corriendo los componentes de las reservas para figurar
en la foto con los diplomáticos. Por desgracia, no hubo aviador nacional que
nos hiciera el favor de aguar la fiesta. ¡Tanto como me hubiera gustado a mí
asistir a una escena de pánico!
Todo
se desarrolló en la paz más profunda. Seguimos viaje en coche detrás de la
línea teórica del frente, hasta Aranjuez. Allí comimos los emparedados que
llevábamos, con el complemento de las aportaciones gastronómicas de los amigos
argentinos. Comida no había, ya entonces, en los establecimientos del ramo, ni
en Aranjuez ni en Madrid.
La
desbandada retirada de las milicias me la describió el compañero argentino, que
la contempló con sus propios ojos.
Había
estado allí durante el asedio del Alcázar, poco antes de la caída de Toledo.
Fue hacia el anochecer. Cada vez se intensificaban más los ataques. Esa tarde
tenía que caer el Alcázar: tal era la orden de Largo Caballero, el insigne
presidente del Consejo de Ministros, que se había desplazado personalmente al
efecto.
Allí
estaban, unos tumbados, otros, de pie, amparados entre escombros, o detrás de
los mismos. En éstas se dio la señal de asalto, y saliendo de sus parapetos se
abalanzaron hacia adelante, los que mandaban a los milicianos, que les seguían,
desconfiados.
Atravesaron
un sector de lo que fue jardín, en dirección a los montones de piedras, en que
se habían convertido las torres del soberbio Alcázar. No se produjo acto de
defensa alguno desde la fortaleza. Llegaron al portón e irrumpieron en el patio
interior. No se oyó ni un solo tiro procedente del otro lado.
Al
parecer, la cosa estaba madura para el asalto. Con desenvoltura, irrumpieron
todos, en el patio interior y los que iban en vanguardia hicieron lo propio en
un segundo patio.
De
repente se descargó un fuego rabioso de ametralladoras que aniquiló a los intrusos.
Atolondrados, todos aquellos que aún podían correr, se abalanzaron fuera del
patio, más allá de la explanada, como locos cuesta abajo. Arrasaron a su paso
cuanto encontraron en las posiciones que hasta entonces habían ocupado,
llevándose por delante incluso a los diplomáticos que se vieron arrastrados por
el torrente de fugitivos.
No
se detuvieron hasta pasar varios bloques de casas que quedaron entre ellos y el
Alcázar.
Uno
de los diplomáticos recibió un tiro preocupante en el cuello y tuvieron que
operarle allí mismo.
Al
día siguiente los periódicos ofrecían al lector la gloriosa ofensiva al
Alcázar, que por fin ya se había conquistado hasta el último rincón.
Unos
días antes, el decano del Cuerpo Diplomático, a instancias de Largo Caballero,
se había prestado a intentar sacar del Alcázar a las mujeres y a los niños.
Se
convino en Madrid, que fueran traídos a la capital con escolta segura y la
participación del Cuerpo Diplomático, para quedar acogidos en un edificio del
Paseo de la Castellana bajo la protección de las banderas de la totalidad de
los países representados en Madrid.
El
embajador de Chile se trasladó a tal
efecto a Toledo y presentó su petición al Comandante de la Plaza. Éste le
declaró que el Gobierno de Madrid nada tenía que decir en Toledo. Ahí quien
mandaba era el Comité Local con quien tendría que tratar, antes de poder él
emprender lo que procediese.
En
interés de la buena causa, el Embajador se prestó a ello. La mencionada
autoridad suprema de Toledo estaba instalada en un convento abandonado. El
Embajador fue recibido con recelo y antipatía. No querían soltar de sus garras
a las víctimas del Alcázar, tan apetitosas.
El
Embajador se refirió a sus convenios con el Presidente del Consejo de
Ministros. Se le replicó que esos convenios no tenían validez en Toledo.
Precisamente no se quería, en ningún caso, dejar que las mujeres y los niños
fueran a Madrid. Tenían que quedarse en Toledo en un viejo convento, bajo la
"protección” del Frente popular local y del Comité soberano y ¡no de los
diplomáticos y de las banderas extranjeras!
Mientras
el embajador discutía con ellos al respecto, oyó procedente de la sala contigua,
una voz chillona, de mujer. Era la judía Margarita Nelken, que daba un mitin y
decía a gritos que, por encima de todo, había que eliminar a las mujeres e
hijos de esos canallas del Alcázar, sin sentimentalismo alguno.
¡Era
precisamente la nidada, el engendro, la semilla, de esa canalla, lo que había
que desarraigar para siempre!
El
público gritaba expresando su asentimiento, de forma tal que el Embajador
apenas si podía oír a su interlocutor.
De
repente compareció personalmente en Toledo su Excelencia, el señor Presidente
del Consejo de ministros, Largo Caballero. La ocasión era favorable para el
Embajador; ahora disponía de un testigo de altura para sus convenios y ahora
era cuando se iba a ver quién mandaba en Toledo. Largo Caballero le dio amistosamente
la mano y prestó durante un momento atención a su pregunta de quién mandaba de veras
en Toledo. Pero el bueno de Largo Caballero ya no podía resolverlo, tenía sin
remedio que marcharse enseguida a otro sector del frente y volver, después, a
Madrid; allí tampoco tenía, en verdad, nada que hacer pero por lo menos no se
lo echaban en cara y, se fue.
El
Embajador no tenía más remedio que contentarse con lo que pudiera conseguir en
Toledo; pero quería, por lo menos, intentar hacer algo por las mujeres y los
niños. A última hora de la tarde pasó, acompañado por el todopoderoso Comité al
otro lado del parapeto más avanzado. Intentó hablar con el Alcázar directamente
mediante un megáfono. Pero no era posible. No se les entendía. Finalmente probó
a hacerlo uno de los hombres del Comité. Sus voces sí se entendieron mejor. Les
dijo lo que quería el Embajador, pero "como él lo entendía". Desde el
otro lado se le gritó en contestación, sin rodeos, que las mujeres y los niños
estaban muy bien y que, por supuesto preferían esperar la entrada de sus amigos
los nacionales, en los sótanos del Alcázar, junto a sus maridos y sus padres, que
en un convento con los rojos. Cuando terminaron de dar la respuesta comenzaron
los bramidos, procacidades y desplantes de los milicianos.
Por
lo demás, había entrado también en el Alcázar como parlamentario, en esos
últimos días el Jefe del Estado Mayor Teniente Coronel Rojo, ahora General Jefe
del Gran Estado Mayor en Valencia.
Al
atardecer, Rojo se anunció por la megafonía. Se le contestó que podía
presentarse, solo y desarmado, pasando por tal y cual puerta. Se dirigió por la
mañana, solo y con las manos en alto. Le permitieron el paso y le condujeron
con los ojos vendados, al sótano donde estaban reunidos sus antiguos
compañeros. Trató con ellos durante tres horas, pero no consiguió nada. El
Alcázar era nacional y continuaría siéndolo hasta la liberación de Toledo, tal
fue la respuesta que recibió.
Rojo
aseguró a sus camaradas, con lágrimas en los ojos, que pensaba como ellos, pero
que tenía a su mujer y a seis hijos en manos de los rojos, en calidad de
rehenes con miras a su actuación, y que no tenía más remedio que subordinar sus
acciones a dicha coacción porque no tenía valor para exponer a su familia al
asesinato.
Precisamente
a estos vergonzosos medios de presión recurrieron también los rojos frente al
Coronel Moscardó, el defensor del Alcázar. El Comandante local socialista llamó
al Coronel al Alcázar por el teléfono que aún funcionaba. Le dijo que su hijo
de veinte años, le iba a hablar y que si el Coronel no entregaba el Alcázar, lo
ejecutarían. A continuación el padre dijo su hijo, que el deber para con la
Patria primaba sobre todo los demás, le animó a aceptar la muerte con valentía
y le dio su bendición. Al joven lo ejecutaron. ¡Ni siquiera bastó, tamaña
grandeza de ánimo para avergonzar a esos bolcheviques!
En
cuanto a la suegra y a la cuñada del héroe Moscardó, pudimos recogerlas a
tiempo en su casa de Madrid y alojarlas en nuestra Delegación, hasta que
logramos hacerlas pasar a la España nacional para reunirse con la familia. La
anciana señora de ochenta y siete años de edad aún pudo hacer el viaje en
automóvil a pesar de tan trágicas y peligrosas circunstancias.
La
mala impresión que causaban las tropas de milicianos era siempre la misma en
cualquiera de los sectores del frente a donde yo acudía, al pueblo se le
engañaba día a día en los periódicos, con triunfos inventados, ¡y el pueblo se
lo creía! El cinismo de dichos cabecillas iba tan lejos que, cuando la caída de
Málaga, y en una manifestación pública, Álvarez del Vayo llegó a decir:
"Gracias
a Dios, ya nos hemos librado de Málaga. ¡Un dolor de cabeza menos! ¡Esta
derrota nos traerá ahora triunfo y medio!” El pueblo, engañado y enloquecido,
se lo tragaba todo.
Dondequiera
que se fuera, se apreciaba el desorden total, el rechazo a cualquier orden o
disposición; en suma, la falta total de disciplina. Los milicianos amenazaban a
sus "oficiales" con disparar contra ellos, cuando éstos querían
mandarles algo.
Me
garantizaron (y ello procedía de fuente segura de información), que unos
milicianos, a quienes el Director General de Seguridad recibió en su pomposo
despacho para reprocharles unas acciones nada honrosas, le hicieron la
siguiente declaración: "Si no cierras el pico, te damos a ti el
paseo".
Ya
no se atrevió a emprender nada contra ellos y les dejó marchar.
No
ocurría, naturalmente, lo mismo en las Brigadas Internacionales, donde los
oficiales extranjeros, muchos de ellos, rusos y franceses, mantenían una
disciplina al estilo de la que se empleaba en las fuerzas legionarias. Esta fue
la causa de que, debido a su disciplina, mando único y armamento adecuado se
prolongase la guerra. Sin ellos, las milicias se hubieran dispersado ya a
finales de 1936.
Visitas
a hospitales militares
Una
actividad que emprendimos, interesados en mantener la buena fama del Cuerpo
Diplomático ante el pueblo español, consistía en visitar los hospitales de
campaña. Acompañados la mayoría de las veces por el Delegado del Comité
internacional de la Cruz Roja y por el Encargado de Negocios argentino, señor
Pérez Quesada, visitamos el magnífico hospital de la Cruz Roja en Madrid (que
se tuvo que acaba de abandonar en diciembre de 1936 por quedar ya en zona de
combate), así como el hotel Palace, convertido en gran hospital de campaña.
Allí
fue famoso un herido, apodado "el Negus" por tener una larga barba
negra. Era de profesión maestro en una escuela pública de Santander, hombre
inteligente, enérgico y valeroso que pronto llegó a tener el mando de una
compañía. En la toma de Carabanchel por los nacionales, localidad del
extrarradio de Madrid, tenía a su cargo una posición importante. Se quejaba
amargamente, por cierto, de que nunca conseguía mantener debidamente en la
brecha a sus milicianos. Un día, al ver venir un tanque, se le escaparon todos;
se quedó él solo en la trinchera y disparó valientemente, pero el tanque pasó
por encima y siguió su camino. Quedó en tierra, gravemente herido. Sin embargo
cuando los nacionales se retiraron, se le pudo poner a salvo, y aunque quedó completamente
deshecho, una vez ingresado en el hospital envuelto en vendajes y mediante un tratamiento
pudo salvar la vida. Nosotros tuvimos oportunidad de conocerle muy recuperado y
nos fotografiaron junto a él, en puesto de curas próximo al frente, aunque
situado ya entre las casas de Madrid. Ésas fotos se publicaban en revistas
ilustradas, lo cual causaba buena impresión entre el pueblo, que con ello veían
que no sólo nos preocupábamos de los "fascistas".
