Trabalenguas
JON
JUARISTI
SOBRE
las lenguas, sólo se debería legislar lo imprescindible para proteger el
derecho del individuo a expresarse en la que le venga en gana y decidir en cuál
educar a sus hijos. El resto no sólo sobra: crea problemas y no resuelve
ninguno. La mentalidad nacionalista parte del supuesto de que la unidad de
lengua es imprescindible para la existencia de la nación, lo que es erróneo. La
nación requiere una voluntad de convivencia cordial y solidaria. Sin ella, como
lo demuestra el caso de la ex Yugoslavia, la unidad lingüística resulta
insuficiente para establecer o mantener lazos nacionales.
El
nacionalismo lingüístico moderno tiene dos fuentes: la Revolución Francesa y el
romanticismo alemán. La primera proclamó el carácter revolucionario de la
lengua francesa («La revolución habla francés; la reacción, bretón, provenzal y
vasco»). El segundo identificó la lengua con el espíritu del pueblo. Para los
primeros nacionalistas alemanes, los franceses eran un pueblo germánico degenerado,
un rebaño de zombies que habían perdido su espíritu al olvidar su lengua
originaria y adoptar el latín. Ambos supuestos resultan absurdos: los chuanes
fueron movilizados contra la revolución por jefes monárquicos que hablaban un
francés académico y entre los nobles emigrados se contaban algunos de los
mejores representantes de las letras francesas (el número de escritores
contrarrevolucionarios se incrementaría exponencialmente en épocas posteriores
con efectivos de extracción burguesa e incluso proletaria). En Alemania,
grandes poetas y filósofos de la modernidad, como Heine y Benjamin, escribieron
buena parte de su obra en francés, dando continuidad así a una práctica muy
extendida entre los literatos y pensadores alemanes del Antiguo Régimen. Y es que
las lenguas no determinan la ideología ni la visión del mundo de sus hablantes.
Los
nacionalistas creen que las razones para expresarse en una u otra lengua son de
orden afectivo, pero ellos mismos acaban plegándose a criterios utilitarios. La
lealtad lingüística de muchos de los hablantes de lenguas minoritarias depende
de las posibilidades de captación privada de recursos públicos. Si se dejase de
subvencionar a las lenguas, aunque nunca se subvenciona lengua alguna sino a
sus cultivadores, la lealtad de éstos se relajaría hasta desaparecer en la
buena parte de los casos. En las sociedades verdaderamente liberales, sin
Estados subvencionadores que brinden oportunidades a los predadores de renta,
la coexistencia de lenguas diferentes aparece desprovista de ribetes
conflictivos. Los individuos recurren a la lengua de la mayoría por motivos
pragmáticos y asumen, en su caso, el cultivo y transmisión intergeneracional de
las lenguas minoritarias a sus propias expensas, como lo siguen haciendo, por
ejemplo, los hablantes de yiddish en las comunidades judías ortodoxas de los
Estados Unidos (no es el caso de las comunidades hispanas, que reclaman de la
administración bastante más que la mera posibilidad de enseñanza en español).
Despolitizar
la cuestión de las lenguas en España exigiría privar a todas ellas de
subvención oficial y subordinar la oferta educativa pública en una u otra a la
demanda real de las familias. Ésta, sin la ansiedad inducida por la
«normalización lingüística» planificada desde las administraciones, terminaría
ajustándose a pautas más racionales y, sin duda, más democráticas, una vez
devuelta a la sociedad civil la responsabilidad de comunicarse y entenderse en
la lengua o las lenguas libremente elegidas, y descargándola así de la
obligación de reparar supuestas injusticias históricas definidas por sus
principales beneficiarios.
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