Sobre
tan singular personaje supimos, después, que seguía soñando con nuevas heroicidades,
hasta que se fue otra vez al frente, donde cayó, según parece, habiéndole
dejado en la estacada sus propios compañeros de milicias. Visitamos
sistemáticamente otros centros sanitarios de guerra y también uno,
exclusivamente reservado a los "internacionales", en el que había
tipos interesantes con heridas graves en piernas, brazos, cabeza. Pero no se
podía evitar la impresión de que esos extranjeros (hablábamos con polacos,
húngaros, belgas, y alemanes), no eran como los milicianos españoles, gente del
pueblo, sino que más bien formaban parte de la "Internacional
comunista" de sus propios países.
En
el Madrid sitiado
En
el transcurso del mes de noviembre de 1936, las cargas de la artillería y de la
aviación, sobre Madrid era ya muy sensibles y se habían cobrado muchas víctimas
entre la población civil.
Desde
nuestra casa, situada en alto, divisábamos todo Madrid. Apenas se pasaba un día
sin que aparecieran aviones y, unas veces en un extremo de Madrid y otras en
otro, surgían oscuras columnas de humo que nos anunciaban el bombardeo de
sectores del frente, incluso cuando, a causa de la distancia, el ruido se oía
muy poco. A veces, sin embargo, también se ponía la cosa peor y parecía más
peligroso por el ruido que por lo que la vista apreciaba. Siempre aparecían los
pequeños aviones de combate rusos a los que el pueblo llamaba
"ratas". Eran extraordinariamente rápidos y hacían un ruido tremendo. Cuando se lanzaban, bastante bajos,
muy rápidos sobre las casas, era angustioso el estruendo del motor, que llegaba
a la velocidad del trueno, y de la misma manera volvía a desaparecer. Con
frecuencia, asistíamos a grandes combates aéreos en los que los grandes
bombarderos nacionales que volaban muy majestuosamente a gran altura eran
atacados por los "ratas". También veíamos caer alguna vez, estos
pequeños aparatos, probablemente abatidos por los grandes bombarderos.
La
población de Madrid huía al principio al oír el aullido de las sirenas, con el
que los aviones se anunciaban. Pero pronto se habituaron, y terminaron por no
preocuparse y cuando aparecían aviones en el cielo, el público de Madrid se
congregaba en la calle para verlo. En cuanto a los disparos de artillería, la
gente hacía exactamente igual, tan pronto se habituaron a su estampido. Un blanco
por el que sentían especial predilección los artilleros nacionales era el
edificio de la Compañía Telefónica que se estrechaba hacia arriba como una
torre y era la construcción más alta de Madrid, situada además en un lugar
elevado de la ciudad. Era especialmente adecuada para la observación de los
alrededores, que circundaba todas las líneas del cerco de Madrid. Los pisos más
altos de la misma se habían reservado para uso de oficiales rusos. Muchos
impactos sumaba ya este edificio por ser un objetivo preferente de la
artillería nacional, pero a pesar de todo, en julio de 1937, estaba todavía en
servicio, perfectamente utilizable, situado en La Gran Vía, avenida nueva de
importante categoría que se fue construyendo en estos últimos quince años en el
lugar que ocupaba una parte del viejo Madrid. El tráfico es allí siempre
considerable, incluso en estos tiempos. Mientras que antes circulaban por allí
los autos de lujo de los ricos, ahora se veía una masa humana variopinta y
descuidada, de a pie, pero también muchos coches circulando con milicianos que,
en no pocos casos, paseaban a sus "damas" (pero eso si con otro
desenlace diferente del "paseo" por ellos inventado) o se paraban
ante los bares de lujo donde antes debían sus "cócteles" los famosos
"señoritos", cosa que, con sorprendente rapidez y fidelidad,
aprendieron de ellos los jóvenes bolcheviques.
Cuando
impactaron las primeras granadas sobre la fachada de la Telefónica, mucha gente corría, aunque no para ponerse a salvo
sino, al contrario, sólo para curiosear desde la acera de enfrente, desde donde
podían observar la precisión de los impactos... pero, como, es sabido, también caían granadas por
otros sitios y cuando esto ocurría había que lamentar muertos y heridos, cuyos conciudadanos
los rodeaban y se compadecían, ayudando también a retirarlos.
Desde
la céntrica plaza de Cibeles, sube la calle Alcalá, arteria principal de la
ciudad hacia la Puerta del Sol. Tanto ésta, como la calle de Alcalá, eran con
frecuencia objeto de disparos. Desde la plaza de Cibeles se domina con la vista
dicha calle hasta arriba. En la misma se juntan muchos tranvías.
Yo
mismo pude ver desde mi coche, al llegar una mañana a la plaza de Cibeles, la
calle Alcalá batida por la artillería, y observé cómo calle arriba circulaban,
como de costumbre, las dos vías de tranvías y algún automóvil que subían y
bajaban, apaciblemente, mientras que, a sus ambos lados, explotaban las
granadas. No cabe sino admirar el estoicismo o quizá el fatalismo moruno de los
pobladores de Madrid, que ya hacía mucho tiempo estaban aguantando toda clase
de riesgos pero que, a pesar de la recomendación que hacían las autoridades
para abandonar Madrid y de que el Gobierno incluso adoptaba medidas coercitivas
para obligarles a ello, no estaban dispuestos a dejarse sacar de sus casas.
Ya
en octubre de 1936, fijó el general Franco una zona neutral dentro de cuyos
límites no se podía efectuar ningún bombardeo, siempre y cuando la misma no
albergara instalación militar de ninguna clase. Se trataba precisamente de la
zona del mejor barrio residencial al este de Madrid. El Gobierno de Largo
Caballero no se comprometió a nada, pero, sospechando que dicha zona se preservaba
ya en consideración al sector de población, perteneciente a los mejores niveles
de la sociedad, que allí habitaban, se dedicó, inmediatamente, a trasladar allí
oficinas, cuarteles improvisados y toda clase de comités y establecimientos
militares.
Con
ello, tampoco salía ganando la masa de población civil. El Comité Internacional
de la Cruz Roja propuso, en consecuencia, el veinte de noviembre de 1936, en un
telegrama a Miaja, que se reuniera a la población no combatiente de Madrid en
un sector de la ciudad para evitar bajas.
Caprichosos
son los dos telegramas de respuesta, el de Largo Caballero y el de Álvarez del
Vayo, los cuales, cada uno por su lado, encontraron una excusa basada en la
misma mendacidad. No hay que olvidar que Madrid ya estaba equipado como una
fortaleza, con instalaciones defensivas, que casi la mitad de su perímetro era
ya frente inmediato y que estaba repleto de material de guerra, de milicias y
de Brigadas Internacionales, que tenían ocupados todo los edificios de mayor
tamaño, en los mejores barrios.
Largo
Caballero telegrafió lo siguiente: "En respuesta al telegrama de ayer en
el que me comunicaban haber telegrafiado a Miaja acerca de la conveniencia de
que la población no combatiente quede concentrada en un sector determinado de
Madrid, declaro que el ejército combatiente sólo está en los frentes de
combate, de modo que, desde un punto de vista humanitario, toda la población ha
de considerarse como no combatiente. La propuesta de que el sector de los ciudadanos
que no participan en la lucha armada se concentren en un lugar determinado, es inadmisible
por las razones aducidas. Cordialmente le saluda, Largo Caballero".
Álvarez
del Vayo por su parte, vertía en su telegrama todo su veneno y no se
avergonzaba de manifestar a la Cruz Roja Internacional, neutral, pero
informada, las mismas mentiras acerca del intachable modo de pensar del Gobierno
de la República, que él repetidamente ponía sobre el tapete en la Sociedad de
Naciones:
“En
respuesta a su telegrama sobre la iniciativa de la Cruz Roja Internacional
acerca de la creación de una zona neutral en Madrid, el Gobierno de la
República que, contrariamente a los
rebeldes de Burgos, no representa intereses de clase y se responsabiliza de la
seguridad y vida de todos los madrileños, rechaza la idea de crear una zona
neutral en Madrid por la que se podría proporcionar seguridad a cierto número de
personas, en los bombardeos aéreos que aviadores fascistas extranjeros
emprenden sobre la ciudad abierta, lo que constituye un crimen, no atenuado por
el hecho de intentar encauzar las consecuencias de dichos ataques. El
establecimiento de una zona neutral significaría que el Gobierno de la
República se prestaría a legalizar el bombardeo del resto de la ciudad, no
incluido en esa zona y con ello exponer a la destrucción los barrios populares
y obreros. Pues hay que contar con que los rebeldes, furiosos por su manifiesta
incapacidad para conquistar la capital de España, se dejen llevar por tales
atentados, contrarios al derecho de gentes, que indignan a toda la humanidad
civilizada. Álvarez del Vayo".
El
Gobierno Rojo imposibilitaba la clara distinción que, tanto Franco en su
propuesta como también la Cruz Roja Internacional, pretendían establecer entre
el Frente constituido por el Madrid en lucha, de una parte, y de la otra la masa
de la población civil. Y eso lo hacía, como tantas veces, porque pretendía
utilizar a la población civil a modo de escudo de sus militares.
Esa
culpabilidad propia, en cuanto al sacrificio de mujeres y niños no les impedía
utilizar a esas mismas víctimas como cartel de propaganda ante el mundo. Un
colega mío en Madrid se expresó indignado frente a mí, diciendo que él mismo
había visto en aquellos días de la lucha por los suburbios de Madrid, niños
muertos en uno de ellos. Yo le pregunté: "¿Quién les causó la
muerte?"
"Las
bombas de la Aviación". A lo que repliqué: "Y ¿de quién es la culpa
de que haya niños en el campo de batalla? Ese pueblo es campo de batalla, desde
hace varios días. Si no pusieron a tiempo a la población civil en lugar seguro,
toda la culpa será del Gobierno que no cumplió con su obligación". Ya que
lo que no se puede pensar es que se intente impedir a las tropas nacionales la toma
de Madrid, a base de ponerles niños delante y de acusarles luego de inhumanos
por la muerte de los mismos. Aquel diplomático no tuvo más remedio que darme la
razón.
Entre
Madrid y Valencia.
En mis frecuentes visitas a Valencia durante
la primavera de 1937, me encontraba con muchas cosas interesantes que observar.
La misma carretera suscitaba interés. La comunicación por tren ya no existía,
había que hacer el viaje en coche. Unos 400 km, contando con el desvío que
había que tomar a causa del corte de la calzada directa. La carretera daba un
rodeo, trazando una curva que se dirigía al norte, en torno al punto de
interrupción, por detrás del frente y a lo largo de este. En los pueblos siempre
había cosas que observar, de carácter militar. Interesante era también, de por
sí, el tráfico en la carretera, aunque no fuera más que por ser ésta la única
arteria de tráfico rodado que quedaba aún para dirigirse a Madrid.
Contábamos
los camiones que con provisiones o con gasolina, iban para Madrid y
observábamos los coches que transportaban personas, tanto los que adelantábamos
con dirección a Madrid, como los que nos adelantaban a nosotros. Con frecuencia
también rebasamos columnas militares. Una vez nos tocó una larga columna de
camiones que llevaba esta descripción: "1er Régiment de Train", y luego
otra: "Second escadron". Los jóvenes que iban en esos vehículos,
llevaban cascos de acero, que a mí me pareció reconocer como procedentes de
otra guerra y, entre ellos, hablaban francés.
Nada
diremos de los tanques rusos que con frecuencia avanzaban rechinando, con sus
largos cañones móviles y giratorios encima, ni de las Brigadas Internacionales
que iban carretera adelante, también con cascos de acero y hablando
"esperanto", es decir, mezclando todas las lenguas. Lo que apenas
veíamos eran españoles, solamente los había en los muchos puestos de control, y
en las gasolineras del camino. Estas tenían la particularidad de que en ellas
no había gasolina; es decir, que aquellas que sí la tenían, sólo se la daban a
vehículos de guerra y con justificante expedido por el Ministerio de la Guerra,
en las gasolineras destinadas al consumo general no se conseguía casi nunca
nada.
Entre
Madrid y Valencia había nueve puestos de control donde tenían que detenerse los
coches y donde examinaban a fondo los papeles. En contraste con ello, en la
España nacional, como tuve después ocasión de comprobar, se podían hacer
cientos de kilómetros conduciendo, sin tener que someterse a un solo control.
Dato éste verdaderamente sintomático, que muestra cuanta más desconfianza y
afán inquisitorial había en la España "roja" en contraste con la
"blanca". De ello se puede sin dificultad sacar la conclusión de que
todo lo dicho venía condicionado por la actitud de la población, ante cada uno
de los dos sistemas.
Si
por el camino habíamos visto fuerzas combatientes internacionales rojas, ahora,
en Valencia nos tocaba ver alemanes. Con el calor que hacía en Mayo, resultaba
muy agradable salir, conduciendo a primera hora de la tarde, a esas playas
mediterráneas y tomarse allí en alguno de los "merenderos" el
inigualable plato nacional valenciano denominado "paella", arroz con
pescado y marisco, o arroz con pollo. Aquello estaba siempre lleno hasta los
topes, hasta el punto de que, a veces, había que esperar una hora entera hasta
conseguir mesa. Se veían casi siempre sobre todo milicianos y sus oficiales, y
además gente de pueblo, poco lavada, es decir perfumada pero no bien oliente,
que parecía tener el dinero a espuertas.
La
gente comía con un apetito y un entusiasmo tal que a uno se ocurría la idea de
que se daban prisa para disponer de un poco de tiempo y disfrutarlo. De cuando
en cuando se veía, allí, también, a algún ministro y a otros hombres del
momento, más bien "malfamados" que famosos, con sus "compañeras",
ya que estaba prohibido llamarlas "esposas", aunque lo fueran en
virtud de antiguos vínculos. Allí se disfrutaba de una vista soberbia frente al
mar y el puerto. Verdad es que el público miliciano parecía no dedicarle
atención alguna, por maravillosa que fuera dicha vista, porque se la amargaban
uno o dos buques de guerra alemanes que por entonces patrullaban, allá afuera.
"Ahí está el alemán". Gruñían, volviendo la vista tierra adentro.
Bombardeos
de Valencia
Durante
mi estancia en Valencia se notaron seriamente los efectos bélicos del otro
lado. Dos veces viví la experiencia de grandes bombardeos aéreos, uno de ellos
a las ocho a la tarde cuando empezaba el crepúsculo. Justamente al girar para
entrar en una plaza, en la que había dos Ministerios, oímos las primeras
explosiones que se iban haciendo cada vez más cercanas a velocidad de
relámpago. Mi secretario gritó al chófer que se detuviera y, mientras yo
protestaba, diciendo que no tenía sentido pararse, me obligó a apearme del
automóvil. En el mismo momento oí el silbido de la bomba y a dos pasos de
nuestro coche se produjo la explosión, a la que inmediatamente siguieron otras
dos en la misma plaza. Nuestro vehículo quedó cubierto de cascotes, trozos de
revoco, fragmentos de piedra de las fachadas de las casas próximas a nosotros y
el conductor ligeramente herido en la cabeza. No habían hecho blanco en ningún
Ministerio, pero en las calles próximas había varias casas dañadas y una serie
de personas muertas. Una bomba había caído a diez pasos de la Embajada inglesa,
en la calle, matando, entre otros, a un ingeniero francés que casualmente
estaba allí.
La
segunda vez fue por la noche. Hacia las tres de la madrugada me despertaron
unas explosiones, lejanas, pero muy numerosas. Creí que estaban bombardeando el
puerto. Pero se fueron aproximando rápidamente y pronto las sentí junto a mí:
tintineaban temblonas las lunas del patio de luces al que daba mi ventana, toda
la casa vibraba, a continuación se produjo una explosión importante, y
enseguida otra, acompañada por el griterío de mujeres y niños en todos los
pisos. La casa, sin embargo, resistió; salí afuera y llamé a las mujeres de la
familia donde yo vivía para decirles que ya había pasado todo y que no había
que temer nada más. La casa que teníamos en la acera de enfrente, pero un poco
en diagonal con respecto a donde estábamos, sí que había quedado tocada, y otra
más al lado de la nuestra, tres números más abajo. Los bombardeos nocturnos son
incomparablemente más lúgubres, porque se tiene la impresión de no poderse
mover, de tan rápidos y próximos como se sienten las explosiones. El resultado
fue, por tanto, que en los días que siguieron, Valencia se vaciaba en las horas
crepusculares. Miles de personas se iban a sus huertos de naranjos a pasar la
noche bajo los árboles, por temor a las repeticiones que sin embargo, de momento,
no se produjeron.
´
Con
ocasión de mi presencia en Valencia asistí también a la salida del vapor
francés "Imérethie II" y del barco hospital inglés "Maine",
que transportaban refugiados a Marsella. Con ocasión de esas salidas que se
efectuaban, aproximadamente una vez por semana, era interesante observar la
partida de los favorecidos por la suerte. La excitación que reflejaban sus
rostros al someterse a las muchas medidas de control, y ante el temor que
reflejaban sus rostros de que en el último momento pudieran aún ser presa de
los tentáculos de aquel monstruo devorador de seres humanos; el ansia con la
que se abrían paso, hacia los botes o hacia la pasarela del vapor y,
finalmente, el alivio con que respiraban al verse seguros en el mismo, y
disfrutando ya de la confianza recíproca existente entre “compatriotas".
El
ataque aéreo al "Deutschland"
El
día del atentado contra el "Deutschland" estaba yo en Valencia. Al
día siguiente, me contaba un funcionario del Ministerio de Marina, que el
Ministro estaba fuera de sí por la imputación que se le hacía de tal acción;
había asegurado que no había habido allí ningún avión de la España roja. Pero unas
horas más tarde se había enterado de que era una escuadrilla rusa la que había
realizado el ataque, por su propia cuenta. Dicha escuadrilla tenía su base en
el gran campamento ruso entre Alicante y Murcia y no dependía de las autoridades
españolas.
La
amplia capacidad de mando de las iniciativas rusas tuvo también en otras
ocasiones, consecuencias de gran trascendencia para sus "aliados"
españoles. Así, por ejemplo, durante la primavera
del año 1937 y con ocasión de un ataque nocturno se intentó tomar a los
"blancos" un cerro de la "Casa de Campo", muy cerca de
Madrid. Dirigían la operación, de la que ya se tenía noticia desde el día
anterior, dos generales rusos. Se movilizaron, sin más consideraciones, treinta
mil hombres y, como la primera noche no se obtuvo resultado alguno, volvió a
repetirse el ataque a la noche siguiente. El único éxito obtenido fueron ocho
mil muertos y once mil heridos. Resultaba imposible enterrar semejante montón
de caídos, por lo que se les roció con gasolina y se les prendió fuego. Aquel cerro, no estaba ocupado por más de dos
mil quinientos hombres, según me dijo después un oficial "blanco" que
participó en la operación.
7.
El GOBIERNO ROJO VISTO ENTRE BASTIDORES
En
la estepa de Rusia
Como
ya referí anteriormente, y -en relación con mi visita al Ministro de Hacienda,
Negrín, con motivo del acuerdo comercial con Noruega y también del caso La
Cierva-, a los tres días de mi visita recibía un telegrama de Oslo, a tenor del
cual Álvarez del Vayo, se había quejado al Ministerio en Oslo, por conducto del
Consulado General de España en Ginebra, en el que me denunciaba por haber
extendido un pasaporte noruego a un español denominado La Cierva y, además,
que, según un telegrama de Moscú a la prensa londinense, se me acusaba de
procurar pasaportes falsos a los fascistas españoles, con el fin de
facilitarles la huida. Ante semejante acusación, contesté a Oslo en los
siguientes términos: que la queja del Ministro era injustificada. Yo había
expedido dos pasaportes noruegos con destino a las siguientes personas... y un
salvoconducto para el abogado de la Embajada. Todo ello no era más que una
intriga del Embajador de Rusia, que quería reprimir mi lucha dentro del Cuerpo
Diplomático, por una acción humanitaria, que contrarrestara los crímenes
denunciados y no denunciados por las bandas anárquicas del Gobierno de la
República. El Cuerpo Diplomático había telegrafiado al Encargado de Negocios de
Noruega a San Juan de Luz, declarando su plena solidaridad conmigo.
El
Ministro de Noruega se tranquilizó con dicho telegrama y con el del Cuerpo
Diplomático. Pero Álvarez del Vayo continuaba su labor subterránea aunque, de
momento, sin conseguir su propósito.
Unos
días antes, el Encargado de Negocios de una potencia europea hizo una visita al
recién nombrado Embajador ruso, Rosenberg. Una de las primeras preguntas que
éste le hizo fue la referente a mi nacionalidad; la respuesta fue evasiva pero
Rosenberg con expresión marcadamente enérgica replicó: "Ce Monsieur gêne
le Gouvernement" (este señor le resulta incómodo al Gobierno).
¡Consecuencia de ello fue el telegrama que Moscú cursó a Londres! Quería a ojos
vista, hacerme saber que yo había incurrido en lo que él estimaba contravenir
la "soberanía" de su arbitrariedad, y que me convenía ser más cauto.
Pero no le sirvió de nada. Algún tiempo después se presentó en una de nuestras
sesiones diplomáticas el propio Rosenberg. Había intentado ante Álvarez del
Vayo quitarle importancia a nuestras notas de protesta y al resto de nuestros
informes o comunicaciones al Gobierno, con el pretexto de que nosotros no
integrábamos el Cuerpo
Diplomático, porque había
miembros importantes del mismo que no participaban en nuestras resoluciones. A
eso, se le contestó, que nosotros, a unos señores que no se habían sometido a ninguna
de las formalidades habituales, tales como comunicar su existencia al Decano,
visitar al mismo y a los demás miembros, etc. no podíamos contarles como
pertenecientes al Cuerpo.
Rosenberg,
ante esta imputación intentó a continuación salvar tan justificado obstáculo, e
hizo algunas visitas formales y asistió a una Junta. A pesar de la cortés
bienvenida que le dispensó el Decano, la acogida que se le hizo, fue
extremadamente fría. Se sentía visiblemente incómodo. Su figura enjuta, su
fuerte joroba, sus largos dedos huesudos le daban un aspecto que hacía recordar
a las arañas. Se habían traído a un intérprete, porque en las sesiones se
hablaba, sobre todo, en español. Tomaba a menudo la palabra, para en un francés
asombrosamente ágil, intentar reducir "ad absurdum" todas nuestras
propuestas. Sin embargo, no tenía escogidos sus argumentos con la habilidad
suficiente y en la discusión sufrió una derrota total. También yo tomé parte en
la misma, a saber en francés, para ahorrarle el intérprete, cargando
principalmente el acento en demostrar que entre el gobierno y los asesinos
existía seguramente acuerdo.
Rosenberg
no volvió a molestarnos con su presencia en posteriores reuniones.
Aquí
merece especial mención una entrevista celebrada en los primeros días de
octubre con el representante de un país centroamericano, que por su tendencia
política, se hallaba muy próximo al Gobierno rojo. En una conversación entre
colegas, acerca de todas las posibles cuestiones que podían afectar al Cuerpo
Diplomático, dicho señor mencionó que la víspera había conseguido echar un
vistazo al convenio que tenía que firmar Largo Caballero con Rusia para comprar
su ayuda, y dijo lo siguiente: "Nunca me sentiría con valor para proponer
a otro pueblo un tratado por el que éste tuviera que renunciar totalmente a su
soberanía".
Para
mayor asentimiento transcribo la descripción de un diplomático esta vez
sudamericano, donde se desprende hasta qué punto tales relaciones de
"esclavitud" influían incluso en las formas externas de relación. Me
contó su visita oficial al Presidente del Consejo de Ministros, Largo
Caballero: "Estaba yo, sentado, de conversación con el Presidente, en su
despacho, de repente, se abrió la puerta, sin previo aviso, y entró un hombre
con el gabán puesto y el sombrero hongo echado para atrás. Nos echó un vistazo
y se sentó en un sillón sin pronunciar una palabra ni hacer el menos saludo,
con el abrigo puesto y el sombrero en el cogote. Se sacó un periódico del
bolsillo y se puso a leer. Yo me quedé con la boca abierta. ¡Se trataba de
Rosenberg, Embajador de Rusia!".
Miaja,
el héroe
Puedo
contar un caso semejante, con referencia al ya conocido General Miaja. Con
frecuencia me preguntan lo que pienso de este personaje. Sí que podría referir
algunos acontecimientos o incidentes que arrojarían cierta luz sobre el mismo y
podrían ser sintomáticos. Vaya por delante el que la parte principal de su
carrera la hizo al mando de una región militar, concretamente en Segovia donde
estuvo durante años. Tuve que ver con él oficialmente en distintas ocasiones.
Nunca sacamos nada limpio. Como le conocía prefería acudir directamente a sus
ayudantes o jefes de su Estado Mayor.
En
otro lugar de este libro se halla el informe de nuestra visita del trágico día
siete de noviembre. Miaja no sabía nada y no hizo nada. Asimismo, en otro
lugar, puede leerse su intervención al producirse la ocupación de la Embajada
Alemana. Miaja se replegó cobardemente ante los jóvenes de la policía
socialista y faltó a su palabra.
Más
adelante, en enero, fui una mañana a verle con el fin de solicitar su ayuda
para la salida de España del padre de Ricardo de la Cierva, Ministro que fue
durante años del Partido Conservador.
Entonces
todavía salía diariamente el avión de Madrid a Tolouse. Se trataba de hacer
llegar al anciano, con un acompañante de confianza, a Barajas, a 7 km de
Madrid, para que pudiera tomar el avión. Miaja, que entonces tenía el mando de
la España central y era Presidente de la Junta de Defensa de Madrid, y, por
tanto, indiscutiblemente el hombre más poderoso de la ciudad, era también desde
hacía mucho tiempo, amigo íntimo del hermano de La Cierva, aparte de que naturalmente,
conocía también a éste como último Ministro de la Guerra que fue en tiempos de
la Monarquía. Le pedí, por tanto, que diera un Pasaporte a La Cierva y le
hiciera llegar al avión. Me miró a través de sus gafas y me dijo: "Me
guardaré de dar un pasaporte a La Cierva. Es demasiado peligroso para mí. Si en
Barajas lo reconoce un miliciano lo mata sin más. Por lo demás, no tendría nada
que objetar puesto que ya no puede hacer más daño, dijo refiriéndose al
miliciano. Pero sólo le daría pasaporte falso si se afeitara y se vistiera de
tal modo que no lo pudieran reconocer. Y aún en ese caso, no garantizo nada,
tendrá que correr el riesgo solo. Si en el aeropuerto alguien lo reconoce, lo
mata, volvió a repetir.
He
de reconocer que mi concepto de la autoridad, sufrió un vuelco al oír eso.
Tenía frente a mí, sentado al Capital General de Madrid y éste sentía miedo de
unos milicianos del aeropuerto. El mismo reconocía que cualquier miliciano
podía más que él. Yo ya estaba harto, sobre todo después de asistir a la escena
que voy a describir, y me fui. La escena fue esta: Miaja sentado ante su mesa de
trabajo a un extremo del gran despacho y yo a su lado. En ese momento empezamos
a hablar.
Entonces
al otro extremo de la estancia, se abre una puerta, entra un hombre con
uniforme ruso, un oficial, probablemente capitán, por la edad que representa,
nos mira y se dirige al General, sin la menor muestra de deferencia, como se
habla a un ordenanza "¿Oú est un tel" (¿dónde está fulano de tal). El
General balbucea: "Il est sorti par lá" (ha salido por allí) y señala
una puerta. El ruso atraviesa la sala, sale por esa puerta, sin dignarse
dirigir al General, otra mirada, sin más palabras.
De
hecho ni siquiera dijo, ¡gracias!
Por
esos mismos días se trataba de averiguar quiénes eran los jóvenes que los
bolcheviques se habían llevado recogiéndolos de las calles y obligándoles a ir
a las fortificaciones para hacerles trabajar. Se había secuestrado a un gran
número de esos millares de hombres, desaparecidos, según documentación de mucha
confianza, recogida por un mero funcionario del Ministerio del Aire, cuyo propio
hijo había sido integrado con ellos en casas de labor, fábricas y
establecimientos similares de los alrededores de Madrid y se los llevaban a
diario a realizar trabajos de fortificación. Nos interesaba mucho conseguir
para la Cruz roja una lista de nombres de sus secuestrados con el fin de poder
informar a sus familias que, como puede suponerse se hallaban terriblemente
angustiadas.
Se
entregó, por tanto, a Miaja personalmente una carta con algunos datos precisos
en cuanto a la ubicación de esos lugares y se le pidió explicaciones y listas
de nombres. Pasado algún tiempo, contestó por escrito que la Sección de
Fortificaciones le había declarado que no existía nada acorde con el escrito.
¡Así que no se atrevían a meter ahí sus narices!, por estar los comunistas y
los anarquistas detrás de todo aquello ¡Habría que infundir valor a Miaja! Se
le invitó con sus dos ayudantes a un buen yantar en la Cruz Roja. ¡Les gustó
mucho! A las seis de la tarde aún estaba él sentado a la mesa. Afortunadamente,
las tropas nacionales tuvieron aquel día la tarde libre. Se le hizo ver que en
las averiguaciones positivas que se habían hecho, algo había que no se podía ocultar,
simplemente, porque su plana mayor lo desmintiera, y era cuestión de honor
establecer quien estaba de verdad secuestrado, y que se esperaba de él que
encargara a un ayudante el descubrimiento y aclaración de ese proceso tan
enigmático, que se estaba dando, en las líneas militares bajo su mando. Miaja
lo prometió todo, pero no se vio resultado alguno. Mucho más tarde, le dijo al
Delegado de la Cruz Roja, que no se había sacado nada en limpio.
¿Hace
falta todavía alguna prueba más de su falta de disposición para ayudar y de su
fracaso? Hela aquí, la más trágica de todas. Miaja era Ministro de la Guerra.
El doce de agosto de 1936, llegaba a una pequeña estación, justo antes de
Madrid, un tren de Jaén, una de las capitales de las provincias andaluzas. En
ese tren llevaban a doscientos veinticinco
hombres y mujeres de dicha ciudad y su provincia, en calidad de rehenes, a una
cárcel próxima a Madrid. Eran personas de los mejores niveles, funcionarios,
labradores importantes y religiosos. Entre ellos iba al obispo de Jaén. Varias veces
durante el viaje se les había obligado a parar y se les había amenazado, pero
siempre habían logrado librarlos los veinticinco guardias civiles, que los
conducían. Pero desde esta pequeña estación informó el Oficial de dichos
guardias, al propio Ministro de Guerra, de que las milicias no les dejaban
pasar. El Ministro de la Guerra dio la orden de dejar pasar el tren, pero a los
milicianos les tenía sin cuidado el Ministro de la Guerra, a pesar de que
nominalmente pertenecían al "Ejército". Obligaron a los guardias a
bajarlos del tren y fusilaron a las doscientas veinticinco personas allí mismo,
donde quedaron muertas en una larga fila. Antes por supuesto se les había saqueado
a fondo.
No
puedo resistir a la tentación de intercalar aquí un párrafo de la carta del
Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) español a un ministro diplomático
sudamericano, fechada en 14 de agosto, o sea con dos fechas de posteridad con
respecto al suceso arriba descrito:
"Huelga
expresarle la magnitud de la indignación y el ardor de la protesta que el
terrible crimen, de cuya perpetración me informa, provocó en el Gobierno de la
República, en cuyo nombre expreso mi condolencia más sincera y cordial. Las
palabras resultan en estos casos insuficientes para reflejar el profundo dolor
en el que coinciden la representación de nuestro Estado con la de la Nación,
que puede estar segura de que por grandes que sean su indignación y su dolor
por tan bárbaro crimen, no serán mayores que los sentidos por España y su
Gobierno.
Pongo
en su conocimiento que comunicaré a las autoridades competentes los detalles
que me trasmite, encareciéndoles que con la mayor rapidez posible y
proponiéndose el éxito, emprendan investigaciones policiales y las diligencias
judiciales necesarias para que no quede impune un crimen tan espantoso y
expreso mi absoluta confianza en que la acción de las autoridades cuya misión
es impedir la perpetración de tales acciones y lograr su expiación, sea tan
eficaz como rápida con el fin, al menos, que los irreparables daños causados se
traduzcan en consecuencias que restablezcan los principios eternos de la
justicia y las sagradas leyes que protegen los derechos humanos".
El
escrito que antecede no se refiere, sin embargo, al asesinato perpetrado en
Madrid de los 225 rehenes, sino al de siete hermanos de San Rafael,
sudamericanos. Éstos eran enfermeros de un manicomio de Madrid y habían viajado
a Barcelona, amparados con un documento diplomático expedido por el Ministro de
la Legación de su país, para volver a su tierra. Al llegar a Barcelona, los secuestraron
y al día siguiente se les halló asesinados en el depósito de cadáveres. Al
mismo tiempo las autoridades catalanas comunicaban al Cónsul de la nación
correspondiente (que había estado esperando a los religiosos en la estación),
que no podían garantizarle su vida y, en vista de ello, tuvo que huir.
Naturalmente,
en ninguno de los dos casos se persiguió ni se castigó a nadie. Los asesinos
eran, desde luego, los amos de la situación.
Esta
carta destinada al extranjero, unida al encubrimiento de los grandes actos de
crueldad practicados en Madrid, dan la imagen de la moralidad de un Gobierno.
El
"Derecho" rojo
Pero
no sólo en el ámbito de la seguridad pública, sino simplemente en todo, el
Gobierno abdicaba ante los representantes del desorden y de la inmoralidad. Ya
no se podía hablar de un " concepto del derecho". En todo caso no se
puede utilizar el concepto normal de "Derecho" para expresar la noción
que del mismo tiene esta gente. Citemos un par de ejemplos: en septiembre de
1936 salió en la "Gaceta de la República", entre otros del mismo
estilo, un Decreto del Ministro que tenía a su cargo Correos, en el que se le
rehabilitaba solemnemente a un ex funcionario del cuerpo de Correos destinándole
a un alto cargo para el que reunía condiciones especiales, en función del
injusto proceder de la administración anterior que le expulsó de la Asociación
de Funcionarios, como reparación haber sido destituido por culpa de unas
"miserables" pesetas. El motivo que obligó a la administración a
condenar a este "señor", tras el proceso con arreglo al procedimiento
judicial ordinario, fue por malversación de fondos públicos. Cuando el propio
Estado y los que lo apoyan practican el robo y lo califican como "de
derecho natural", y el único reproche que cabe hacerle es que robó sólo
“unas miserables pesetillas” resulta totalmente lógico que fuera premiado por
su "honorable comportamiento".
Otra
"perla del Derecho". El alcalde de Torrelodones, donde yo vivía,
requirió de todos los vecinos allí domiciliados, que acudieran a una junta;
"caso de no acudir incurrirán en la pena de pérdida de su derecho de
propiedad con respecto a sus bienes raíces y con el traspaso de tal derecho al Ayuntamiento".
Dicha comunicación se la llevé yo al Ministerio de Asuntos Exteriores, dejando
a su buen criterio su incorporación al futuro "Corpus Juris" de la
República venidera. También se la envié a título de ejemplo al Gobierno
noruego.
8.
LA LIBERACIÓN DE LOS REFUGIADOS
Los
refugiados en la Embajada de Alemania
A
mediados de noviembre de 1936, el Reich alemán rompió sus relaciones con la
España roja, y trasladó su representación a la España nacional. El personal de
la Embajada ya se había trasladado unas semanas antes a Alicante y allí estaba
protegido por los barcos alemanes. Pero el edificio de la Embajada alemana en
Madrid continuaba utilizándose. En él se hallaban unos cuantos alemanes y un
número mayor de refugiados españoles que se habían acogido a la protección de
la bandera alemana. Hacia ya semanas que llevaba estacionado día y noche
delante de la puerta un camión ocupado por Guardias de Asalto, que estaban al
acecho de algunas personalidades refugiadas para ver la manera de hacerse con
ellas.
Había
asumido la protección de los refugiados de nacionalidad alemana el Embajador de
Chile, en su calidad de Decano del Cuerpo Diplomático. El 23 de noviembre por
la mañana temprano, recibió una nota en
la que se le daba un plazo de 24 horas para entregar a los funcionarios rojos
el edificio de la Embajada. El mencionado Embajador convocó una reunión para
tratar de la salvación y distribución de los ocupantes del edificio. Se planeó
la distribución, tanto de españoles como de alemanes, entre otras
representaciones diplomáticas y, al día siguiente, acordamos ira recogerlos.
El
Embajador tendría que procurarse garantías para nuestra seguridad durante la
operación que, vista la "disposición" reinante, era bastante
peligrosa. También tendría que fijarse de modo inequívoco, el plazo en el que
ésta tenía que ejecutarse ya que la expresión "dentro de 24 horas" no
resultaba lo suficientemente fiable.
El
Embajador se fue a ver al General Miaja, autoridad suprema en Madrid. Éste
prometió toda clase de facilidades. Entregó al Embajador una carta en la que
confirmaba que el Cuerpo Diplomático podía transportar a los internados en la
Embajada de Alemania y que se pondría ante la misma, la dotación policial
necesaria para proteger la realización del transporte, ante cualquier riesgo.
El plazo expiraría a la una de la tarde, 24 horas después del convenio
concertado con Miaja.
Nosotros
nos citamos para las ocho de la mañana en la Embajada, llevando nuestros coches;
también el Embajador de Chile quería estar personalmente presente para hacerse
cargo de su cupo de refugiados.
A
las ocho en punto me personé con dos coches. Ya había toda una serie de autos
de diplomáticos.
El
Embajador no pudo acudir porque se encontraba indispuesto. Delante de la finca,
en la Castellana, había gran número de tipos armados; no se podía saber si
policías o milicianos, unos y otros iban igual de desastrados en cuanto al
atuendo. En la mayoría de los casos el uniforme consistía en el habitual mono
azul de trabajo con correaje de cuero; del cinturón pendía la pistola; parte de
ellos llevaban fusil al hombro. La mayoría eran jóvenes, su aspecto no
inspiraba confianza.
Cuantos
pasaban por ser guardias de asalto o milicianos eran, sin duda elementos recién admitidos, sin selección alguna y aún
sin formación de ninguna clase. Tampoco se veía claro, de momento quien los
dirigía o qué clase de verdadera dirección llevaban, por lo menos no se nos
presentó nadie que nos lo dijera. Lo que parecía es que, según una buena
costumbre bolchevique, cada cual hacía lo que le venía en gana.
En
el jardín había ya cierto número de refugiados dando vueltas, esperando con
impaciencia que se les llevara de nuevo a lugar seguro. Se hallaban
comprensiblemente excitados por la terrible proximidad de la policía hostil. Yo
introduje a tres jóvenes españoles en mi coche, me marché el primero y giré a
la derecha, bajando hacia la Castellana. Nuestros ángeles de la guarda contemplaban
el coche asombrados, pero éste, entretanto ya se había ido. A la velocidad del
rayo, me dirigí a casa, es decir a la Legación, al otro extremo de la
Castellana, descargué allí a los tres nuevos, se los entregue a los antiguos y
regresé enseguida a la Embajada.
La
gran avenida llamada Paseo de la Castellana, al principio de la cual se hallaba
situada la Embajada tiene una amplia calzada central, con dos andenes anchos y
ajardinados para peatones a derecha e izquierda, respectivamente, y al otro
lado de cada uno de ellos otra parte empedrada para los tranvías y el resto del
tráfico rodado. Ya, desde lejos, vi que había un atasco en la parte de tráfico
rodado de la derecha, frente a la Embajada. Exacto: en la esquina con la
bocacalle, los policías habían mandado parar el coche mejicano que venía detrás
del mío y habían pedido la documentación de los que iban en él. Otros cinco
coches, cargados con refugiados que habían de ser transportados a otras
Legaciones, salieron entretanto y estaban allí en fila, detrás del primero. Se estaba
desarrollando un violento duelo verbal entre el funcionario mejicano del primer
coche y los policías. Éstos estaban muy excitados. La atmósfera se iba haciendo
cada vez más densa y la situación se iba poniendo al rojo vivo. Otro colega, de
nacionalidad alemana también, estaba subido al estribo en medio de los policías
y trataba de suavizar la situación. Me agregué a él y apliqué mi sistema que ya
varias veces había probado con éxito, para imponer mi opinión en esa
"banda sonora" de palabras fuertes. Como siempre, se encogieron ante
tamaña osadía. Tuve suerte; entre ellos había por casualidad un policía de los
antiguos. También él se sintió osado y gritó: “¡Este señor tiene razón, estáis
locos, deteniendo coches diplomáticos, no tenemos derecho a hacerlo, lo que
pasa es que estos novatos no lo saben!" Aproveché el momento y le grité al
chófer mejicano "¡Adelante!" Éste arrancó y los otros cinco detrás,
antes de que los demás volvieran en sí de su sorpresa. Gracias a Dios, por de
pronto, ya teníamos a unos 30 refugiados fuera de peligro.
Regresamos,
otra vez, a la Embajada que estaba próxima; la Policía se había situado en la
esquina de la derecha. Mientras tanto salió por la puerta otro coche, el
chileno; giró astutamente a la izquierda, en lugar de a la derecha y así pudo
alcanzar la otra calle, sin impedimento alguno.
En
el jardín de la Embajada había aún varios coches, y entre ellos, los dos míos,
listos ya, con otros siete hombres dentro. La atmósfera estaba ahora ya muy
cargada. Fuera la "piara" con pistolas y fusiles, ya abiertamente
hostiles. Por precaución, cerramos la puerta de hierro. ¡Vaya, quizás aún salgamos
adelante. Hay que intentarlo! Entonces me acordé de las hermosas pistolas y
granadas que estaban allí y que en caso necesario bien podría utilizar en mi
delegación. Dentro de unas horas, me dije, estarán sin más en manos de esa
panda. ¡O sea que para adentro! Fui al cuarto donde estaban las cosas
preparadas para su entrega o para utilizarlas, eso todavía no se sabe. Cogí
cierto número de pistolas, municiones, y una caja de granadas de mano y las
metí en mi coche. Así por lo menos para algo servirían, si es que se salía
adelante.
Mi
colega y compatriota dijo entonces "Schlayer, salga Ud. el primero”; Tenía
otra vez a tres
hombres
en el coche, me senté en el asiento de delante, al lado del conductor. “¡Gira
enseguida a la izquierda y echa a correr como un diablo!” Entonces mandé que
abrieran el portón de repente y salí, rozándolo para afuera. Doblamos a la
izquierda. Me esperaban a la derecha. Se levantó un gran griterío. Sonaron unos
tiros. Hicieron varios agujeros en el coche, pero los disparos no alcanzaron a nadie.
Sin embargo, tres de aquellos tíos se había subido ya como monos a los estribos
y agitaban sus pistolas a través de las ventanillas delante de mi rostro. Uno
de ellos había abierto la portezuela pero yo la sujetaba con el brazo derecho a
través de la ventanilla y conseguí cerrarla. A pesar de todo, el coche tuvo que
detenerse, la cosa se ponía demasiado peligrosa.
Intenté
empujar hacia abajo al fulano que mantenía su pistola debajo de mis narices,
porque no dejaba la puerta libre. Pero, entretanto, los del otro lado habían
abierto la puerta y separado brutalmente a dos compañeros que querían sujetarla
despidiendo hacia fuera a los tres hombres.
Como
una jauría de perros se tiraron al coche. Por suerte en mi segundo coche que
iba detrás donde llevaba el cargamento que me podía comprometer seriamente pudo
escapar a toda marcha a la Legación de Noruega, donde descargó.
Como
pude, regresé a la Embajada alemana pero a los tres hombres que habían sacado
de mi coche, se los llevaron a la Dirección General, que estaba cerca.
Ante
el portalón de la Embajada había llegado ahora el Jefe de la Policía de Madrid,
un joven de la Juventud Socialista Unificada, un ser nada recomendable; como
ocurría con todo los de dicha organización, que ya no era socialista sino
puramente comunista. Nos quejamos a él de la actitud de la así llamada Policía
que, en lugar de ofrecernos protección,
nos había agredido. Hicimos valer el escrito de Miaja en el que nos garantizaba plena libertad actuación, lo cual
no se había cumplido. El arguyó que esa libertad de actuación no podía
referirse a los ocupantes españoles de la Embajada alemana porque este servicio
estaba dentro de su prescripción. Nos fuimos a ver a Miaja, con el colega
polaco, conde Kosziebrodsky, y con el yugoslavo, para pedirle que hiciera
respetar lo convenido por él. Hablamos en primer lugar con el Coronel, Jefe de
su Estado Mayor. Este trató el asunto con el General, y se puso enseguida a
nuestra disposición para acompañarnos a
la Embajada y darle una lección a ese joven policía. Pero una vez allí, nuestro
buen Coronel se vino abajo.
Adoptó
el argumento del jovencito, según el cual los "ocupantes de la
Embajada" que podíamos llevarnos no podían ser más que los de nacionalidad
alemana. Los súbditos españoles le correspondían a él. En vano insistimos: en
el clarísimo texto original del convenio nada había que se pudiera interpretar
de modo distinto. Se refería a los ocupantes,
sin ninguna excepción y esto lo tenía Miaja muy claro al redactar el texto. El
joven policía se mantenía, con una terquedad que parecía aprendida de Largo
Caballero, (el único mérito que le había llevado a tan alto puesto era el haber
pertenecido con anterioridad a la guardia personal de Largo Caballero) en su
unilateral interpretación, y el Coronel retrocedió vergonzosamente. La
"escolta de protección" que nos había prometido Miaja se había
cambiado en "tropa de ataque".
No
nos conformamos con los argumentos del Jefe de la Policía y nos dirigimos al
Embajador de Chile, en su calidad de Decano, para hacer valer nuestro bien
documentado derecho. El embajador telefoneó a Miaja que, ahora, de repente
argüía, no saber que en la Embajada de Alemania hubiera acogidos que no fueran
alemanes, y se remitía al Gobierno. Con lo dicho capitulaba de manera ignominiosa
ante su subordinado, el aprendiz de policía, ya que conocía de sobra la orden,
según la cual, desde hacía ya semanas, tenía que haber, día y noche, frente a
la Embajada alemana, un fuerte destacamento de policía en un coche, para
impedir la salida de la finca de determinadas personalidades españolas allí
refugiadas, acogidas al derecho de asilo. El Embajador telefoneó en nuestra
presencia, a Valencia y habló con Álvarez del Vayo y con Largo Caballero. Dado que se trataba de una cuestión
jurídica trascendental del derecho de asilo, exigíamos, ante todo, la prolongación
del plazo fijado, con el fin de tener tiempo para reflexionar antes de proceder
a negociar. Álvarez del Vayo, rechazó la propuesta con pretextos, Largo
Caballero con grosería.
Declaró
sin rodeos que quien tuviera la nacionalidad española y estuviese en la
Embajada quedaría detenido. Ante tal infidelidad a la palabra dada y contra
semejante violencia nada podíamos hacer.
Y
era casi la una, hora en que finalizaba el plazo impuesto, cuando regresamos a
la Embajada alemana sin haber podido conseguir nada para los cuarenta y cinco
españoles restantes. El portón estaba cerrado, la Policía se hallaba ya delante
del mismo, formada en orden de combate dispuesta al asalto. Se procedió
entonces a sacar a los alemanes que aún estaban dentro y, tras examinar sus papeles,
la guardia los dejó pasar; se los llevaron a otra Legación. Dos de los alemanes
se quedaron voluntariamente dentro y se entregaron a la policía española. A la
1’15 estaba yo todavía solo en el jardín de la Embajada. Los refugiados
españoles se habían retirado al interior de la casa, amedrentados, ya que no
podían prever el trato que les esperaba. La finca quedó como muerta; fuera estaba
la Policía dispuesta al ataque. Entonces entró el que mandaba la tropa
policial, que era un
Capitán
y me explicó que yo tenía que salir ahora de la Embajada ya que había recibido la orden de tomarla por asalto a la
una y entonces me tendría que considerar como perteneciente a la misma.
Apenas
salí fuera de la Embajada cuando la policía penetraba con las pistolas, ya sin
seguro, y con los rostros en fuerte tensión para lanzarse sobre la casa. Sin
duda esperaban resistencia.
Afortunadamente
ésta no se dio y todo transcurrió pacíficamente. Prendieron a los acogidos, los
llevaron a cárceles, donde estuvieron durante meses. Más adelante, sin embargo,
recobraron todos su libertad.
Pero
unos días después, recibí por mediación de una Embajada amiga, un telegrama del
Ministerio noruego en el que se me comunicaba que el Gobierno de Valencia me
había acusado como "persona no grata" y que se esperaba, por tanto,
mi petición de renunciar a mis cargos de Encargado de Negocios y de Cónsul. Mi
actuación con referencia a los razonamientos y disputas entre el Cuerpo Diplomático
y el Gobierno con relación a los hechos ocurridos en la Embajada alemana, a
pesar de contar siempre con la conformidad de los demás diplomáticos, tenía, por
lo visto, que servir de pretexto para que se produjera mi alejamiento, deseado con vehemencia, desde
hacía mucho tiempo, por Álvarez del Vayo.
No
podía yo, empero, abandonar mi puesto. No estaba decidido, en modo alguno a
dejar a su suerte a las seiscientas personas que en aquel momento estaban
refugiadas en la Legación. Tal destino en este caso equivaldría, más o menos, a
que el Gobierno de Valencia se aprovechara, sin duda alguna, de la vacante
dejada por mí para apoderarse de esos refugiados, tal como ya varias veces, lo
había intentado. Apelé por tanto, en interés de esas gentes necesitadas, de
protección, al Cuerpo Diplomático, a cuya intervención se debió que el Gobierno
Noruego diera una solución al asunto, que hacía posible mi permanencia al frente
de la Legación de Madrid. Así sufrió Álvarez del Vayo el segundo desaire.
Difícil
situación del Cuerpo Diplomático
A
finales de diciembre, el Gobierno noruego envió a un Secretario de Embajada, en
calidad de Encargado de Negocios, ante el Gobierno de Valencia. Yo permanecí en
Madrid ejerciendo las demás funciones que había desempeñado hasta la fecha.
Se
produjo entonces de momento, una situación muy peligrosa, que duró unas cuantas
semanas, porque el nuevo Encargado de Negocios en Valencia declaró públicamente
que el Gobierno noruego nada tenía que ver con los refugiados en la residencia
del ex Ministro de la Legación de Noruega; esa era una iniciativa privada mía.
Se podía presentir que el Gobierno de Valencia, aprovechara esa falta de
protección, para "limpiar" la Legación.
Lo
que únicamente detuvo al Gobierno fue la alta consideración de que gozaba la
Legación de Noruega en todo Madrid, su conducta absolutamente correcta y la
ausencia de todo reproche con respecto a la misma. Sólo al cabo de algunas semanas
pude recoger por escrito una clarificación al respecto. El Gobierno noruego
ratificaba su solidaridad con la Legación de Madrid e insistía en el derecho al
respeto más absoluto de la extraterritorialidad
correspondiente. Tal fue la base de una colaboración con el Encargado de Negocios en Valencia para iniciar
la gestión de la evacuación de algunos refugiados acogidos al derecho de asilo,
en nuestra Legación.
Es
muy lamentable que el espíritu de solidaridad que, en los primeros meses
animaba
unánimemente
al Cuerpo Diplomático, no se mantuviera con la fuerza suficiente para resolver,
también conjuntamente, la cuestión de la evacuación de los miles de acogidos al
derecho de asilo.
El
Gobierno consiguió introducir la división de opiniones al respecto, entre los
representantes de los distintos Estados, y el resultado fue que algunos
consiguieran sacar a sus acogidos al extranjero y otros tuvieran que seguir
albergando a los suyos, durante más de un año. Con un decidido "todos a una"
tal como propugnábamos varios de entre nosotros en diciembre de 1936, se
hubiera evitado tan mala situación y se hubiera salvado, sin duda, con mucho
tiempo, a todos los refugiados. Después de las negociaciones del mes de enero
en Ginebra, el Gobierno mostró en un principio, una complacencia, que se
debilitó más adelante, debido a que, en aquel entonces (principios de 1937) las
organizaciones anarquistas tenían aún la supremacía en los puertos y sólo sobre
la base de pactos costosos con ellas podía lograrse el permiso teórico del
Gobierno. Como ya se ha dicho, había dos Legaciones que conseguían la
evacuación contra importantes desembolsos de dinero, que quedaban fuera de las
posibilidades de otras Legaciones. La condición, impuesta por el Gobierno, de
una conducta neutral por parte de los hombres jóvenes después de su salida de la zona roja, se
infringía en algunos casos, con lo que el gobierno apretó más las clavijas. Se
exigió entonces que los hombres cuya edad estuviera comprendida entre los
veinte y los cuarenta y cinco años, permanecieran en el Estado que los hubiera
admitido en su representación diplomática, hasta el ffinal de las hostilidades.
Sobre
dicha base se produjeron evacuaciones en serie tan pronto como las
organizaciones anarquistas quedaron dominadas por el Gobierno y ya no era
necesario pagarles tributo. Para la Legación de Noruega no era practicable, por
desgracia, dicha vía, porque el Gobierno noruego declaró terminantemente que no
admitiría en el país a ninguno de los acogidos al derecho de asilo, sin duda
por motivos de política interior. Yo propuse que consiguieran la admisión por
otro país neutral de los trescientos hombres de edades comprendidas entre los
veinte y los cuarenta y cinco años que se hallaban en la Legación con el fin de
obtener del Gobierno de Valencia la excepción correspondiente. Para facilitar
al Gobierno de Noruega las negociaciones con otros países, había yo ofrecido
depositar una garantía de 750.000 ffs. a favor del país que se mostrara
dispuesto a recibir a esa gente. Tal cantidad garantizaría al país
correspondiente un aval a cuenta de los gastos que tuvieran que sufragar por
los refugiados, así aceptados. Pero el Ministerio noruego tampoco aceptó tal
propuesta. A pesar de las repetidas gestiones realizadas personalmente en el
transcurso de los meses de abril a junio en Valencia para obtener la tan
urgente evacuación de los acogidos al derecho de asilo, todas mis iniciativas
fracasaban ante dicha actitud negativa del Gobierno noruego que me
imposibilitaba presentar una contrapuesta al Gobierno de Valencia. Este había
aprobado en abril, mediante nota verbal, la evacuación de nuestros refugiados y
expresado sus condiciones
Noruega
se limitó, después de mucho tiempo a desestimar globalmente dicha nota, sin
entrar en detalles ni hacer contrapropuestas.
Poco
después, volvió a cambiar fundamentalmente la actitud del Gobierno de Valencia.
Varios de los Estados que habían evacuado gente con la condición de retener
dentro de sus fronteras a los hombres en edad militar, descuidaron este punto.
Los refugiados al amparo de un estado asiático, empezaron por no irse al mismo,
sino que abandonaron el barco, durante el viaje, para dirigirse a la España
nacional. Esto fue la gota que colmó el vaso. A partir de entonces, Valencia
declaró que ya no dejaría salir ningún hombre de edad comprendida entre los
dieciocho y sesenta años.
¡Urge
el intercambio!
Esto,
prácticamente, significó el final de las evacuaciones, ya que las mujeres con
hijos varones en edad militar no querían separarse de ellos; y tampoco se dejaban
evacuar.
Intenté
dar con alguna solución que, a la vez, pudiera eliminar la dificultad especial
existente para mi Legación. Visité, poniendo de relieve que no se trataba de
una iniciativa noruega sino estrictamente personal mía, en primer lugar al Ministro
vasco, Irujo, con el que ya había colaborado con frecuencia y le expliqué el
mal humor que la resolución del Gobierno español tenía que provocar en todos
los estados participantes, porque trataba, nada más ni nada menos, de que pagaran
justos por pecadores.
Expresé
mi coincidencia con el Gobierno, de que tras las experiencias vividas, no se le
podía exigir que continuara con los métodos empleados hasta entonces y, parecía
en cambio mucho más inteligente intentar un arreglo positivo y definitivo, que
andar envenenando más y más la situación de todos los participantes con
disposiciones de carácter negativo. Si los hombres acogidos al derecho de asilo
no iban a poder salir, en absoluto de las Legaciones, podrían ocurrir, muy fácilmente
cosas que dejaran muy mal al Gobierno ante la humanidad. Si por el contrario,
se aceptaba de una vez el punto de vista de que, en opinión del Gobierno de
Valencia eran inviables las evacuaciones de hombres en edad militar que, de
todos modos, en las dos partes estaban obligados a realizar su servicio
militar, sería más razonable decidir en consecuencia, que lo conveniente era
dejarles que se fueran al lado nacional al que ideológicamente pertenecían y
exigir a cambio su sustitución por hombres de la misma edad cuyo modo de pensar
era el propio del lado rojo. Resumiendo, lo que proponía era un canje entre los
hombres acogidos a las representaciones diplomáticas
a cambio del número correspondiente de hombres de la misma edad que estuvieran
en zona nacional, y quisieran pasar a la zona roja, con el fin de que tanto
unos como otros pudieran actuar en el lado que les correspondía, de acuerdo con
sus ideales.
Esta
propuesta le pareció a Irujo nueva y recomendable; me prometió transmitírsela
al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) para después seguir tratando la
cuestión conmigo. El Ministro, Giral, me mandó llamar efectivamente en los días
que siguieron y me dijo que Irujo le había comunicado detalladamente mi
propuesta que él, personalmente, creía interesante; pero tenía que presentársela
al Consejo de Ministros, cosa que prometió hacer en los próximos días. Yo
también, le dije que se trataba de una iniciativa exclusivamente mía, y de
carácter personal y me ofrecí, para, si se aceptaba la propuesta, viajar yo
mismo a la otra zona para obtener de aquel Gobierno, el asentimiento a la misma.
Visité,
también, entretanto, a los Encargados de Negocios de Inglaterra y Francia para comunicarles la acogida, aparentemente buena,
que la propuesta había tenido por parte del Gobierno, y pedirles la posible
cooperación de sus países para realizar el intercambio. Con el Encargado de
Negocios británico estudié particularmente la forma más apropiada, si se daba
el caso, de llevar a los acogidos en las Legaciones, a Valencia, para embarcar
en un vapor inglés, mientras que el número correspondiente de hombres, afines a
los rojos y dispuestos al intercambio, pasaran la frontera de Gibraltar, de
modo que el barco pudiera llevar a los "blancos" a Gibraltar y, a su
regreso, los "rojos" a Valencia.
La
“Pasionaria”
Transcurridos
unos días, el asunto pasó a discusión en Consejo de Ministros. Irujo me
comunicó que, al parecer, todo los miembros, con excepción de los comunistas,
estaban de acuerdo con lo dicho; pero que sería bueno que, primero, interesara
yo personalmente en el asunto a alguno más de los Ministros y, segundo, que
convenciera a los ministros comunistas, ya que, en contra de sus votos,
probablemente no podría imponerse nada. Yo tenía reparos en visitar a los
ministros comunistas a los que no conocía y entonces, Irujo me animó a hablar
con una mujer a quien llamaban la Pasionaria, que tenía mucha influencia con
respecto a ellos; su verdadero nombre era Dolores Ibarruri, originaria de
Bilbao y vasca por los cuatro costados. Me aseguraron que, en su juventud había
pertenecido a asociaciones católicas y había ocupado puestos en sus juntas directivas.
Si
eso era exacto, había cambiado mucho desde entonces. Sus actuaciones en los
mítines comunistas eran extraordinariamente "sanguinarias" y fogosas.
Así se había convertido en la oradora más popular de la masa
comunista-socialista, aficionada a las “cosas fuertes”. Por entonces, yo nunca
la había visto ni la había oído. Me interesaba conocerla y esperaba, al mismo
tiempo, convencerla con mis razonables argumentos y ganármela para la causa del
intercambio.
Al
día siguiente fui a verla. Tenía un despacho en la Central Comunista de
Valencia. A la entrada había un puesto doble de milicianos, con bayoneta
calada. Anunciaron mi visita por teléfono a la Pasionaria y me condujeron
inmediatamente al piso de arriba. Una vez en la antesala, me recibió con
naturalidad amistosa, una mujer de unos cincuenta años. Charlamos durante hora
y media aproximadamente en su despacho, de todo lo que se nos iba ocurriendo;
ya que lo que de verdad me preocupaba y me había llevado allí no salió a
colación hasta que ya se hubo creado un cierto clima de confianza. Esa mujer
hacia honor a su apodo y era, en verdad, muy apasionada en sus opiniones. La
impresión general que yo sacaba era de sinceridad y franqueza cuando abogaba
por la ideología comunista y, asimismo, me parecía que sus sanguinarios
discursos eran precisamente fruto de dicho apasionamiento, si bien mezclado con
una dosis de demagogia. No le faltaba sin embargo el espíritu maternal, innato
en la mujer española, que mostraba al hablar de sus hijos combatientes, así como en el siguiente
episodio que me contó: Se enteró en Madrid de que en una vivienda particular
vivían juntas unas veinte monjas desalojadas de un convento, que carecían de lo
más necesario para vivir. Se fue allí acompañada de dos milicianos. "No
puede Ud. hacerse una idea del susto que se llevaron cuando nos vieron, y para
colmo, cuando yo era una fémina tan tristemente célebre ¡La Pasionaria! Les
expliqué que yo venía, como mujer, a atender a unas mujeres necesitadas de
ayuda y que las ideas políticas o religiosas no tenían por que entrar en juego
en modo alguno. Lo que yo quería saber era lo que yo podría hacer por ellas, y
miraría por ellas como una hermana. Les instalé un taller de costura en el que
podían trabajar para las necesidades del Ejército. Se ganaron la vida
ampliamente y gozaron de plena seguridad. En cuanto confiaron un poco en mí, me
llevé un día a tres de ellas conmigo a la calle. Iban como gallinas asustadas,
apiñándose en torno a mí en cuanto veían a un miliciano. Esas pobres mujeres se
habían pasado la vida entre los muros de un convento y no conocían los
problemas de su pueblo. Las llevé al Palacio del Duque de Alba y les hice ver
el lujo que allí reinaba. Sobre todo les enseñé el cuarto de baño de la Duquesa con una bañera tallada en un bloque de
mármol, las luces indirectas de colores y el pavimento con láminas de oro
incrustadas e hice que se imaginarán que, al otro lado de la verja del parque
había mujeres pobres con sus niños en brazos, temblando de ambre y de frío, Mientras la Duquesa tomaba su
baño en aquella lujosa habitación. Las monjas dijeron: "¡Dios hace justicia!".
Discutí
con ella a fondo el problema de los acogidos al derecho de asilo en las
Legaciones y, a pesar de que, naturalmente, no dio muestra alguna de simpatía
por el tema, ya que consideraba a los interesados como a enemigos mortales
suyos, sí que comprendía las ventajas para la causa roja, que supondría
intercambiarlos por personas del mismo sentir de ella, que estaban al otro
lado, en lugar de sacrificarlos cuando se presentara la ocasión. Por tanto,
prometió recomendar a los camaradas Ministros la aceptación de la propuesta con
el resignado refrán español: "del lobo, un pelo".
Hacia
el final de la conversación, le pregunté cómo se imaginaba ella que las dos
mitades de España, separadas la una de la otra por un odio tan abismal,
pudieran vivir otra vez como sólo un pueblo y soportarse mutuamente. Entonces
estalló todo su apasionamiento: "¡Eso es simplemente imposible! ¡No cabe
más solución que la de que una mitad de España extermine a la otra!”. No podía,
por tanto, quejarse si la parte contraria le había aceptado la receta.
Cuando
abandoné el edificio ya había cambiado la guardia de entrada. De pronto uno de
los soldados se desprendió del arma y se acercó amablemente a saludarme. Había
sido obrero mío y me expresaba su adhesión ante sus camaradas que sonreían con
simpatía. Este episodio se completó con una carta que recibí del que había sido
muchos años Maestro de taller, y que ya entonces era comunista. Ahora era
Secretario General de una organización provincial comunista y se ponía como tal
a mi disposición y me pedía noticias de cómo me encontraba. Esa carta redactada
con toda espontaneidad con ortografía regocijante y voluntariosa, terminaba con
el grito de "Viva el Cónsul trabajador".
También,
en la carretera, me solía ocurrir que me saludaran amablemente, milicianos que
habían trabajado conmigo. Con frecuencia cuando yo les preguntaba por qué
andaba perseguido Fulano o Mengano me contestaban: "Tenía obreros", a
lo que yo siempre les replicaba que eso no era ningún motivo; al contrario,
cuando el patrono sabe cumplir con su deber, los trabajadores le protegen.
Pero
ante esa opinión respondían con movimientos de cabeza provocados por el
asombro. La diferencia entre el modo de concebir las cosas los nórdicos y los
meridionales es demasiado profunda. Triunfa el sano entendimiento entre los
hombres Hacía aún poco tiempo, con ocasión de una entrevista, que le había
hecho al Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, la misma pregunta acerca
de la futura convivencia de las dos mitades de España en conflicto. La
conversación se desarrollaba en alemán, lengua que Negrín hablaba muy a gusto y
extraordinariamente bien. Según me dijo, había trabajado durante doce años en universidades
alemanas en calidad de Profesor Auxiliar de Biología. Su mujer era rusa, pero
según noticias privadas y a tenor de sus propias manifestaciones, hechas a una
familia amiga, que en aquel verano convivió con ellos unos días, no estaba
marcada en absoluto por la impronta soviética.
Tengo
la impresión de que Negrín, víctima de su ambición, se hallaba en una situación
que no era propiamente la adecuada para él, persona muy sociable y vivaz, con
sentido del humor, (lo cual ya era suficiente para hacerle fundamentalmente
incompatible con su entorno en el que el exceso de bilis anulaba dicha
cualidad). Contestó a mi pregunta con su habitual vivacidad, diciendo que esperaba
milagros de la juventud de ambos lados: el destino de esta era unirse e
implantar una nueva España con más libertad y con un sentido de solidaridad y
de asistencia mutua que hasta el momento había faltado. Desarrollaba
extensamente este tema de comunidad nacional, con gran elocuencia, lo que hizo
que al final yo le preguntara, sonriendo, en qué se diferenciaba su programa de
lo que Adolfo Hitler había realizado en Alemania. Titubeó un poco y, luego,
dijo que reconocía plenamente que Hitler había hecho mucho en Alemania, pero
que no estaba de acuerdo con sus métodos, sin extenderse ya en detalles acerca
de aquellos que él sí que consideraba aceptables. En todo caso, la diferencia
entre la doctrina comunista de la Pasionaria y la personal del Presidente del Consejo
de Ministros era como la de la noche y el día.
Entretanto,
continuaban en Consejo de Ministros las negociaciones acerca del intercambio de
los acogidos al derecho de asilo en las Legaciones extranjeras. Visité también
al Ministro de Defensa,
Indalecio
Prieto y le expliqué mi propuesta. Con su claro entendimiento vio enseguida las
ventajas de evitar un callejón sin salida. "No me parece mal",
repetía. Aproveché la oportunidad para acabar con otra cantinela del Ministrio de Estado respecto a esta cuestión.
El Ministerio venía exigiendo desde hacía mucho tiempo que las mujeres, los
niños y los hombres ancianos acogidos, no pasaran a
países
fronterizos con España, lo que casi imposibilitaba su evacuación. El motivo que
aducían era que las mencionadas personas en esos países limítrofes harían
propaganda contra el Gobierno rojo.
Hice
ver a Indalecio Prieto (que inmediatamente lo entendió) que todas esas
personas, en todos los sitios adonde llegaran, con su sola presencia ya,
actuarían necesariamente de propagandistas contra la España roja y que, por
tanto, el hecho de repartirlos entre una serie de países lejanos no significaría más que la creación de puntos de
propaganda enemiga en todas esas naciones. Si yo fuera el Gobierno, impondría,
al contrario, la condición de que no pudieran ir a ninguna parte, salvo a la
otra zona nacional de España donde esa propaganda existe ya, sin necesidad de
nuevos proselitistas. Esa interpretación mía se impuso y las ulteriores
evacuaciones, incluso las de familias que no estaban en Legaciones, se hicieron
directamente con destino a la zona "blanca", cosa que hasta entonces
estaba severamente prohibida.
También
traté de esta cuestión con el Presidente del Consejo de Ministros, Negrín, con
ocasión de un encuentro en el Ministerio de la Guerra. En primer lugar, él
exigía que los acogidos en las representaciones diplomáticas fueran entregados
al Gobierno, que respondería de que no les sucediera daño alguno. Yo repliqué
que para mayor garantía se comprometieran mediante acuerdo que no se iba a
encarcelar a esas personas. Negrín opinaba que, naturalmente, los que tuvieran
que responder por algo, tendrían que ser detenidos yo le dije entonces que si
esa gente se había acogido al derecho de asilo era precisamente, porque según
el concepto que de ello tenía el actual Gobierno, habían contraído una
responsabilidad política y él (Negrín) no podía exigir a ningún Gobierno constitucional
que entregara, con destino a la cárcel, a personas que se habían acogido confiadamente
a la protección de su bandera. Eso era precisamente lo malo, opinaba él, que no
se podía aceptar esa huída, al amparo de una bandera extranjera, sino que había
que mantener la jurisdicción española sobre los súbditos del Estado español. Yo
repliqué que no queríamos resucitar esa cuestión teórica, con frecuencia
infructuosamente discutida, sino que más bien aspirábamos a intentar una
solución práctica, definitiva, aceptable por ambas partes y ese era
precisamente el intercambio. Entonces accedió, aceptándolo como un mal menor.
Entretanto,
había vuelto yo a Madrid y no había tenido noticia de resolución alguna por
parte del Consejo de Ministros. Entonces, a fines de junio, recibí en Madrid la
visita del Delegado General del Comité internacional de la Cruz Roja, que me entregó
la copia de una carta del Ministro de Estado, en la que se requería del Comité
que presentara a los nacionales la propuesta de canje de los hombres de edades
comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años de edad, acogidos en
la representaciones diplomáticas, a cambio de otros de esas edades que se
hallaran en la otra zona. El Consejo de Ministros había, pues, hecho suya mi
propuesta pero no me quería confiar a mí, y sí al Comité internacional, la
obtención de la conformidad de la otra parte.
El
Comité internacional se hizo cargo del asunto, pero, por desgracia, no se
acababa de lograr la ejecución de lo
propuesto. Aún por el año 1938, existían muchos miles de personas confinadas en las representaciones
diplomáticas sin que se pudiera prever si se las podría liberar y cuándo.
Del
Vayo torpedea por tercera vez El 15 de mayo de 1937 volví otra vez a Valencia
para gestionar el traslado de los acogidos en la Legación. Había tratado
personalmente con Negrín, Ministro de Hacienda, acerca de la liquidación de esa
difícil negociación y quería hablar al día siguiente con el capitán del vapor
de transporte francés que se esperaba, para fletar éste con el fin de realizar
una travesía de Valencia a Marsella, exclusivamente destinada a los acogidos "noruegos".
Fue entonces cuando me llamó el Encargado de Negocios de Noruega en Valencia a
última hora de la tarde para que fuera a verle a su despacho y me contó que
Álvarez del Vayo le había mandado llamar a las nueve de la noche, hora poco habitual en él, para que se
encontraran en el Ministerio, y le reveló que ahora tenía pruebas de que yo
conspiraba contra el Gobierno y que se había dictado contra mí, mandamiento de
prisión. El noruego preguntó si se trataba de espionaje a lo que el ministro
contestó: "no, de conspiración". El noruego quiso entonces ver las
pruebas pero el Ministro dijo que no las tenía, que estaban en el Ministerio
del Interior. Si fuera cosa de su Ministerio podría él tener intercambios con
Noruega, pero aquello procedía del Ministerio del Interior y él no podía
intervenir. Finalmente se sintió magnánimo y retrasó la detención 24 horas para
darme la oportunidad de desaparecer de España, como así dijo. Con ello quería,
sin duda, probar mi conciencia de culpabilidad. Unas semanas antes, el
Secretario General del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) le había
declarado al noruego que el señor Schlayer no debía salir con los acogidos al
derecho de asilo, sino que tendría que quedarse en España, estaba claro que
como objeto de venganza roja por mi comportamiento contrario a sus métodos
asesinos. El Encargado de Negocios noruego me aconsejó que me pusiera enseguida
en lugar seguro porque estaba convencido de que si me cogían me matarían. Pero
yo no estaba dispuesto a dejarme cazar por Álvarez del Vayo, con su mentirosa
"conspiración".
Al
día siguiente, me fui, sin más trabas, al vapor francés. Hice mis tratos con el
capitán y regresé a tierra, a exponerme a la venganza de Álvarez del Vayo. Me
fui directamente al Ministerio de la Gobernación (Interior) y solicité poder
hablar con el ministro Galarza. No estaba. Hablé con el subsecretario a quien
ya conocía. No sabía nada de la orden de detención que tenía que haber pasado
por sus manos sin remedio; preguntó a la Policía, que tampoco sabía nada. Eso
tenía que ser -me dijo el Subsecretario-, cosa del Ministro, y muy personal, de
la que nadie, por lo demás, sabía nada. Le pedí que se enterara al respecto con
el Ministro cuando volviera y que me procurara una cita con él ya que yo quería
ver esas pretendidas pruebas. Volví a él por la tarde; el Ministro sólo había
estado allí unos minutos y no había podido hablar con él. Volví, a diario, dos
veces, durante
tres
días al Ministerio del Interior (Gobernación) y siempre recibí la misma
respuesta, nadie sabía nada y al Ministro no se le podía alcanzar. Al cuarto
día estalló una crisis ministerial y tanto Álvarez del Vayo como también
Galarza cesaron en sus ministerios.
Después
de la crisis volvió otra vez la tranquilidad y no aparecía orden de detención
alguna en ninguna parte. Toda esa historia se la había inventado Álvarez del
Vayo para intimidar al Encargado de Negocios de Noruega. ¡Verdad es que lo
consiguió!
A
mediados de junio estaba yo otra vez en Valencia para continuar las
negociaciones relativas a la evacuación con el nuevo Gobierno, aparentemente
más abordable. Allí fue donde el Encargado de Negocios de Noruega me presentó a
un señor que acababa de llegar y a quien el Gobierno de Noruega había enviado
para relevarme en la dirección de la Legación de Madrid. Al mismo tiempo se me
reveló que el Gobierno noruego no podía ya garantizarme la vida y que yo
tendría que procurar acogerme a la evacuación organizada por alguna Legación.
Resolví
quedarme todavía unas semanas en Madrid, sobre todo para ocuparme, totalmente,
hasta el final de los preparativos del transporte de los acogidos al derecho de
asilo. Se obtuvo al efecto, en Valencia, la conformidad por escrito, del
Gobierno. Los hombres en edad militar, entre los dieciocho y los cuarenta y
cinco años, quedaban sin embargo excluidos. Se confeccionaron las voluminosas
listas personales de los acogidos, de quienes se trataba y se pasaron al
Gobierno. A principios de julio, habían llegado a su fin dichos preparativos. Por
esos días, llegó a Madrid, por vez primera, una orden de detención contra mí,
dirigida a la Policía de Madrid, y procedente del Ministerio de Estado. Se
fundaba en las fotocopias de una carta enviada por mí a finales de mayo a una
Compañía de Seguros extranjera por mediación del enlace diplomático de un
estado europeo. En ella explicaba yo que en las circunstancias reinantes no iba
a poder pagar la prima y pedía que se la cobraran a cuenta del importe del
seguro. Tal era la conspiración",
que después se inventaron, "contra el Gobierno rojo". El pretexto era
tan ridículo que el Jefe de la Policía de Madrid, a cuyo criterio hayan dejado
la ejecución de la orden la Dirección General de Valencia, se negó a continuar
y devolvió el expediente a Valencia.
El
viaje de salida y sus obstáculos
En
vista de todo lo dicho mandaba la cordura no exponerme a más persecuciones.
Podía emprender viaje con la conciencia tranquila; la evacuación estaba tan
adelantada que podría quedar realizada dentro de los dos o tres próximos meses
y en el almacén de la Legación había víveres para tres meses con destino a las
800 personas acogidas.
En
la noche del 7 al 8 de julio de 1937 nos dirigimos a Valencia en el coche de
otra Legación. Un secretario se encargó de pasar el equipaje por la aduana y
nosotros, mi mujer y yo, nos fuimos directamente al vapor del Gobierno francés
tan pronto como éste efectuó su llegada. Hacía mucho calor y el vapor se
hallaba junto al muelle detrás de verdaderas montañas de patatas nuevas que se estaban
pudriendo y exhalaban un hedor insoportable. Tales patatas estaban destinadas a
la exportación, privando de ellas a la población hambrienta, y aquí se estaban
echando a perder gracias a los "buenos oficios" de la burocracia
roja.
En
ese vapor tenían que embarcarse cientos de refugiados, sin embargo estos no
llegaban porque la pesadez de los trámites aduaneros y de los relacionados con
los pasaportes, los retenían en el despacho de aduana situado a unos cien
metros de distancia.
De
repente, cuando ya llevábamos varias horas a bordo, me mandó llamar el Capitán.
Allí me esperaban dos miembros de la Policía secreta, al mando del guardia que
tenía asignada la custodia del Encargado de Negocios noruego y que acostumbraba
a acompañarle en todos sus pasos. Estaba, asimismo, presente el Cónsul de
Francia. El capitán, dijo que los policías venían con orden del Gobierno, de
hacerme desembarcar, porque me tenían que llevar a la Comisaría de Policía con
el fin de estampar el sello de salida en mi pasaporte. Yo repliqué que mi
pasaporte diplomático noruego provisto de un visado diplomático francés no
necesitaba estampilla de ninguna clase de la Policía española, como muy bien
tenía que saberlo el Cónsul de Francia. Toda esa historia no era más que un
burdo pretexto para apoderarse de mí y poderme arrastrar de la Comisaría a la
cárcel. Yo esperaba que los funcionarios franceses, al pisar como estábamos
pisando, suelo francés, impedirían tal atropello. Tanto el Cónsul como el
Capitán se pusieron, sin embargo, a dar voces, muy excitados, diciendo que no
podían permitir que se les creara dificultades con el Gobierno; los policías
comunicaron que el Gobierno no dejaría que embarcara la gente, ni que zarpara
el buque, si no se me obligaba a volver a tierra. Con gritos y ademanes muy
excitados, exigían ambos que yo abandonara el buque con mi mujer.
En
ese preciso momento vi el auto de un colega, Encargado de Negocios de un Estado
centroeuropeo, que entraba en el muelle. Llegaba, con documentos importantes,
de Madrid. Le llamé desde el vapor y le
dije que me estaban obligando a salir del buque y que me ponía bajo su protección.
Abajo,
junto a la pasarela, había toda una serie de miembros de la policía secreta con
un coche. Pero yo me monté con mi mujer en el coche diplomático de mi colega.
En cuanto a nuestro equipaje, los policías lo colocaron en su coche policial.
En los estribos del coche diplomático se montaron cuatro policías, entre ellos
el policía personal del Encargado de Negocios noruego, que continuaba desempeñando
el papel de protagonista. Exigían que fuéramos a la Comisaría de policía. Yo me
negué a ello y ordené que me llevaran al Consulado de Noruega a ver al
Encargado de Negocios. El joven policía personal pretendía que éste no me
quería ver, e intentaba convencer al chófer de que condujera por donde le indicara.
Mi colega, entonces, indicó a su conductor que parara junto al Consulado de
Noruega y subió con mi pasaporte para pedirle al Encargado de Negocios, que interviniera.
Gracias a la enérgica actuación de mi amigo diplomático, apareció, por fin, y
trató el asunto con los policías. Éstos tuvieron que conformarse y reconocer el
pasaporte diplomático, pero exigieron que les dejaran examinar de nuevo mi
equipaje, esperando encontrar en él algún pretexto para detenerme. Practicaron
tal registro exhaustivo en presencia de ambos colegas. Los policías vieron
frustradas sus esperanzas, no había asidero posible que sirviera de pretexto y,
rechinando los dientes, tuvieron que dejarnos de nuevo en el vapor. Entretanto
ya habían embarcado y quedaban "estibados" seiscientos cincuenta
"fugitivos".
Mi
mujer me había acompañado con serenidad y valentía en este arriesgado trance y
durante el registro el equipaje, había sabido hablar a esos hombres, apelando
de modo tan conmovedor a su conciencia,
que el cabecilla de ellos terminó pidiéndome, cuando todavía estaba a bordo de
vapor, que le permitiera despedirse de ella, lo cual hizo, pidiéndole disculpas y besándole la mano.
Pasados
unos días, los policías aseguraron a uno de mis compañeros diplomáticos que, si
hubieran podido apoderarse de mí, "no hubiera durado ni cinco
minutos". Se trataba de la misma brigada "de servicio especial"
que había asesinado al belga Borchgrave.
Al
empezar a oscurecer, el barco abandonó finalmente Valencia; vimos, sin
lamentarnos, como desaparecía en el crepúsculo.
Finalizaba
para nosotros la pesadilla roja.
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